jueves, 12 de enero de 2012

LOS ÚLTIMOS DÍAS DE LA UNIÓN SOVIÉTICA

A 20 años de una historia contada a medias y que aun no ha terminado

  
Por: Fernando Arribas García*. Especial para Tribuna Popular.

El 26 de diciembre de 1991, el Soviet Supremo de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, máximo
Mijail Gorbachov
órgano del Estado y asiento del nivel superior del Poder Popular, según el Artículo 108 de la Constitución hasta entonces vigente, se reunió en su sede del Gran Palacio del Kremlin en Moscú. La agenda del día incluía un único punto: la consideración de la renuncia que había presentado el día anterior Mijail Gorbachov al cargo de Presidente Ejecutivo de la Unión Soviética (URSS), devolviéndole efectivamente al Soviet Supremo todos los poderes como Jefe de Estado que éste le había encomendado en sucesivos procedimientos desde octubre de 1988. El debate que siguió, en un clima crispado tras varios meses de grave inestabilidad política e institucional, tomó un tono cada vez más sombrío. La decisión final adoptada ese día pese a las irregularidades del procedimiento (no parecen haberse cumplido las formalidades de determinación de quórum, en vista de la ausencia obligada de muchos de los diputados comunistas), es sin dudas uno de los acontecimientos más dramáticos y trascendentales de la segunda mitad del siglo XX: el Soviet Supremo se declaró a sí mismo disuelto, con lo que concluía oficialmente la existencia de la URSS, faltando dos días para el 69º aniversario de su establecimiento.

Cuatro meses antes, tras los acontecimientos del 19 al 21 de agosto, Boris Yeltsin, entonces Presidente de la República Federativa Socialista Soviética de Rusia (la mayor de las 15 repúblicas que formaban la URSS), había emitido un decreto prohibiendo la existencia y actividades del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) en territorio ruso, en violación de la Constitución y las leyes de la URSS de la que Rusia todavía formaba parte, y desconociendo la legitimidad de la mayoría de los diputados tanto en el Soviet Supremo de la URSS como en el de Rusia, que eran miembros del ahora proscrito PCUS, como lo había sido hasta ese día el propio Yeltsin. El decreto ordenaba además la confiscación de todos los bienes del Partido, el cese inmediato de la publicación de sus órganos de prensa, y el arresto sumario de sus activistas.

El golpe de agosto
Yeltsin había emergido como el gran ganador de la confusa serie de eventos de agosto de 1991, que resultaron en la erosión irremediable de los poderes constituidos y causaron a la URSS una herida que a la postre resultaría mortal. El día 19, en un nefasto intento por detener la creciente agitación separatista que amenazaba la integridad territorial del país, varios miembros del Consejo de Ministros de la URSS, bajo la dirección del Vicepresidente Gennadi Yanayev y con apoyo de las Fuerzas Armadas y la fuerza de seguridad del Estado, pero contra la opinión del Presidente Gorbachov, habían declarado el Estado de Emergencia. Por varios días, este grupo de ministros se había reunido con Gorbachov tratando sin éxito de convencerlo de la necesidad de actuar con mayor energía para aplacar los movimientos separatistas que comenzaban a tomar fuerza en las repúblicas bálticas, así como en Ucrania, Bielorrusia y hasta en la propia Rusia.

Ante la negativa de Gorbachov, el grupo de ministros lo desconoció como Presidente, estableció un Comité de Estado de Emergencia, y designó a Yanayev como Presidente Provisional. No se cumplieron los procedimientos previstos por la Constitución para la declaración del Estado de Emergencia y el reemplazo del Presidente (el Consejo de Ministros no fue legalmente constituido para tomar la decisión), por lo que este movimiento puede ser considerado como un «golpe de Estado». Y aunque la vasta mayoría de la población seguramente estaba de acuerdo con los objetivos últimos del autoproclamado Comité (el 76% del electorado había votado en un referéndum en marzo a favor de la preservación de la URSS), la obvia ilegalidad del procedimiento y la falta de transparencia de las acciones del Comité sembraron la desconfianza y la confusión, y alentaron a una decidida minoría a entrar en acción.

El día 20, Yeltsin salió a las calles de Moscú a arengar a sus seguidores y a organizar la «resistencia» frente a un ataque militar que supuestamente estaba por comenzar. El 21 hubo efectivamente algunos movimientos de tropas hacia el centro de la ciudad, que encontraron cierta resistencia civil; pero tras tres muertes (dos de ellas accidentales), el Comité titubeó ante la posibilidad de una masacre, y pidió a Gorbachov que reasumiera su cargo.

El 22 quedó formalmente reestablecido el orden constitucional, pero el poder y prestigio de la Presidencia y de todo el aparato del Estado habían sido irreparablemente dañados. Yeltsin, envalentonado por su éxito y la rápida popularidad que había obtenido, se resistió a acatar plenamente los poderes reestablecidos y permaneció en rebeldía frente al Estado soviético hasta que forzó a Gorbachov a renunciar, y precipitó la última decisión del Soviet Supremo. Hasta aquí, el relato de una historia bastante conocida.

Un Pinochet para la URSS

Lo que no es tan conocido es que la idea de dar un golpe de Estado contra Gorbachov había sido alentada desde 1990 en diversos medios de los Estados Unidos y el Reino Unido, con la esperanza de que algún reformador pro-capitalista más audaz que el propio Gorbachov asumiera el poder y acelerara el desmontaje total del Estado socialista. Gorbachov había puesto en marcha hacía varios años una serie de reformas que inicialmente propugnaban reorganizar la URSS con miras a modernizar las instituciones socialistas y a aumentar la eficiencia y la productividad de la economía soviética. Sin embargo, a medida que las reformas avanzaban su objetivo se iba desdibujando, y para 1990, según palabras del propio Gorbachov, la meta ya era el establecimiento de una «economía social de mercado» que mantuviera un sector público con industrias claves bajo control estatal y permitiera al mismo tiempo el florecimiento de un poderoso sector capitalista. Pero los planes de Gorbachov requerirían de diez a quince años y mantendrían de todas maneras buena parte de la economía soviética fuera del alcance del capitalismo; esto no era suficiente para quienes querían aprovechar el momento de debilidad de la URSS y borrarla de inmediato y por completo.

En julio de 1991, durante la reunión Cumbre del G7 que se desarrolló en Londres y a la que la URSS había sido invitada por vez primera, representantes del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial hicieron saber a Gorbachov que no le darían el apoyo financiero necesario para continuar sus reformas si no aceleraba el ritmo y abría totalmente la economía soviética a los mercados capitalistas internacionales. Se trataba, según cuenta Gorbachov en sus memorias, de un chantaje sin atenuantes al que se negó. Apenas un mes más tarde, el periódico estadounidense The Washington Post publicó un artículo bajo el insólito título de «El Chile de Pinochet: modelo para la nueva economía soviética», en que se proponía abiertamente la necesidad de un golpe de Estado en la URSS para remover a Gorbachov, eliminar la resistencia a los cambios pro-capitalistas y dar paso pleno a una economía de mercado. La misma idea, y con parecidas palabras, ya había sido expuesta en diciembre de 1990 en un artículo de la revista británica The Economist.

Casi al mismo tiempo en que se publicaba ese insultante artículo del Washington Post, ocurrió efectivamente el golpe de Estado contra Gorbachov, aunque, al menos aparentemente, inspirado por intenciones opuestas a las que alentaba el periódico estadounidense. Pero, fueran cuales fueran las intenciones de los ministros soviéticos que establecieron el Comité de Estado de Emergencia, cuando el polvo se asentó en las calles de Moscú se hizo evidente que en la práctica su movimiento había servido paradójicamente para abrirle paso a un dirigente lo suficientemente inescrupuloso y rapaz como para cumplir el rol de un Pinochet soviético: Boris Yeltsin.

La terapia de choque

En apenas días, contrariando la orientación del gobierno de la URSS y la línea del PCUS, Yeltsin entró en negociaciones con el FMI, el cual envió a Moscú a su asesor estrella, Jeffrey Sachs, el promotor principal del concepto de «terapia de choque» que el Fondo ofrecía por esos años como receta mágica para resolver los problemas económicos mundiales. La terapia consistía en la aplicación rápida y sin miramientos de las más extremas medidas neoliberales (privatización masiva, recorte radical de los gastos sociales, liberación general de precios, desregulación de mercados internos e internacionales). La clave del éxito, según Sachs, era aplicar tal paquete de medidas con gran rapidez y rigor absoluto, a fin de tomar al país por sorpresa y hacer imposible la resistencia. Pero para ello se necesitaba de un gobernante dispuesto a todo, como lo había estado Pinochet en el Chile de 1973. Y Yeltsin demostró ser ese gobernante.

Entre agosto y octubre de 1991, al mismo tiempo que ordenaba la privatización de casi 250 mil empresas estatales y la eliminación de los subsidios y los controles de precios sobre todos los bienes y servicios, Yeltsin usó su poder político para aplastar cualquier fuerza que se opusiera a los cambios en marcha. El primer blanco, como lo había sido en Chile, fue el Partido Comunista. Siguieron los sindicatos, los consejos de trabajadores y campesinos, las organizaciones populares de masas. A fines de octubre, Sachs y sus terapistas de choque estaban confiados en que el pueblo, privado de sus organizaciones y dirigentes naturales, desorientado y aturdido por la rapidez de los cambios, y agotado tras muchos meses de lucha política, ya no ofrecería mayor resistencia. Y Yeltsin se lanzó entonces a consolidar su control para garantizar la continuidad de las reformas. Con el PCUS imposibilitado de actuar abiertamente, y con toda otra forma de resistencia anulada, Yeltsin obtuvo de un Parlamento controlado por sus cómplices poderes absolutos para gobernar por decreto.

Bajo la orientación de Sachs, y con la colaboración de un equipo de economistas neoliberales que adoptaron con orgullo el apelativo de «los nuevos Chicago Boys» (los chicos originales, recuérdese, habían sido los asesores de Pinochet bajo la guía de Milton Friedman), Yeltsin había logrado para fines de 1992 borrar por completo toda sombra de la antigua Rusia soviética: un tercio de la población se encontraba ahora por debajo de la línea de pobreza, el consumo de alimentos se había reducido a casi la mitad, la inflación superaba el 2 mil %, el Producto Interno Bruto había caído en 54%, y el desempleo era generalizado.

El dictador Yeltsin  

A principios de 1993, el pueblo comenzó a reaccionar en numerosas protestas que reclamaban el fin de las políticas neoliberales. En marzo, ante la creciente presión popular, el Parlamento votó la anulación de los poderes absolutos de Yeltsin, y aprobó un presupuesto que contradecía los mandatos de austeridad del FMI. Pero ya era tarde: Yeltsin había consolidado su control sobre los elementos claves de la vida rusa. Sin que nada ni nadie pudiera evitarlo, decretó el Estado de Emergencia, desconoció las decisiones del Parlamento y recuperó sus poderes absolutos. Más tarde, cuando el Parlamento y la Corte Constitucional protestaron la ilegalidad de tales acciones, Yeltsin ordenó disolver el Parlamento y abolió la nueva Constitución que él mismo había promulgado meses antes.
Alianzas de Yeltsin

Los diputados se negaron entonces a abandonar sus curules, y Yeltsin ordenó al ejército rodear el edificio del Parlamento y cortar el agua, la luz y los teléfonos. Tras largas semanas de asedio, y ante el creciente apoyo que los diputados estaban recibiendo del pueblo, Yeltsin decidió acabar de una vez por todas con el problema, y el 3 de octubre ordenó al ejército cañonear, incendiar y tomar el Parlamento a cualquier costo. Y, a diferencia de los timoratos golpistas de agosto del 91, a Yeltsin no le tembló el pulso ante la posibilidad de una masacre: al día siguiente unos 600 civiles yacían muertos, más de mil habían sido heridos y unos mil 700 habían sido apresados. Rusia estaba ahora por primera vez en décadas bajo el control de una auténtica dictadura sangrienta.

Epílogo

Todavía falta por esclarecer completamente las razones profundas que fueron erosionando el prestigio y la vitalidad del Estado soviético, y que lo llevaron a la situación de debilidad institucional y estancamiento económico en que se encontraba en los años 80. Porque aunque las reformas emprendidas por Gorbachov resultaron en conjunto una traición al proyecto socialista, no nos cabe duda de que algunas de tales políticas, al menos en su intención inicial, respondían efectivamente a la necesidad urgente de corregir los graves vicios y deformaciones que se habían venido acumulando por décadas. Falta también por aclarar plenamente el proceso de corrupción interna que había sufrido el PCUS, y que permitió que personajes de la calaña de Yeltsin hayan escalado posiciones en su organigrama hasta llegar a ocupar puestos claves de dirección, sólo para traicionar al Partido, al socialismo y al país en cuanto se les presentó una oportunidad propicia.

Pero lo que quedó abundantemente claro ya desde el mismo momento de estos eventos, es que los principales perdedores con la disolución de la URSS y el desmantelamiento del socialismo fueron los pueblos de las repúblicas ahora ex soviéticas. Veinte años más tarde, continúa en casi todas ellas la inestabilidad institucional que se inició en 1990-93, y se profundizan los problemas sociales y económicos generados por el establecimiento a sangre y fuego del capitalismo. Sin el formidable sistema de seguridad social integral de la época soviética, y con la economía completamente controlada por empresarios privados en plena expansión de sus intereses, estos pueblos se enfrentan a una situación de grave desamparo que se agudiza, como en todos los otros países capitalistas, con cada crisis cíclica del sistema.

Así que no puede sorprender que, pese a la prohibición que se mantuvo por más de dos años sobre las actividades comunistas en Rusia, pese a la intensa y permanente campaña de desprestigio y calumnias en los medios de comunicación de todo el mundo en contra del PCUS y sus sucesores, y pese a las maniobras de todo tipo que continúan hasta el día de hoy para dificultar las actividades de las organizaciones comunistas y prevenir su avance, el Partido Comunista de la Federación Rusa (PCFR) es hoy el segundo mayor partido del país con cerca de 20% de los votos en las elecciones presidenciales de 2008 y las parlamentarias de 2011 (ha quedado demostrado que en ambas oportunidades el PCFR fue víctima de fraudes que lo privaron de cerca de la mitad de su votación), y el primero en algunas localidades y regiones. Ni puede sorprender que los comunistas también estén obteniendo éxitos electorales incluso mayores en varias otras repúblicas ex soviéticas, como Moldavia, Letonia y Bielorrusia. La historia continúa, y sus mejores páginas aún están por escribirse.

*Director del Instituto de Estudios Políticos y Sociales «Bolívar-Marx».

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