lunes, 12 de marzo de 2012

El más extraordinario fraude del Führer

En 1939 Delbruckstrasse eran una tranquila calle residencial en el barrio de Charlottenburgo, de Berlín. La mansión señalada con el número 6 era en realidad una alta dependencia del Reichsdruckerei, que equivalía en Alemania al Departamento de Grabado e Imprenta de los Estados Unidos, aunque se parecía a muchas residencias de la vecindad… hasta que Adolfo Hitler soltó a sus legiones a la conquista del mundo.
Desde entonces la casa Nº 6 de Delbruckstrasse perdió su aspecto tranquilo; a toda hora del día y de la noche desfilaban por ella funcionarios del gobierno, mezclándose con otros de rostro sombrío, que llevaban la camisa negra de la Schutzstaffel (la SS), y, en su interior, imortantes miembros del Tercer Reich tramaban planes sobre el papel para un arma, que, probablemente, infligiría más estragos que cualquier cañón, ejército o explosivo: falsificarían millones de billetes, los bastantes para quebrar y aniquilar los sistemas económicos de sus enemigos. El pánico resultante valdría por una veintena de victorias obtenidas en los campos de batalla.

El plan era simple, pero su ejecución presentaba ciertos problemas complejos. El dinero falsificado debía ser lo suficientemente perfecto como para desafiar toda investigación,k aun la realizada poor expertos; cualquier persona inteligente podía comprender que una falsificación era una mera copia del original, y que ninguna copia podía ser exactamente igual al original hasta en sus mínimos detalles. La perfección del trabajo era de importancia primordial. Claro está, el éxito de este plan audaz dependería, forzosamente, de la capacidad y destreza de expertos en fotografía, agua fuerte, grabado, fabricació de papel, filigrana, impresión, etc.

La responsabilidad de este sabotaje, en el cual el elemento básico sería el papel, recayó en los galoneados hombros de dos favoritos del dictador Hitler: Reichsführer Heinrich Himmler, jefe de la infame Gestapo, y su subalterno Ernst Kaltenbrunner. Himmler carecía del talento requerido para este inusitado nombramiento; su actividad más próxima a la falsificación consistía en recortarse cuidadosamente el bigote, pequeño y duro como la cerda de un cepillo de dientes, procurando que tuviera la mayor semejandza posible con el de Hitler… No obstante, reunió a un representante del Reichsdruckerei y a cuatro especialistas en artes gráficas, y les ordenó que falsificaran algunos billetes de una libra del Banco de Inglaterra.

Para crédito de estos hombres debemos decir que quizá consideraron desagradable la tarea, porque se trataba de gente honesta y no de criminales; de todos modos, fracasaron en su intento de producir imitaciones que engañaran a cualquiera.

-El papel no es bueno –se quejaban-. No se parece en nada al papel genuino de los billetes ingleses, y no absorbe bien lo que se imprime en él.

Herr Himmler puso otro equipo a trabajar en la producción de un papel mejor. Los laboratorios de investigación técnica del gobierno analizaron el papel genuino, y crearon varias fórmulas experimentales en la tentativa de imitarlo exactamente, incluyendo la filigrana. Los emperimentos se realizaron en la fábrica de papel de Manhemuhle, en Dassel, dedicando exclusivamente a esta tarea a seis empleados antiguos, a quienes se amenazó con la muerte si llegaban a decir una sola palabra sobre la naturaleza de su trabajo. Esta advertencia les fue hecha personalmenete por el Sturmbannführer Bernhard Kruger, quien estaba destinado a desempeñar un destacado papel en el drama de falsificación recién iniciado.

Kruger era un hombre de cuarenta y tantos años, bajo (1,65 m. aproximadamente de estatura), pero bien proporcionado, de cabellos negros que peinaba con una raya del lado izquierdo, ojo obscuros, boca ancha de labios sensuales, y un mentón cuadrado que le daba a la mandíbula una desagradable apariencia de piedra tallada. Herr Kruger fue elegido por Ernst Kaltenbrunner para vigilar las actividades secretas del departamento de falsificación, designado oficialmente com AMT-F-4, y en la correspondencia, con el nombre clave de ‘Bernhard’, nombre de pila de Kruger, como un dudoso homenaje al nuevo comandante.

La calidad del papel para billetes salido de la fábrica de Manhemuhle fue mejorando tras múltiples tentativas y fracasos, y en 1942 los expertos les aseguraron a Herr Kruger y a Herr Himmler que muy pronto sus experimetnos darían como resultado un producto perfecto. Himmler empleó entonces el único y gran instumento que poseía para impulsar a la conspiración: su poder.

En sus campos de concentración había miles de hombres, mujeres y niños –la mayoría judíos- cuyas esperanzas, recelos, amores y plegariaas morían con ellos a diario en las cámaras de gas, o en los campos cercados con alambradas electrizadas, o en las barracas sucias y abarrotadas donde sucumbían al hambre o a la enfermedad. Seguramente, entre esos milies de prisioneros desesperados había algunos que, antes de su cautiverio, se habían ganado la vida como grabadores, o fotógrafos, o empleando en cualquier otra forma su habilidad; también los que fueran suficientemente expertos recibirían de buen grado la oportunidad que se les ofrecía de prolongar su vida trabajando en un proyecto que contribuiría notablemente a la gloria del Tercer Reich. Quisieran o no, lo harían o morirían.

Con la característica minuciosidad alemana, los nazis llevaban registros de la historia de sus cautivos, incluyendo sus ocupaciones anteriores. Se hizo una lista de aquellos que reunían las cualidades requeridas, pero antes de utilizarla se efectuó un llamado en nombre del Führer a lagunos campos de concentración en el Gran Reich, pidiendo voluntarios que fueran grabadores, dibujantes, fotógrafos, artistas o impresores.

Todos ellos, empero, debían ser de sangre judía. No se revelaba la naturaleza del trabajo.

Unos pocos hombres en cada campo creyeron en ese anuncio de que recibirían buena comida y un trato especial si se presentaban como voluntarios para la misteriosa misión, pero otros tenían desagradables recuerdos de apaleamientos y malos tratos, del hambre torturante y de cadáveres de amigos y parientes que habían sido sometidos a diversos ‘experimentos’, recuerdos que les quitaron el deseo de presentarse. Los alemanes echaron mano a sus listas: ‘Envíennos a Levy, a Gottlieb, a Bernstein…’, ordenaron a los comandantes de los campos.

Así se reclutó la mayoría de la mano de obra para llevar a cabo el plan de falsificación.

El taller se estableció en una sección especial del campo de concentración de Sachsenhausen, en Oraniemburgo, no lejos de Berlín, y los siete primeros prisioneros, apodados ‘haftlinges’ (expresión despectiva utilizada para denominar a los obreros o peones, y a los prisioneros sujetos a trabajos forzados para beneficio de sus enemigos), llegaron allí el 23 de agosto de 1942. Poseídos del miedo y de la sospecha, se vieron conducidos a un edificio aislado del resto del campo y rodeado por tres cercos separados de alambre de púa electrizado. Sus temores disminuyeron un tanto cuando entraron en ese edificio, tan distinto a las barracas de los campos de concentración: limpio, amueblado con catres, mesas y sillas, y provisto de un moderno taller de imprenta, muy bien equipado, con cámaras fotográficas y cuarto obscuro.

El comandante Kruger dio la ‘bienvenida’ a los recién llegados, y les dijo lisa y llanamente en qué consistía el trabajo:

-Ustedes son gente privilegiada; han sido elegidos para realizar una tarea de vital importancia para el Tercer Reich. El Tercer Reich necesita dinero, ¡y nosotros lo haremos!

Los prisioneros se miraron unos a otros, sorprendidos, y Kruger continuó, riendo:

-Se sorprenden, ¿eh? Lo suponía. Pero tienen suerte, mucha suerte. Comerán bien, escucharán música por la radio, de vez en cuando podrán fumar mientras trabajan… ¡Sí, les daremos tabaco verdadero! Y allá abajo –agregó, señalando con el dedo una parte del edificio-, pueden jugar al ping-pong, para practicar algún ejercicio. Como ustedes ven, les prometimos una buena vida y cumplimos nuestra promesa. Nein?
-Usted dijo algo de fabricar dinero. ¿Podría explicarme qué quiso decir con eso? –preguntó uno de los haftlinges.
-Significa fabricar dinero. Ustedes harán dinero inglés, danés, sueco, húngaro, mogol… quizás hasta algún dinero judío –contestó Kruger, y trocando su risa en ceño adusto, agregó-: Ustedes serán falsificadores, los mejores falsificadores del mundo, porque este dinero debe ser perfecto; tan bueno ha de ser, que correrá aun entre gente familiarizada con el dinero auténtico, porque gran parte de él será empleado en países neutrales en la compra de armas y provisiones para nuestros victoriosos ejércitos. Si ustedes fracasan –exclamó, sacudiendo el dedo ante los callados y sorprendidos prisioneros-, Alemania puede perder la guerra; si esto sucede, moriremos todos. ¡Sí, morirán ustedes y yo también! Ustedes no quieren morir, ni yo tampoco, de modo que debemos ayudarnos mutuamente para seguir viviendo. Somos amigos –dijo con benévola sonrisa-. Cuando hayamos ganado la guerra, el Führer peinsa enviarlos a todos ustedes a un maravilloso establecimiento del país, donde se reunirán con sus familiares y vivirán tranquilos y felices. El Führer será muy generoso en su recompensa.

Los haftlinges fueron recluidos en aislado recinto; un prisionero, alojado en otra parte del campo, les llevaba la comida a una habitación contigua, sin verlos nunca, ya que simplemente se la dejaba allí y luego volvía para recoger los platos. En el campo de concentración se tejían muchas conjeturas sobre lo que estaba sucediendo en la misteriosa sección, pero nadie de afuera sabía nada cierto sobre el asunto. Se advirtió a los haftlinges que si se los sorprendía comunicándose en cualquier forma con gente extraña, los matarían inmediatamente; sus guardias, hombres escogidos dela SS, también fueron prevenidos de que no debían pronunciar palabra alguna referente al proyecto ‘Bernhard’. Una noche, dos de los guardias se emborracharon, y se les oyó mencionar los trabajos secretos; al día siguiente los dos fueron juzgados por una corte marcial que los condenó a quince años de prisión. Cualquier guardián que no estuviera constantemente alerta era reemplazado en seguida y enviado al sangriento frente ruso.

A fines de 1942 trabajaban en el proyecto de falsificación alrededor de treinta prisioneros. Uno de ellos, un ruso llamado Sukenik, sufría frecuentes accesos de tos, por lo que los nazis creyeron que estaba tuberculoso; cuando un examen médico confirmó la sospecha, el guardia de la SS Heinz Beckmann mató a Sukenik de un tiro para evitar que el mal se propagara entre los haftlinges.

El grupo encargado de la fabricación del papel no tuvo éxito hasta 1943 en la elaboración de una perfecta imitación del usado para los billetes británicos, pero una vez descubierto el proceso correcto produjo papel con filigrana exactamente igual al legítimo. Himmler y sus colaboradores lo aprobaron, y en julio de ese año se efectuó el primer embarque para Sachsenhausen de unas 250.000 hojas de papel, en cada una de las cuales podían imprimirse cuatro billetes de 5 libras. De ahí en adelante, y hasta fin de 1944, la fábrica recibió 50.000 hojas por mes. Para los billetes de otros países se empleaban diversos tipos de paopel, y varios especialistas que no pertenecían al campo producían las planchas de impresión para las otras falsificaciones.

Sin embargo, el dinero británico constituía su principal producción, y las planchas para su impresión eran grabadas por un pequeño y astuto judío ruso de 50 años, llamado Sali (Solly) Smolianoff, el único falsificador profesional del grupo. Desde 1928 había pasado la mayor parte de su vida en la cárcel por falsificar dinero de varias naciones, incluso de Gran Bretaña; en 1942, después de cumplir una de esas condenas, lo trasladaron simplemente de la prisión al campo de Sachsenhausen, a fin de que hiciera las planchas para los billetes británicos. En vez de entristecerlo, este traslado alegró a Smolianoff, que solía exclamar, mirando a sus guardias:
-¡Imagínense, falsificar dinero con protección policial!

Cuando, tras una serie de tentativas, obtuvieron planchas perfectas, comenzaron a producirlas en gran escala. Después de la impresión, los billetes falsos eran secados, embalados y alisados mediante un ‘planchado’ bajo enorme presión; luego se los apilaba y se limaban sus bordes para que adquirieran la aspereza de los legítimos; por último, eran objeto de una clasificación novedosa. 

Fuente:
“El Servicio Secreto de los Estados Unidos” – Walter S. Bowen y Harry E. Neal
Editorial Sopena Argentina S. A. – 1961 

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