jueves, 28 de marzo de 2013

Pedrito Toj, una de las víctimas de Rios Montt

Tener doce años de edad, para Pedro Toj, no es cuestión importante. Llegar a ser un niño más, de los confabulados sin timidez con la imaginación y la inocencia, nunca ha sido un privilegio por allí, tal vez porque la infancia se pierde a fuerza de chocar con las piedras que uno encuentra en el camino de su vida. Desde muy temprano conoció el trabajo duro, junto a sus mayores, para ganar el sustento. No fue tan sólo por cuidar ovejas todo el día, apenas se asomaba el sol, sino porque en su aldea, como en muchos de los caseríos del país, no hay escuela para los niños indígenas, ni parques para jugar, ni sueños para poseer cuando muere la tarde. Las escuelas y los doctores están muy lejos, allá en las ciudades, y tal vez en alguna aldea más importante. Por eso, la única opción para él ha sido trabajar como un hombre y dejar olvidadas, en amarga resignación, las ilusiones y la ficción ilimitada de la niñez.
El mundo de Pedro se ha reducido siempre a eso: a cuidar las pocas ovejas de la familia y a trabajar muy duro, tratando de hacer crecer también la milpa, allá en Xiquin Sanai, una aldea cakchiquel situada en Comalapa, Chimaltenango. De las ovejas vive su familia y de sembrar maíz de tierra fría, ese de granos morados y prolijos que sirve para hacer tortillas.
 
Sólo los domingos Pedro no trabaja la tierra junto a su padre, ni cuida de las ovejas. Cada domingo acompaña a su familia hasta la iglesia de la aldea, hecha de adobe y pajas como el resto de las edificaciones. Ese día todos se colocan sus atuendos tradicionales que los identifican del resto de las otras etnias del país. Los hombres se visten de negro, con pantalones cortos y camisas bordadas en rojo. Las mujeres, por el contrario, se ponen vistosos huipiles (1) de color verde. Todos, sin distinción, usan caites (2) para los pies. Si acaso hace mucho frío, entonces se ponen un kapishai, un abrigo hecho de lana, blanco como una nube y ribeteado en negro. La pobreza y la marginación han heredado sus propios colores en Guatemala. Allí sucede así, porque hasta la tristeza tiene también, irremediablemente, su propio color.
Luego de la misa, hay mercado en la pequeña plaza de la aldea. De los alrededores viene la gente vendiendo sus productos. Allí se oferta todo: frijoles, guineos, frutas, canastos; hasta mucha comida se vende allí cada domingo. De la ciudad también viene gente a ofrecer cosas de plástico, machetes, azadones y cortes de tela. Por ello, para Pedro, cada domingo es significativo. Puede pasar un buen rato escuchando a algunos músicos locales y comiendo lo mismo tamales de chipilín, (3) tostadas, carnitas o atole de elote. Algunos mayores comen y toman guaro. Entre alcohol y risas se les pasan las horas. Así es cada domingo, como un descanso, como un respiro y, por qué no, como una forma de transportarse a una breve mueca de la felicidad.
Por las noches, para espantar el frío, se sentaba Pedro con su abuelo, y el resto de la familia, alrededor de una fogata. Allí conoció el niño muchas historias sobre sus antepasados, cuando los hombres hablaban con los animales y la vida era mejor para las gentes de por allí. Por el viejo conoció también que hubo dioses buenos y diestros en ayudar a la gente ofreciéndoles la lluvia y el pasto verde; dioses capaces de levantar la milpa como un gigante sobre la tierra, toda ella invadida de promisorios granos dorados. Había dioses malos también, murmuraba su abuelo, pero nunca esos dioses fueron tan malos como algunos hombres acostumbrados a matar a los demás. Esos dioses causaban tormentas, cataclismos y otras desgracias, es cierto, pero muchas veces se contentaban con asustar y exigir respeto de los humanos. Si mataban a alguien, lo hacían desde lejos. Los hombres malos, sin embargo, no son así. Esos llegan a las aldeas y matan cara a cara, despiadadamente. Lo hacen sólo por placer, como si al hacerlo se reencontraran con la bestia que llevan dentro de sí.
Después, cuando el cansancio se apoderaba de todos y el humo de la leña quemándose les enrojecía los ojos, se iban a dormir dentro de la casa de adobe, iluminada débilmente por alguna astilla de ocote(4) a la que el fuego devoraba con deleite. El frío, entonces, se les metía sin piedad por la carne, cual si fuera un cuchillo, y los hacía temblar hasta el amanecer. Así pasaban toda la noche, acostados sobre tapescos hechos de palo y petates de mimbre, protegidos por chamarras de lana hechas por ellos, intentando vanamente, la mayoría de las veces, evadirse de las bajas temperaturas del altiplano.
Pedro tenía un solo amigo, un perro pulgoso que encontró perdido en el monte y cargando un hambre de varios días debajo de la piel. El niño le dio de comer y le puso un nombre. De esta forma lo convirtió en su compañero de todas las horas del día y de la noche. En pago por este afecto, y tal vez por huir de su propia soledad, siempre estaba Lucho junto a él, compartiendo solidariamente sus anhelos y correrías. A veces se sentaba Pedro a hablar con el animal y a contarle sus sueños de niño. En otras ocasiones, su confesor corría a su lado persiguiendo a algún objeto imaginario al que nunca podrían atrapar. Así era de simple su vida, así de simple como los cosas en Comalapa.
A cada rato Pedro se acostaba en la hierba verde para mirar el cielo, para observar también aquellas nubes que parecían estar hechas de lana y leche. El y Lucho, los dos solos, pasaban largo tiempo contemplando aquellas enormes figuras blancas colgando en lo alto, adivinando en ellas alguna forma conocida. Las nubes, para complacerlos, les sugerían la forma de una gallina, de un caballo, de alguna oveja conocida o de alguna cosa común en sus vidas.
‘¡Ésta se parece a vos, Lucho!’gritaba con alegría, mientras su fiel amigo ladraba y movía su delgada cola hacia cualquier lado.
Para el niño la respuesta era simple: Dios había puesto a las nubes allá arriba para recordarle a los hombres que se debía ser bueno con las ovejas y con todos los animales. Había que tratarlos bien, pues de ellos obtenemos lo necesario para vivir: rica carne y lana para vestirnos.
De esta forma transcurría su vida, pletórica de cosas cotidianas y sin sorpresas trascendentes. Así se mantuvo todo hasta que una vez vio pasar a unos hombres y mujeres uniformados de verde olivo. Iban caminando rápido, como tratando de no ser notados por cualquier poblador de la zona. Así de apresurados andaban, semejando sombras corriendo por la espesura. Llevaban armas y mochilas; también harto cansancio llevaban, y Pedro entonces no tuvo duda: eran guerrilleros, de esos que andan luchando contra el ejército en las montañas. El niño quiso esconderse, pero no tuvo tiempo para hacerlo. Una guerrillera muy joven le hizo señas con la mano y lo conminó a acercarse. Al principio, el niño tuvo mucho miedo y temió lo peor. Pensó, muy dentro de sí, que esa gente lo mataría. Sin embargo, cuando observó a la joven ofrecerle una sonrisa, se le fue quitando el temor y se sintió más calmado.
- ¿Cómo te llamas, patojo? – le preguntó la muchacha mientras le regalaba otra sonrisa y un poco de dulce de mazapán.
- Me llamo Pedro, señora – le respondió respetuoso.
- ¿Cuántos años tenés, vos Pedro?
- Doce, señora. Sólo doce tengo.
- ¿Has visto soldados por aquí o a gente de las PAC?
- A nadie he visto por aquí. Sólo a mis ovejas y a Lucho he visto por aquí – dijo Pedro más tranquilo.
- ¿Quién es ese Lucho? – inquirió la guerrillera, adoptando cierto aire de suspicacia.
- Es mi perro, señora.
Ante la inusitada respuesta del niño, la joven no pudo reprimir una carcajada. Ésta fue imitada espontáneamente por los demás, quienes se fueron sentando sobre la hierba húmeda y acolchada. Pedro se quedó callado, sin comprender qué divertía a esos señores, pero sospechándose fruto de sus guasas. Cuando los guerrilleros vieron la sorpresa en su cara, algunos lo invitaron sentarse. Bajo la sombra de un árbol comieron y descansaron un rato. La joven, asumiendo un aire maternal que le nacía muy adentro, se dirigió entonces al niño, con amabilidad:
- Me llamo Amanda y estamos de pasada por aquí. ¿Vos sabés quiénes somos?
- Militares no son de seguro. Ustedes visten distinto y son amables. Los soldados siempre andan con mala cara por ahí, amenazando a los pobladores. La gente les tiene miedo porque llegan de repente a matar y a robar las cosas en las comunidades. Así de malos son esos hombres.
- Es cierto, patojo, somos guerrilleros del EGP, del frente “Augusto César Sandino”. Estamos luchando para acabar con la vida de perros a que está condenada nuestra gente. Luchamos para tener la tierra para nosotros, los pobres, los encargados de trabajarla durante tanto tiempo.
- Mi papá dice que ustedes luchan por nosotros, pero lo dice siempre en voz baja y cuando está seguro de que no hay “orejas” (5) en la aldea. Él no quiere hablar de eso, pues vienen los de las PAC y ahí mismo lo matan a uno. Todos tenemos miedo del ejército, mucho miedo. Por eso mi tata no dice su manera de pensar sobre ellos. Se calla para poder vivir, aunque le duela su corazón.
- No tengas cuidado, pues todo eso acabará alguna vez – dijo ella muy segura, como si estuviera convencida de eso. Luego continuó: – Van a llegar mejores tiempos para la gente, pero hay que luchar mucho para lograrlo.
Un rato después se fueron los guerrilleros de la misma forma silenciosa como habían llegado. Amanda le solicitó a Pedro no decir que los había visto pasar por allí, y el niño prometió guardar el secreto. Sólo a su papá le diría, a nadie más.
Esa noche le comentó a su progenitor sobre su encuentro con los guerrilleros. Lo hizo cuando los demás estaban durmiendo dentro de la casa, cuando nadie más podría oír su secreto, ni siquiera el tecolote (6) que se para todas las noches allá afuera, sobre la rama de los árboles. Tan sólo la noche oscura y unas brillantes estrellas los vieron conversar en silencio afuera de la choza. Por supuesto, nadie más supo de lo que hablaron. A pesar de su corta edad, Pedro sabía ya una verdad: un verdadero secreto es sólo aquel compartido con uno mismo o sólo con alguien más. Palabras entre tres, pensó, ya no son un secreto.
- Mire, mijo, no le diga a nadie sobre su encuentro con ellos. Sobre esas cosas es mejor estar callado. Hay mucha gente mala por aquí y por ganarse unos centavos son capaces de fregar hasta a su propia madre.
- No se preocupe, tata, yo no hablaré sobre la Amanda y los demás. A nadie diré que los vi por aquí.
Su padre lo miró de repente y el niño le vio en los ojos un brillo inexplicable. Algo en ellos navegaba empujado por el reflejo de la luna. Entonces su progenitor se sacó muy de adentro la curiosidad:
- ¿Y eran muchos? … Le pregunto sólo por metiche que soy.
- Como treinta eran, tata. Con ellos estaba la Amanda, que dis que ellos luchan por nosotros, para cambiarlo todo.
- Eso es cierto, mijo. Eso es cierto… Ahora usted debe irse a dormir y tenga la boca cerrada. ¿Me entiende? Mañana hay que trabajar mucho.
- Está bien, tata.
A partir de ese día, Pedro se iba siempre al mismo lado para ver si volvía a encontrarse con la Amanda y a sus compañeros. Cada vez que Lucho se ponía a ladrar, el niño especulaba sobre el regreso de sus amigos. Sin darse cuenta, como sucede con los buenos sentimientos, le iba naciendo un gran afecto por aquella gente de conversar suave y bonito; aquella gente de mirada limpia y sin odio, que parece hablar con el corazón. Sin embargo, no volvió a encontrarse con ellos.
Un domingo, como los tantos que suceden allí, Pedro llevó a las ovejas a pastar. Era allá por 1982, cuando el ejército había empezado su política de tierra arrasada. Era un domingo de ese año cuando su padre había enfermado de repente y sólo él y su abuelo mantenían la casa a duras penas. Toda la mañana se la pasó Pedro junto a Lucho cuidando de las ovejas. Cuando el hambre ya le hacía cosquillas en el estómago, emprendió el regreso hacia el caserío, pensando en comerse varios tamales de chipilín que tanto le gustaban. Estaba deseoso por llegar a la aldea y juntarse entre la gente en el mercado, averiguar qué estaban vendiendo y escuchar a los músicos de siempre, sorpresas permanentes de cada feriado.
No bien se acercó a la aldea, escuchó unas detonaciones muy parecidas a los truenos anunciadores de una tormenta. Su corazón de niño se quiso salir del susto. Corrió hacia el caserío, desesperado. Las piernas le temblaban y un sabor amargo se le metió en la boca. Pasado un rato pudo ver bien lo que ocurría. Toda la gente estaba tirada en la plaza, llena de sangre. Tuvo aún tiempo para ver cómo dos de las PAC violaban a una muchacha no mayor de los catorce años. La tenían tirada en el suelo y allí le hacían de todo. Luego, cuando se cansaron de abusar de ella, le cortaron la cabeza con un machete.
 
Varios soldados jalaban a los muertos hacia el frente de la iglesia. Allí los estaban quemando a todos. El olor a carne quemada se le metió en la nariz provocándole náuseas. Pudo ver con sus ojos cómo la muerte no distinguía a los hombres de las mujeres y los niños. A todos los pudo ver bien muertos, destrozados, cortados en pedazos. Luego los fueron llevando hasta el pozo de la aldea. A los que aún respiraban, les pegaban con un palo en la cabeza y los tiraban adentro del negro agujero. Así los fueron matando hasta que no quedó alguien vivo.
Ante este cuadro aterrador, temió por los suyos. Trató de acercarse hasta su casa para saber de ellos. Desde la milpa cercana pudo ver el cuerpo de su progenitor tirado frente a la casa. Le faltaba la cabeza a su padre. Sus dos hermanos pequeños estaban abandonados, sin vida, bajo el árbol de jocotes en donde siempre jugaban por las tardes. Al Juanito le faltaba un brazo, el mero brazo derecho se lo habían cortado. Ni a su abuelo, ni a su madre, pudo distinguir en el dantesco cuadro que aparecía ante sus ojos. Sin embargo, supuso cuál habría sido su destino. Entonces el niño comprendió la necesidad de marcharse de allí, de esa aldea en la que no habría ya casas, ni familias, ni domingos de fiestas. No esperó más y, con un agudo dolor partiéndole el pecho, salió corriendo entre la milpa para escapar de tanta muerte. Mientras corría fue encontrando más cadáveres. Casi chocó con el cuerpo de la Josefina, su prima. Como estaba embarazada, la abrieron toda y le sacaron al niño. Allí estaba tirada la criatura, a su lado, toda llena de sangre como su mamá. No tuvo la menor duda de que los persiguieron, hasta afuera de la aldea, para matarlos.
Así de malos fueron los de las PAC ese domingo, así de malos como todos los días. No les importó el enfermo ni el niño, ni las mujeres tampoco les importaron. Machete puro con ellos hasta hacerlos pedazos, hasta destruirlos para siempre. Cuando acabaron de matar, se fueron bien borrachos. Envenenados de sangre y alcohol. Y, al marcharse, se llevaron las cosas de valor. Los animales, herramientas y la poca comida que encontraron, se las llevaron de allí. Entonces todo se quedó solo, muerto como la propia gente. Sólo un sabor a sangre en la tierra y una tristeza grande en las casas quemadas y sin gente, fue lo quedó de su Xiquín Sanay.
El niño estuvo corriendo sin saber adónde dirigirse. Todo el día escondiéndose y encontrando gente muerta. Todo el día sin poder detenerse para llorar su dolor y tanta ausencia recibida de golpe. Supo que la existencia ya no sería igual para él. Estaba solo en la vida, igual a como encontró a Lucho un tiempo antes y lo convirtiera en su único amigo. La desesperación y la incertidumbre guiaron sus pasos esa tarde, sumiéndolo en un doloroso deambular sin destino y sin bitácora.
Cuando el sol estaba muriendo como la gente de su aldea, Pedro regresó con mucho cuidado. Todo estaba tranquilo. Sólo a Lucho encontró caminando triste por la aldea, vagando desesperado como él.
Comprobó que todas las casas fueron quemadas, la iglesia también fue quemada y pudo encontrar algunos cadáveres calcinados entre los restos humeantes. Ya no había vida allí, ni risas, ni palabras. Sólo una sombra quedó de su aldea querida, sólo una mueca dolorosa quedó de ella, clavada muy adentro de su memoria y de su corazón de niño.
Se dirigió entonces a su casa. Luego de varios intentos, pudo reunir los cadáveres de sus seres queridos y enterrarlos debajo de un enorme jocotero. No podía ni llorar del dolor, ni tampoco lo intentó. Una tristeza grande se le metió en la sangre y se le hizo silencio en las venas. No hizo falta alguien para explicarle que aquel ya no era su lugar. Él lo supo por sí solo, sin que la luna enorme y plateada conversara con él; Xiquín Sanay, la aldea vacía y sin vida a partir de ahora, nunca más volvería a ser su hogar. Por eso se marchó acompañado por la oscuridad y Lucho se fue con él; detrás de él se fue su amigo, lo único que le quedaba del pasado.
No sabe Pedro cuántas leguas caminó sin detenerse. Fueron largas noches y días de andar y andar por el monte con su tristeza a cuestas, llevando su dolor hacia la Sierra de Chamá. Así las fuerzas le abandonaron debajo de unos pinares y se sumió en un profundo letargo. Su pequeño cuerpo, sucio y lleno de sangre, se quedó olvidado en las estribaciones de la montaña. Ni él ni Lucho podían ya con el dolor y el cansancio y se rindieron a él con impotencia. Toda la tarde y toda la noche las pasaron los dos durmiendo. Toda la noche entera, hasta sentir que lo sacudían. Pedro se levantó dando un grito, preocupado, pensando que los de la PAC los habían descubierto. Allí mismo se creyó muerto, acabado para siempre. Su corazón como se le paró de un golpe.
Cuando el miedo ya devoraba las carnes del niño, cerca de las tres de la madrugada, apareció entre las sombras una figura fantasmagórica. No quiso verla. El corazón le tembló con terror y sus ojos se llenaron de lágrimas. Creía que la muerte venía a buscarlo para llevárselo lejos de allí, a un lugar de esos en donde uno ya no aparece jamás. Entonces cerró los ojos aún más, como buscando en las sombras de uno mismo un poco de sosiego y de calma. No sabía realmente si esa monstruosa figura era parte de la realidad de la que huía o parte de una pesadilla a la que entraba, indefenso, a causa del agotamiento y la soledad, del sueño y la evasión.
Un enorme quetzal se paró sobre unas piedras humedecidas por el rocío, mostrando, orondo, su color verde plateado bajo la luz de la luna. Había en el rostro del pájaro una mueca de dolor traído desde siempre, desde allá donde los hombres no recuerdan que una vez existieron felices, sin otra gloria que vivir libres y sin penas. Del pico del animal salió una voz temblorosa y lejana.
- ¿Acaso lloras por tu libertad, muchacho?
No hubo respuesta por parte del niño. Sólo nuevas lágrimas buscaron su cauce en las mejillas sucias, heridas por el abandono y el dolor. Entonces, como temiendo un castigo divino, cerró los ojos nuevamente con desesperación, sin atreverse a abrirlos.
- No temas, – volvió a decir la voz, pero ahora más cálida y cercana – entiendo lo que sufres en estos momentos. A mí también me ha dolido perder a la gente que quiero.
- ¿Quién eres tú? ¿Acaso un fantasma que viene a llevarme? – preguntó aún atemorizado.
- No vengo a hacerte daño. Los quetzales no hacemos daño a nadie.
- ¿Qué quieres, entonces?
- Me preocupó verte llorar de esa manera y que estuvieras tan solo en la noche.
- ¿Y por qué tú también andas triste en la noche, si no eres un fantasma? – preguntó el niño con un poco más de confianza, y comenzando a mostrar la permanente curiosidad infantil.
- Mi historia es mucho más larga que la tuya. Tú estás aquí, abandonado, desde hace poco tiempo. Yo, sin embargo, llevo muchos siglos buscando mi libertad.
- ¿Pero no dicen que los quetzales se mueren si no son libres? ¿Cómo es posible que tú lleves tanto tiempo buscando la tuya?
- No soy un simple quetzal, muchacho. Nuestros indígenas pensaban que cada hombre tenía un nahual de compañía, es decir, su vida estaba unida a la de un animal. Si el animal o el hombre morían, su nahual o él morían también sin poder evitarse. Una vez me convertí en el nahual de un hombre especial. Me vi unido a él por esa fuerza poderosa que unía nuestras vidas y nos hacía inseparables. Se llamaba Tecum Umán y era jefe de los quichés. ¿Has oído hablar de él?
- Sí, de él me conversaron mis abuelos.
- ¿Y qué te han dicho sobre este hombre?
- Me dijeron que murió pelando contra los españoles y fue un héroe de nuestra gente. ¿No es cierto?
- Es así como te lo dijeron. Él murió combatiendo contra las tropas de don Pedro de Alvarado. Esa tarde que sucedieron las cosas, yo estaba cerca de allí. Una lanza manejada por don Pedro le atravesó el pecho y lo mató.
- ¿Entonces, si eras su nahual, por qué no moriste con él?
- No sé, muchacho. Realmente no lo sé. Cuando él murió, sentí que yo también moría y caí sobre su pecho ensangrentado. Desde ese día también mi pecho parece como inundado de una sangre roja. Después volé hacia los bosques invadido de mucha tristeza y busqué los lugares más despoblados y lejanos para esconderme. Así he vivido todo este tiempo. Tal vez sea porque Tecum Umán no se murió del todo ese día y vive todavía buscando la libertad. Mientras tanto, ando triste y solo por todos los lugares posibles. ¿Te das cuenta por qué nos encontramos esta noche tan lejos de la gente?
- Sí, ahora lo comprendo. Le dio tristeza el verme abandonado y solo. ¿No es cierto?
- Así fue, muchacho… Algún día él y yo nos volveremos a juntar. Tal vez sea cuando logremos ver libres a nuestras gentes y no ocurran las cosas que pasaron en tu aldea.
- ¿ Y yo, no tendré también un nahual alguna vez?
- Sí, tú tendrás también tu nahual. La vida los hará juntarse a los dos cuando menos te lo imagines.
- Yo ya tengo a Lucho conmigo. A lo mejor él es mi nahual. y todavía no lo había averiguado.
- Es posible, patojo, pero eso lo sabrás más adelante.
Entonces el niño lo miró detenidamente, sin esconder en sus ojos una oleada de ternura y solidaridad. De su garganta, sin evitarlo, escaparon las palabras:
- ¿Podré, acaso, tenerlo a usted como nahual?
- ¿Por qué no, hijo? Siempre que luches por la libertad de tus gentes, andaré contigo. ¡No lo olvides! – terminó por decirle mientras emprendía el vuelo hacia el bosque, dejando al niño lleno de desasosiego, pero aferrado a una naciente esperanza.
Un rato después, cuando logró despabilarse totalmente bajo la muda presencia de un cielo inundado de estrellas, se encontró con la mirada inquisitiva de un joven indígena vestido de verde, igual que Amanda y sus amigos guerrilleros. Entonces sintió mucha calma en su corazón y una sensación de tranquilidad le invadió el pecho.
- ¿Qué hacés por aquí, patojo? – le preguntó el joven guerrillero, embargado de curiosidad.
- Soy de Xiquin Sanai – murmuró entre sollozos -, los del ejército asesinaron a todos por allá … Yo me pude escapar de allí… Sólo Lucho y yo nos salvamos.
No le hizo falta decir más palabras. Estaban de sobra para que su interlocutor supiera lo sucedido en su aldea. Muchas veces el joven guerrillero había visto las secuelas de los ataques militares a las comunidades indígenas. Su propia familia había pasado por eso, toda la gente de su propia aldea también había muerto masacrada. Entonces, desde lo más íntimo de su corazón, le nació una gran solidaridad hacia el niño, tal vez porque se vio retratado a sí mismo, como ocurrió aquella vez, solo y desamparado, luego de la incursión del ejército por su aldea en San Martín Jilotepequez.
- ¿Y no tenés familia? – preguntó, sin ocultar la tristeza en la voz.
- Ya no tengo a nadie para vivir. Ni casa ni familia tengo ya, por eso mi corazón está triste – se lamentó el niño, dejando escapar un largo suspiro en el que se iba, irremediablemente todo su dolor.
- ¿Y por qué te subiste a la montaña? – le preguntó el guerrillero, apenado, adivinando la respuesta con anticipación.
- Estoy buscando a la Amanda. Yo platiqué una vez con ella y me dijo que ustedes luchan contra el ejército. Yo quiero unirme a ustedes para luchar contra ellos.
- ¿Pero no ves que vos sos muy patojo para pelear?
- No somos tan patojos cuando nos matan los del ejército. Ya puedo luchar para vengar a mi gente. Los del ejército me mataron lo patojo que era yo. Ahora ya me siento un hombre viejo – dijo con seguridad.
Luego se fueron caminando, acompañados por Lucho, hasta el campamento. Pedro iba muy callado, adolorido, mordido por la pena. Sabía que si encontraba a la Amanda, a aquella muchacha de ojos tiernos y voz suave como la de un arroyo, ella le dejaría quedarse con los compas. Allí hallaría familia, allí podría estar con su gente para no sentirse tan solo como estaba. Así pensaba Pedro cuando un sol tímido aparecía detrás de las montañas y el suave olor de las flores le invadía, como una premonición.
Un rato después llegaron los tres al campamento guerrillero. Varias personas salieron, curiosas, a su encuentro. Una sola mirada fue suficiente para que adivinaran lo sucedido. En el rostro del niño vieron su propio dolor y el mismo con el que llegaron, alguna vez, hasta allá para incorporarse, con el corazón roto y la sangre pidiendo venganza. Muchos lo habían hecho como él lo estaba haciendo ahora. Todos lo sabían.
Apenas lo vio, la Amanda corrió hasta él y lo abrazó, como suele hacerlo una hermana mayor. Sólo entonces Pedro pudo llorar por sus doce años desgajados para siempre; sólo ahora podía llorar por su niñez rota y destruida. Sólo en el pecho amigo pudo llorar su desgracia y la de toda su aldea.
- Mirá, vos Amanda, yo quiero quedarme con ustedes – pudo decir entre sollozos cuando logró calmarse un poco.
- Pierde cuidado, patojo, yo hablaré con el jefe de la compañía para que te deje quedarte. ¡Ahora sécate esas lágrimas, pues no me gusta verte triste!
Un rato después, Amanda lo llevó ante Gil y Facundo. El primero era el jefe de la compañía. Indígena ixil, oriundo de Chimaltenango, usaba anteojos y lo distinguía un fino bigote sobre la boca.. Facundo, por su parte, era ladino (7), alto y de complexión fuerte. Usaba una barba que contrastaba con su pelo castaño. Era el político de ese grupo. Ambos tenían alrededor de los treinta años de edad.
El primero en dirigirle la palabra fue Facundo:
- La Amanda nos contó lo que le pasó a la gente de tu aldea. Realmente esos asesinos no tienen alma – dijo con pesar. Luego continuó: – . Quiero que sepas que tu padre fue un activo colaborador nuestro. Gracias a él, y a otros de la aldea, pudimos conocer los movimientos de las tropas por aquí. Ellos nos ayudaron mucho con comida en los momentos difíciles. Varias veces yo hablé con tu padre y lo estimaba mucho. Fue un hombre bueno y debes estar orgulloso de él. ¿Tú sabías que él tenía tratos con nosotros?
- No – dijo el niño – , no lo sabía. Él era muy callado para sus cosas.
- Ya he platicado con Gil, nuestro jefe – continuó Facundo – , y hemos decidido que te quedes con nosotros. Luego te buscaremos algo qué hacer.
- Yo puedo pelear, señor. Si ustedes me dan un arma, yo lucho contra esos soldados.
- Tendrás la oportunidad de luchar con un arma, pero primero debes aprender otras cosas más importantes – expresó mientras le pasaba la mano por los sucios y desordenados cabellos. Y esgrimiendo una acogedora sonrisa, continuó: – ¿Tú sabes, acaso, leer y escribir?
- No, señor – respondió Pedro con cansancio.
- ¿Te das cuenta? – le dijo, mientras le apuntaba con un dedo en señal de reproche – .Hay cosas más importantes que pensar en matar. Una de ellas es saber leer y escribir. Yo mismo te iré enseñando de cuando en cuando. De nada sirve disparar si no se sabe por qué uno lo hace. Otro problema es tu perro. Nosotros no los aceptamos porque es muy peligroso tenerlos aquí. De repente se ponen a ladrar y puede denunciar nuestra posición. Tendrás que deshacerte de Lucho.
Las palabras de Facundo sacudieron el corazón al niño. Lucho era lo único que le quedaba como recuerdo de su aldea y no quería separarse de él. Sobre sus ojos apareció una negra nube de desasosiego.
- Pero Lucho no ladrará, señor – dijo en tono de súplica. Y mirando fijamente a su interlocutor, agregó: – Él será un buen guerrillero como yo. Se lo prometo. Él es lo único que me queda y estaré muy triste sin él.
- Bueno, le daremos una oportunidad también a Lucho, pero debes tener claro que a la primera que haga, se va del campamento. ¿De acuerdo?
- Está bien, señor – dijo Pedro sin poder esconder su alegría. De pronto su rostro se le iluminó con una sonrisa, pero era una sonrisa triste, como esas que le salen a uno desde lo más hondo del dolor.
- Puedes irte ahora. Es importante que te bañes y te comas algo. Amanda se encargará de ti – le ordenó Facundo.
Transcurrido un tiempo, luego de bañarse en un arroyo cercano, de los que bajan juguetones por la montaña, y de comer un poco de tortillas y frijoles, Pedro se sentó bajo un gran árbol y le dijo a Lucho como advirtiéndole:
- Mirá, vos Lucho, ya oíste lo que nos dijo el Facundo. Te van a dejar aquí por pura prueba. Yo sé que vos querés ser un buen guerrillero. Por eso no podés estar ladrando por ahí. Vos tenés que estar siempre bien callado. ¿Entendés?
El perro lo miró con aire de culpa, suponiéndose regañado, y sólo atinó a bajar la cabeza con vergüenza.
El niño confiaba en él. No tenía la menor duda sobre eso. Lucho había visto la muerte de cerca y ello lo había golpeado. Hasta los perros sienten, pensó muy adentro de su alma. Por eso Lucho se portará bien. No hay duda alguna, se dijo como si estuviera seguro de su amigo.
Un rato después se paseaba con Lucho por el campamento. Cerca de treinta guerrilleros se dedicaban a diversas tareas. Todos estaban vestidos de verde olivo y usando botas de hule. Cada uno tenía un arma cerca de sí, de la que no se apartaba para nada. Había M – 16, Galils y G – 3. Uno para cada uno. Así fue conociendo a todos. Muchos eran indígenas como él y le ofrecían la misma mirada solidaria de la Amanda, aunque en sus ojos podía descubrirse la misma tristeza milenaria de siempre.
Los días fueron transcurriendo y Pedro se sintió como en familia. Unas veces se sentaba a platicar con la Amanda y con la Diana. Otras veces se iba de recorrido con alguno de los pelotones que dirigían Randy, Paco y Soto. Y con este Soto pasaba la mayor parte del día, atado a un naciente sentimiento de simpatía. A pesar de ser bien tímido y hablar poco, Pedro lo buscaba con frecuencia. Era bien alto el Soto y parecía gracioso con ese chivo que sobresalía en su mentón. Le gustaba platicar con él sobre cómo era la vida de su aldea, sobre aquellos domingos de fiesta y sobre su predilección por los tamales de chipilín. Los recuerdos le venían al alma cuando platicaba con el Soto, doliéndole, pero cada vez más resignado a dejarlos atrás. El tiempo mata la pena, le decía su abuelo, y él tenía claro que la suya debía desaparecer un día.
Con Facundo se sentaba también a cada rato. Le gustaba mucho escucharlo cuando le explicaba por qué luchaban los guerrilleros. Y el niño se embelesaba, sin poder evitarlo, con su hablar bonito; con su forma peculiar de llegarle a uno al mero corazón.
Un día, cuando menos lo esperaba, Facundo le regaló un lápiz y un cuaderno. Su nuevo amigo le enseñó a escribir su nombre por primera vez, y para Pedro fue como descubrir una parte desconocida del mundo; entonces, sin poder evitarlo, lo disfrutó con una amplia sonrisa. También aprendió a escribir las tres letras de los guerrilleros: EGP. Por Facundo supo que querían decir Ejército Guerrillero de los Pobres, el ejército de los eternos explotados de su Patria y, ahora, aspirantes a una definitiva libertad.
 
Gracias a Facundo conoció también la vida del hombre cuya imagen identificaba a la bandera de la organización, el Che Guevara. Por él supo que había sido guerrillero, al igual que ellos, y murió peleando por los pobres del mundo. De él hablaba el Facundo con mucho respeto, como se habla de los padres y los dioses. Y pensó el niño, impresionado enormemente, que sería muy lindo ser como el Che; dedicarse uno todo a los pobres y luchar por ellos sin cansarse. En el corazón del niño, pues, surgió la inevitable premonición, incapaz de decirse con palabras y que vive muy quedo en el corazón: él sería así, como Gil y como Facundo, como los compas con los que vivía. Entonces, tal vez, se ganaría el derecho a tener su propio nahuatl y a ser digno de los suyos.
Una tarde lo mandó a buscar Gil para platicarle sobre una tarea, la primera que se le asignaría. El mando de la compañía había decidido usarlo como correo. A partir de ese momento sería el enlace entre el campamento y los cuadros locales de la zona. También llevaría mensajes a otras compañías de la guerrilla y al Frente “Ho Chi Ming”, ubicado en el Quiché, a cinco días de camino por la montaña. La alegría rebozó el corazón del niño: al fin, se dijo, él y Lucho empezarían a ser útiles. Ahora sí podía decirse que los dos eran guerrilleros de verdad. Así lo sintió Pedro Toj muy adentro de su alma y no lo ocultó a los demás cuando comenzó a correr por todo el campamento, preso de frenética alegría. Lucho, sin imaginarse el motivo, corría junto al niño como si fuera su propia sombra.
Su primer tarea consistió en llevar un importante documento hasta el Frente “Ho Chi Ming”, para entregárselo directamente a Sebastián, el jefe del mismo. Gil le insistió que debía ir por la montaña hasta Nebaj, en el Quiché, y buscar el destacamento guerrillero asentado en esa zona. Lo importante, le ordenó su jefe, era tener cuidado de no toparse con el ejército. Luego de hablar largo rato con Amanda y de quedarse dormido en su hamaca, la noche lo envolvió con una profunda oscuridad llena de augurios.
Al día siguiente salió Pedro, bien temprano, acompañado por su inseparable Lucho. Llevaba el importante documento, debidamente enmascarado, dentro de una lata de leche condensada. Este escondrijo evitaba que pudiera ser descubierto por el ejército si lo capturaban. No llevó consigo el niño algo que indicara sus vínculos con los guerrilleros. Sólo las mismas cosas que trajo cuando llegó al campamento. Sólo eso y un poco de tortillas y frijoles parados para vencer el hambre durante la larga caminata.
Los días de camino fueron quedando atrás. Por suerte no se encontró con los militares en el prolongado trayecto. Cuando el niño veía a alguien venir, se ocultaba junto a su perro, agazapados entre la espesura para no ser vistos. Sólo a campesinos vio en las aldeas por donde pasó. Sólo gente como él, en los que no despertaba la menor sospecha. Cuando llegaba la noche, se quedaba a dormir, acurrucado junto a Lucho, bajo el albergue protector de un árbol.
Al fin llegó hasta Nebaj y encontró a la gente del “Ho Chi Ming”. Allí hizo entrega del mensaje, tal como se le había orientado. Apenas descansó una noche, tiempo suficiente para reponer las energías gastadas, y emprendió el camino de retorno hacia la compañía. Como no llevaba algo comprometedor, se atrevió a andar por los caminos, sin ocultarse como antes. Lucho lo seguía con la lengua afuera y soportando estoicamente el cansancio sin ladrar ni quejarse. Para Pedro era muy estimulante saber que había podido cumplir la misión sin contratiempo. Por eso iba alegre por el camino, marcando el paso despreocupadamente. Casi llegando a su destino, se enteró que los militares andaban por allí. Sin pensarlo dos veces, se escabulló hasta donde éstos estaban apostados, con la intención de llevarle a Gil la mayor información posible. Eran casi cerca de cien los uniformados y estaban acantonados en una de las estribaciones de la montaña, como a unas diez leguas de donde había dejado el campamento. Todos iban bien armados y tenían incluso un jeep con ametralladoras.
No esperó más y emprendió la ruta hacia el campamento. Era importante avisar a los compas sobre la presencia del ejército cerca de allí. No habían pasado dos horas de camino cuando se encontró con los guerrilleros que vigilaban uno de los accesos. De inmediato buscó a Gil y a Facundo para informarles acerca de la amenaza potencial que sobre ellos se erguía no muy lejos de allí. Ambos hombres se sorprendieron por la valentía del niño y lo despidieron con sendas sonrisas.
Un rato después todos se movilizaban para emprender la marcha. Había que moverse de allí lo más pronto posible. Cuando los militares llegaran al lugar, si se atrevían a hacerlo, sólo encontrarían un espacio vacío. Todos los de la compañía caminaron cerca de ocho horas y no se sorprendieron al ver caer la noche sobre la montaña. Sólo entonces descansaron y comieron. Cada uno tendió su hamaca y se protegió con un hule de la inusual llovizna que empezó a caer. Para Pedro, cansado por el esfuerzo realizado en esos días, la marcha fue realmente agotadora. Él y Lucho quedaron dormidos como piedras. Amanda los tapó con una chamarra para que pudieran soportar el frío de la noche.
Cuando Pedro se despertó, tenía sobre sí a Lucho, bien apretado a su cuerpo, como parte indivisible de su anatomía. Entonces, cuando no había logrado despabilarse, se sorprendió de encontrarse con las miradas de Gil y de Facundo, ambos parados junto a él.
- ¿Cómo te sientes? – le preguntó el Comisario Político.
- Algo cansado, pero bien – murmuró en voz baja – . Le cumplí lo que me ordenó.
- Lo sé, Pedro, lo sé – respondió el jefe de la compañía – . También queremos agradecerte por avisarnos a tiempo sobre la cercanía del ejército. Gracias a eso no tuvimos problemas.
- ¿Entonces ya soy guerrillero? – preguntó el niño, sin ocultar un vivo entusiasmo.
- Si, ya eres de la tropa – respondió, lacónico, el jefe de la compañía.
- ¿Y … Lucho?
- También él fue muy valiente – dijo Gil, asumiendo un aire solemne – . Se puede quedar con nosotros siempre que se mantenga callado.
- ¿Y me darán un arma para pelear?
- El Alan te dará una pistola, pero sólo cuando estés con nosotros. Si te vas de correo, tenés que andar sin armas. ¿Está claro?
- Está bien – dijo el niño con el corazón inflamado por la alegría.
Así se estuvo Pedro durante varias semanas, unido a la compañía como uno más. Así combatió una vez al ejército en la zona de operaciones, cuando tuvo que bajar con el pelotón de Randy e ir hasta una aldea a reunirse con un grupo de colaboradores del lugar. Ese día se peleó duro contra cerca de cien militares, todos bien armados y entrenados. Por primera vez Pedro experimentó estar en un combate y conoció de cerca el valor de los suyos. Prácticamente, entre una lluvia de balas, fueron derrotando al enemigo. Cuando no les quedó más remedio que retirarse, se marcharon rápidamente del lugar. De todos, Pedro era el más feliz. Ya se sentía verdadero guerrillero y por eso estaba orgulloso. Se sentía como el hombre que estaba pintado en la bandera del EGP, como el Che, y eso lo conmovió en el fondo de su alma. Así de macho era ese Che, se dijo, y así me siento ahora.
Poco tiempo después, lo llamó el Gil para darle otra tarea. Debía visitar una aldea de la zona para contactar a uno de los cuadros locales. La tarea era sencilla: decirle al compañero que debía presentarse en el campamento al día siguiente. Sólo eso.
Bien temprano salió el niño junto a su inseparable Lucho. Fue bajando montaña entre los pinos y los robles por más de tres horas. No bien le quedaba un poco de camino para llegar hasta la aldea, notó que Lucho paraba las orejas y comenzaba a gruñir. No tuvo tiempo de escaparse, de un recodo del camino salieron como seis soldados apuntándole con sus armas. Detrás de ellos venían varios de las PAC.
- ¿Qué hacés vos por aquí? – le preguntó un sargento que comandaba a la tropa.
- Estaba paseando con mi perro, señor – respondió el niño aparentando humildad.
- ¿Y no has visto guerrilleros comunistas por aquí?
- No he visto, señor. A ninguno de ellos he visto por aquí.
- ¿No serás vos uno de ellos? – preguntó receloso; esta vez apuntándole con el Galil, como para asustarlo.
- No, señor – respondió el niño, sin aparentar miedo.
Fue entonces cuando el Lucho no aguantó más y se le tiró al sargento. Éste dio un salto hacia atrás, asustado, mientras uno de los soldados le disparaba al perro. Lucho cayó al suelo sacudiéndose continuamente por los estertores de agonía. Pedro, entonces se abalanzó sobre el soldado, descargando sus puños sobre el pecho de éste mientras lloraba. Un culatazo lo derribó sobre la tierra reseca.
- Este cabrón es un guerrillero – sentenció el sargento – . Hay que llevarlo a los de la inteligencia para que lo interroguen.
Mientras lo trasladaban, casi arrastrándolo y recibiendo frecuentes golpes, escucho el disparo que acababa con la vida de Lucho, su inseparable compañero, su amigo fiel de tantas desgracias y, hasta hace poco, recientes esperanzas. La muerte le había arrancado, de repente, a lo último que le quedaba de Xiquin Sanai. Con Lucho, sin imaginárselo, perdía también la poca niñez que conservaba, intacta, en su corazón.
Un rato después estaba tirado al costado de un camino. Un grupo de soldados se acercó a él, mirándolo con odio en los ojos. No había ya ternura en sus miradas, sólo odio y la secuela inconfundible del alcohol. De ellos recibió varias patadas y culatazos.
Después que se fueron sus agresores y lo dejaron solo, Pedro comprendió el cercano fin de su vida. Bien amarrado estaba para que no se escapara y no tenía la menor posibilidad de escapar de sus aprehensores. Entonces Pedro pensó en lo que vendría. Esos desgraciados harían todo lo posible para hacer de él un delator. Y temió, sin poder evitarlo, ante la perspectiva de no resistir a la tortura. Pensó que a puro golpe tratarían de sacarle la verdad. Entonces vinieron a su mente todos aquellos convertidos en sus camaradas de combate: el Gil, el Facundo y la Amanda. Recordó también a aquel hombre pintado en la bandera del EGP, capaz de morir como un puro macho, y al que debe honrarse cada día ante el enemigo y ante uno mismo. Y le vino también, doloroso e imborrable, todo el recuerdo de Xiquin Sanai. Supo, pues, que no podía traicionar a los suyos y quebrarse. Y tomó la decisión. La de no hablar, la de no delatar a sus compañeros.
Cuando comprobó que el soldado designado para vigilarle dormitaba a pocos metros de él, colocó la lengua entre sus dientes y la fue apretando con éstos. No le importó el dolor, ni que la boca se le fuera inundando de una sangre tibia y pegajosa. Siguió apretándola, hasta sentir que la misma se desprendía de su lugar y caía sobre la tierra. Y no pudo entonces soportar el dolor y se vio sumergido en una oscuridad a la que se abandonó sin fuerzas.
Desmadejado sobre la tierra y con el pecho ensangrentado, como un quetzal malherido, despojado de su nahualt y de la esperanza, quedó Pedro a un costado del camino. Así lo encontró su entretenido carcelero cuando otros soldados fueron a buscarlo para ser interrogado. Así lo vieron todos, lleno de sangre y acurrucado; víctima de las más crueles premoniciones del destino.
A rastras lo condujeron ante el oficial S- 2, quien ya se preparaba para interrogar al “temible” guerrillero. Y cuando éste oficial comprobó que el niño no hablaría, se sintió invadido por una rabia incontrolable.
- ¡Cómo permitieron que esto pasara, hijos de puta! – exclamó delante de sus nerviosos subordinados – . ¿No se dan cuenta que este cabrón ya no nos sirve para nada?
Se acercó entonces a Pedro y le miró fijamente a los ojos, como si quisiera arrebatar de ellos las palabras que no podrían salir de los labios del niño. Sin embargo, sólo odio encontró en ellos. Odio y una gran dignidad.
- ¡Mátenlo! ¡Maten a ese desgraciado! Me le cortan la cabeza, la ponen en un palo y lo dejan allá donde lo encontraron. Así servirá de escarmiento para todos aquellos que le colaboran a los guerrilleros – sentenció iracundo mientras propinaba una patada al indefenso niño.
Y así se hizo. Tal como el teniente Flores lo había ordenado. La cabeza de Pedro quedó ensartada en un palo. Y cerca de él, el cuerpo ensangrentado de Lucho. Así los encontraron después los guerrilleros, sus propios compañeros. Y no se sorprendieron al ver, en los ojos abiertos del niño, un permanente brillo de esperanza. Tampoco se sorprendieron de ver sobrevolando a un enorme quetzal sobre la inerte cabeza. Supieron entonces la verdad sobre lo ocurrido: Pedro Toj, aquel niño de doce años, murió como el hombre retratado en la bandera del EGP, sin hablar, sin decir nada, como mueren los hombres. Así de real fue lo sucedido. Así ocurrió allá en Chimaltenango, donde los dioses mayas andan todavía entre los hombres reclamado su derecho a seguir existiendo y donde, al fin, un niño se ganó el derecho a tener su propio nahualt.
(1) Huipiles: tipo de vestido.
(2) Caite: zapatilla rústica hecha de cuero.
(3) Chipilín: hoja comestible.
(4) Ocote: madera resinosa.
(5) Orejas: delatores.
(6) Tecolote: lechuza.

 Percy Francisco Alvarado Godoy 
Escritor guatemalteco

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