El café con leche ha tenido siempre un papel de importancia en la
vida política cubana. Se hace presente en los momentos más
insospechados. En enero de 1934, cuando se discutía en Columbia la
destitución del presidente Grau, el coronel Batista suspendió la reunión
e invitó a los reunidos a tomarse un café con leche en su casa del
campamento militar. Antonio Guiteras, ministro de Gobernación en el
Gobierno de los Cien Días, cada vez que los problemas lo agobiaban,
caminaba hasta el hotel Saratoga y, en el restaurante de esa instalación
hotelera, se disipaba ante una taza de café con leche. El político
Eduardo R. Chibás siempre que se batía a duelo, y lo hizo en nueve
ocasiones, acudía al restaurante Kasalta, a la entrada de Miramar, y
pedía café con leche doble con una ración reforzada de pan con
mantequilla. Lo último que hizo el dictador Fulgencio Batista, en la
madrugada del 1ro. de enero de 1959, antes de salir de la casa
presidencial de Columbia para un viaje sin regreso, fue ordenar que le
sirvieran una taza de café con leche. Horas antes había enviado a un
oficial de su confianza a que visitara a Leocadia y preguntara a la
célebre espiritista de la calle San Beatriz, en Arroyo Apolo, si debía
retener el poder o irse al exterior. La mujer, que en ese momento cenaba
en compañía de los suyos, abandonó la mesa y salió al encuentro del
visitante. «Que se vaya…», le dijo. Y de manera tajante añadió: «Dígale
al General que no espere más».
En realidad, a esa hora no necesitaba el dictador de consejo
espiritual alguno para enrumbar su conducta. El Oriente de la Isla
estaba casi totalmente controlado por el Ejército Rebelde, Fidel se
proponía el ataque a Santiago de Cuba, sometido ya a un cerco elástico, y
en la región central los comandantes Che Guevara y Camilo Cienfuegos
mantenían la iniciativa.
La cosa no iba mejor en las propias filas batistianas. Ya para
entonces, el mayor general Eulogio Cantillo Porras, jefe de operaciones
antiguerrilleras, se había comprometido con el Comandante en Jefe a
encabezar, el 31 de diciembre, un pronunciamiento militar en el cuartel
Moncada y exigir desde allí la renuncia del Gobierno y la captura de
Batista y los grandes culpables. No cumplió nada de lo pactado y se
arrepintió, en el mismo día en que debía estallar el complot, de llevar a
finales la conspiración contra Batista que involucraba asimismo a otros
altos oficiales. En ese momento había por lo menos tres conspiraciones
dentro del Ejército. En total connivencia con el dictador, Cantillo
aceptó la propuesta de un golpe militar contra Batista preparado por el
mismo Batista, que lo dejaría como dueño del poder. Debía ocurrir el 6
de enero de 1959. Los acontecimientos se precipitaron.
Llamada desde Kuquine
Batista comenzó a preparar su fuga en la noche del 22 de diciembre de
1958, cuando pidió al general Francisco H. Tabernilla Palmero,
«Silito», jefe de la división de infantería Alejandro Rodríguez,
destacada en la Ciudad Militar de Columbia —el pollo del arroz con pollo
del Ejército cubano— y al mismo tiempo su secretario militar, que
averiguase con su hermano Carlos, jefe de la Fuerza Aérea, cuántos
puestos habría disponibles en los aviones «en caso de que tengamos que
irnos». Tres aviones con 108 asientos, respondió el coronel Carlos
Tabernilla y Batista le ordenó entonces a Carlos que a partir de ese
momento tuviera los aviones y sus tripulaciones preparados durante las
24 horas del día. Enseguida dictó a «Silito» los nombres de los que se
irían en cada uno de los aparatos y la cantidad de familiares o
allegados que podrían acompañarlos. El ayudante apuntó los nombres en
pequeñas hojitas de papel violeta —una por avión— y luego mecanografió
la lista. Batista le pidió que no archivara el documento, sino que lo
mantuviera en sus bolsillos y, sobre todo, que no comentara el asunto
con nadie. En atención a esa orden, dice el general «Silito» en sus
memorias, no reveló lo que se tramaba ni siquiera a su padre, el mayor
general Francisco Tabernilla, jefe del Estado Mayor Conjunto de las
Fuerzas Armadas.
El 31 de diciembre, a las cinco de la tarde, uno de los empleados del
Club de Oficiales de Columbia avisó a «Silito» que lo llamaban por
teléfono. Batista en persona, algo inusual, le hablaba desde Kuquine, su
finca de recreo en El Guatao. Preguntaba si el general Cantillo había
regresado ya de Santiago de Cuba. Encargó a «Silito» que lo contactara
no más volviera y le dijera que quería verlo en la finca a las 8:30 de
esa noche. «Silito» y Cantillo conversaron sobre las seis de la tarde.
No, Cantillo no podría encontrarse con el Presidente a la hora indicada,
pues era su aniversario de bodas y lo celebraría con una comida
familiar. Avisado, Batista cambió la hora; lo recibiría a las 10:30 en
el lugar señalado. «Silito», en cambio, debía presentarse de inmediato
en Kuquine. Allí estaban ya Gonzalo Güell, ministro de Estado
(Relaciones Exteriores), y Andrés Domingo, secretario de la Presidencia y
cúmbila y testaferro del dictador. Recibió el ayudante la orden de
informar a los incluidos en la lista del 22 que, con el propósito de
esperar el año, deberían hacerse presentes sobre las 11 de la noche en
la casa presidencial de la Ciudad Militar. Los edecanes militares de
guardia ayudarían en las llamadas a «Silito», que se comunicaría además
con su hermano Carlos para decirle que esa noche era la de la partida.
Un inconveniente fue solucionado a tiempo. El jefe de la Fuerza Aérea
había dado permiso a los pilotos para que esperasen el Año Nuevo con sus
familias.
Cantillo llegó tarde a la cita. Conversó en privado con Batista
durante 15 minutos. Al finalizar la reunión, el dictador pidió a
«Silito» que traspasara a Cantillo la jefatura de la división de
infantería e impusiera del cambio de mando a todas las unidades
destacadas en Columbia. Pidió a ambos que lo esperasen en la casa
presidencial, y advirtió a Cantillo que no pusiera en libertad al
coronel Ramón Barquín y sus compañeros presos, por conspiradores, desde
1956.
La mejor actuación
Lo que sigue es confuso y ha sido contado de diferentes maneras según
el papel que le tocara desempeñar al testimoniante. Papo Batista, el
hijo mayor del dictador, decía que no cabía hablar de fuga para aludir a
los sucesos de la madrugada del 1ro. de enero de 1959, sino de una
salida ordenada, garantizada en todo momento por el general Cantillo. De
opinión similar era el general Roberto Fernández Miranda, jefe del
Departamento Militar de la Cabaña y cuñadísimo de Batista. Dice
Fernández Miranda en sus memorias que no pensaba acudir esa noche a la
casa presidencial, pero que su cuñado se lo pidió, y que para indicarle
que todo estaba en orden le dijo que «Ramirito se encontraba bien…»;
contraseña que utilizaban entre sí para indicar que no había motivos de
alarma. El recuerdo discordante lo ofrece Anselmo Alliegro, hasta ese
momento presidente del Senado. Llamado por Batista, entró al despacho
presidencial y vio al dictador sudado y nervioso. Frente a él, todo el
generalato. Exclamó al verlo: «Qué le parece, Alliegro… Estos señores me
han dado un golpe de Estado». No nos llamemos a engaño, sin embargo.
Gran simulador, Batista estaba escenificando la que tal vez fue la mejor
actuación de su vida.
El dictador llegó a Columbia poco antes de las 12. Ya en la casa
presidencial pidió a su hijo Jorge, de 16 años de edad, que despertara a
sus hermanos y se preparasen para un viaje al exterior. Enseguida
saludó a las señoras que conversaban con la Primera Dama e hizo apartes
con algunos de los invitados. A las 12, con una copa de champán en
alto, felicitó a los presentes. El ambiente no estaba para fiesta y
muchos, con pretexto o sin él, se retiraron. El coronel Irenaldo García
Báez, segundo jefe del Servicio de Inteligencia Militar (SIM) y fiel del
todo a Batista, se acercó a saludarlo. Lo notó un tanto extraño.
«“Silito” —le dijo Batista— tiene órdenes para ti. Cúmplelas al pie de
la letra».
Expedientes «K»
Irenaldo no daba crédito a lo que oía. Batista se iría esa misma
noche y Cantillo asumiría el mando. Tuvo que tomar asiento para
reponerse. Debía destruir todo el archivo que contenía lo referente a
los expedientes «K», personas que de manera encubierta trabajaban para
la Policía, infiltrados en las organizaciones revolucionarias. Cuando se
repuso de la noticia de la huida, volvió al salón de fiestas para
conversar otra vez con Batista y convencerlo quizá de que cambiase de
propósito. No pudo hablarle. Fue a su casa y se vistió de completo
uniforme. Se trasladó a la sede del SIM y quemó los papeles.
Batista mientras tanto conversaba de manera individual con los jefes
militares. Afirman José Luis Padrón y Luis Adrián Betancourt en su libro
Batista, últimos días en el poder —una de las
investigaciones más completas que existen sobre el tema—, que aunque
algunos jefes militares estaban dispuestos a luchar hasta el final e
incluso a morir, a esa altura la guerra estaba irremisiblemente perdida.
Aun así, si Batista decidía hacer frente a los rebeldes en la capital
contaría con un impresionante dispositivo bélico. Tanques de guerra,
aviones, barcos… Unos 5 000 hombres se concentraban en Columbia, más de
mil en La Cabaña y 1 200 en la base aérea de San Antonio de los Baños,
sin contar 10 000 policías, un servicio secreto enorme y un número
indeterminado de colaboradores a sueldo. «Solo escaseaba, evidentemente,
una motivación para arriesgar la vida», escriben Padrón y Betancourt.
Pasaron los jefes militares al despacho presidencial y el general
Cantillo asumió el papel que le asignaron de antemano. Habló de la grave
situación por la que atravesaba el país y la imposibilidad de
restablecer el orden, por lo que le pedía la renuncia al Presidente en
nombre de los altos jefes militares. En el documento que se redactó al
respecto, Batista consignó que en forma igual o parecida se habían
dirigido a él representantes de la Iglesia, del azúcar y los negocios
nacionales. Firmó Batista el documento con sus iniciales, como era
habitual, firmaron los generales y firmó Alliegro como sustituto
constitucional, porque el vicepresidente había renunciado al resultar
electo alcalde de La Habana en las espurias elecciones del 3 de
noviembre.
Quedaron solos «Silito» y Batista en la oficina presidencial. Pidió
Batista a su ayudante que le enviase a su casa de Daytona Beach, en la
Florida, todo el archivo y los cuadros que adornaban el local. Antes de
salir, Batista tomó los 15 000 dólares que días antes regalara a
«Silito» y que el ayudante guardaba en una de las gavetas de su
escritorio.
«Silito» y los ayudantes del Presidente comunicaron la noticia de la
renuncia a ministros, parlamentarios, dirigentes obreros y políticos
gubernamentales en general. El coronel Orlando Piedra, jefe del Buró de
Investigaciones, informó a altos oficiales de la Policía Nacional y en
una caravana de más de 30 automóviles condujo a muchos de ellos al
aeropuerto militar. Una escuadrilla de tanques, mandada por Cantillo,
protegía el aeródromo, y no eran pocos los oficiales que habían acudido a
despedir a su líder. Escribe Fernández Miranda: «A pesar de todo aún
tenía mando, y la escolta de ceremonias estaba en posición de presenten
armas como si el Presidente saliese de gira». Desde la escalerilla del
avión gritaba Batista las últimas órdenes a Cantillo.
La gestión de Cantillo en Columbia, al frente de un Ejército
totalmente desarticulado, resultó efímera. A las nueve de la noche del
1ro. de enero el coronel Ramón Barquín, recién llegado de Isla de Pinos
donde cumplía prisión por la conspiración del 4 de abril de 1956, le
exigió el mando de las fuerzas armadas. El día 3, el primer teniente
José Ramón Fernández, que había cumplido prisión por los mismos sucesos,
detenía a Cantillo en su residencia de la Ciudad Militar.
Mientras tanto Fidel, desde la ciudad de Palma Soriano y a través de
las ondas de Radio Rebelde, no acataba el cese de las hostilidades,
negaba reconocimiento a la junta de Columbia —tampoco reconocería a
Barquín— y llamaba al pueblo a la huelga general revolucionaria que
impediría que la Revolución se viera frustrada en sus propósitos, y
advertía: «¡Revolución sí; golpe militar no!».
Por Ciro Bianchi Ross
Juventud Rebelde digital
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