jueves, 31 de octubre de 2013

Entre el dolor y la ternura



"Nos sentamos junto a la fuente y de nuevo recibimos su reconfortante saludo convertido en finas gotas de agua. Allí nos quedamos, tomados de la mano como dos novios que no saben cómo expresarse su amor.

– ¿Has oído sobre el Che Guevara? –, me preguntó de improviso.

–Sí –le respondí–, en la Argentina se habla mucho de él. Para mi padre y sus compañeros, el triunfo de la Revolución Cubana resultó una gran alegría: era la confirmación de que la victoria era posible. Hasta ese momento, soñaban con un mundo mejor que, sin embargo,  parecía inalcanzable. Los cubanos les abrieron los ojos y les ofrecieron una enorme carga de promesas. Recuerdo cómo se reunieron todos en el patio de la casa y hablaron con palabras encendidas de la importancia del triunfo de los rebeldes. Los que tenían un poco más de conocimiento sobre lo ocurrido en Cuba, lo contaban; se hablaba de Fidel y del joven argentino que le acompañaba: el Che. Ese día, los ojos brillaban de forma diferente; por primera vez, la esperanza estaba al alcance de la mano. Recuerdo que cantamos hasta bien entrada la noche. Al día siguiente, bien temprano, varios de nuestros amigos fueron hasta la embajada cubana en Buenos Aires con un mensaje de solidaridad y una carta para el Che.

–Fue muy hermoso lo ocurrido en Cuba –comentó con cierta nostalgia–, me gustaría alguna vez visitar la isla. ¿Será posible?

–Te prometo, Laura, que alguna vez iremos. Todo es posible en la vida. ¿No crees?

–Es cierto  –me respondió, mientras un impulso nacido de algún rinconcito de su alma, la hizo abrazarse a mí.

Y nos quedamos juntos un largo rato, pensando en Cuba. La isla mítica nos llegaba cargada de maravillosas expectativas. Allí habitaba un pueblo alegre y optimista, capaz de orientar su destino. Entre paisajes tropicales que nos parecían paradisíacos, la gente era dueña de sus esperanzas. Eran capaces de enfrentar las más diversas agresiones y salir triunfantes. Habían sido capaces de dar a la gente humilde la peculiar estatura del hombre libre, que tanto se necesita en nuestras tierras. Si pensamos en trasformar nuestra realidad, Cuba es la confirmación de que es posible y, también, la materialización concreta de nuestros sueños. Cuba es cercana y alcanzable, es parte de nuestros anhelos más íntimos.

Yo le había prometido esa tarde que algún día visitaríamos la isla caribeña y estaba seguro de que lo cumpliría. Alguna vez correríamos con nuestros hijos por una hermosa playa de arena fina y mar limpio y azul. Hablaríamos fraternalmente con su gente. Intercambiaríamos el llamarnos compañeros, camaradas o hermanos. No nos sería ajeno el sueño del obrero dueño de su fábrica, ni el rostro nuevo del campesino entregado al trabajo, convencido de que el fruto de la tierra es suyo. No nos sería ajeno el sueño del estudiante, propietario por primera vez de su destino y del mañana. Se lo había prometido y ese sería el mejor regalo de amor que pudiera hacerle a Laura.

Cuando tanto sueño comenzaba a lastimarnos, la acompañé hasta su casa. Ambos teníamos la certeza de que en nuestras manos estaba la posibilidad de cambiar las cosas, de obtener algo prometedor, como lo ocurrido en aquella islita desconocida y llena de maravillas. Estábamos seguros de que esa noche empezarían a cambiar las cosas para nosotros."
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"Junto a esta toma de conciencia y al fortalecimiento de los cuerpos, había momentos en que Laura y yo nos dedicábamos a cultivar nuestro amor. Algunas tardes íbamos al río que se encontraba a unos doscientos metros del rancho, al fondo de la finca, para bañarnos y estar juntos y solos. Allí permanecíamos largo rato sin ser molestados por nadie. Este lugar, perdido en un distante paraje donde nacen las montañas, se había convertido en el sencillo pesebre donde amamantábamos el pequeño fruto que crecía entre los dos. No había fronteras para las caricias, ni miedo o incertidumbre con respecto al porvenir. Quien ha conocido el nacimiento de la felicidad y el amor puede imaginar cómo me sentía al lado de Laura. Para mí, todo se reducía a estar tan cerca de ella, que nuestros alientos pudieran confundirse en uno solo.
Una tarde sucedió lo que ambos esperábamos desde hacía tiempo. No sé si fue el revoloteo de los pájaros sobre las ramas de los árboles que protegían el arroyuelo, o la tarde que llegaba calmada y sugerente, o la caricia tibia del agua sobre nuestra piel; lo cierto es que empezamos a acariciarnos en silencio, movidos por una fuerza desconocida. La tenía entre mis brazos, temblorosa, mirándome. El negro pelo mojado caía desordenado sobre los hombros. El bello rostro estaba perlado por finas gotas de agua que abrían surcos de luz y refulgían ante mis ojos. La blusa blanca, mojada y pegada a su cuerpo, descubría los senos pequeños y erectos. Nos besamos de nuevo, pero ambos sabíamos que era diferente. Cuando nuestros labios se encontraron, algo sacudió nuestros cuerpos. Nadie nos había enseñado ni preparado para este instante, nos dejamos llevar por el instinto y descubrimos sorprendidos la avalancha de nuestra sexualidad.
Allí estábamos, la pasión que nacía en nosotros con la vitalidad de lo desconocido   ponía en función cada célula nuestra. Bajo el haz de luces que penetraba el espeso follaje de los árboles, bañados por el agua limpia y cristalina, los cuerpos desnudos eran el territorio que surcaban las manos. Nos besábamos con infinita ternura. A la calma de una caricia tierna,  sucedía el desordenado y tormentoso aletear de mi virilidad. No había reglas para ese amor contenido, sino entrega abierta y limpia, era búsqueda y ofrenda desesperada.  Así, cada uno dio al otro su amor primero. Le di a Laura mi virginidad sin rubor y sin miedo, y descubrí en ella nuevos mundos capaces de ser explorados, sin importar el tiempo transcurrido, aunque en ello tuviera que emplear la vida toda.
Un rato después estábamos tendidos, desnudos, sobre la rivera del arroyo. La última barrera se había desmoronado ante el empuje desesperado del amor, que va más allá de la necesidad de estar uno junto al otro; descubríamos que la dicha es más amplia que la caricia solidaria que reconforta ante el dolor. Habíamos encontrado esa tarde la capacidad de brindar el placer de sentirse prolongado más allá de la piel y de la carne.
Confieso que me hubiera gustado que el tiempo se congelara para siempre. Nada me importaba más que estar junto a ella, entregándonos sin miedos ni sobresaltos al hasta entonces desconocido goce. Supe que los besos pueden ser más, que hay sensaciones nuevas que tensan los cuerpos y los conducen a parajes desconocidos donde descubrimos un placer irrenunciable, que amar a Laura era una entrega sin límites, sin reparos.
Tuve su cuerpo limpio como la tarde aquella vez. Entré sin temor en el húmedo rescoldo donde ella latía para mí; ardimos ambos en un fuego acogedor y capaz de fundir nuestra piel para convertirla en una sola. Así permanecimos tendidos, con nuestra desnudez como bandera y la ternura como escudo."

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"Un soldado logró lanzar una granada hacia el interior de la estancia. Se produjo una estruendosa explosión. Laura sintió un fuerte golpe en el costado. Cuando se repuso del impacto logró ver, entre la nube de polvo, el cuerpo destrozado de Leticia tirado en el suelo. La joven era una masa sanguinolenta desparramada sobre el sucio piso de cemento. Entonces se fijó en sí misma. La sangre corría por su cuerpo manchándole la  blanca  bata que vestía. Su brazo derecho era apenas una deforme masa de carne que colgaba del hombro. Con gran esfuerzo apartó de su rostro el pelo humedecido y se percató que todo había terminado.

Sé que pensó en mí en ese momento; en nuestro hijo destrozado en su vientre malherido. Supo sin miedo que había llegado el final que tanto había temido. Nunca podré describir su dolor. Las palabras nunca podrán describir un sueño roto; siempre serán incapaces, como yo, de retratar la angustia y la frustración del momento. Laura moría y lo sabía; sin embargo, había jurado no entregarse: debía morir luchando y se dispuso a hacerlo con dignidad. Con un esfuerzo sobrehumano se irguió sobre sus piernas temblorosas. En su mano izquierda llevaba un revolver y así buscó la puerta.
 Cuando los soldados la vieron aparecer en el portalón, casi arrastrándose, se sintieron sobrecogidos; quedaron mudos, expectantes. Muy lentamente, Laura elevó su brazo hacia ellos, pero no alcanzó a disparar. Una bala le destrozó el pecho."

(...)
"El teniente sacó su pistola y se acercó a Laura. La miró sin inmutarse y le disparó en la sien derecha. Su último aliento se fue llevado por el viento como una premonición del mañana, hasta las mismas montañas y la selva, donde la vida pugnaba por seguir adelante." 
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"Y quedó Laura, mi Laura. Con ella se me rompió el amor en mil pedazos con la misma agonía y rapidez con que había nacido. Yo, que apenas había tenido tiempo para amarla, la había perdido; pero mantendría mi compromiso de no defraudarla jamás. Con ella se fueron mis ilusiones más puras, las de la juventud primera, cuando se comienza a vivir pleno de inocencia y esperanza. Con ella se fue lo más querido, lo que siempre me faltará."
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"Mucho tiempo después, sabría que un día podría juntar a todas las mujeres en la memoria y resumir que el amor vive en una sola, aunque uno crea que ha amado a más de una. El amar es como el suicidio: sólo se consigue una vez en la vida, no puede repetirse por más que el hombre se esfuerce, va más allá de sus posibilidades. Y Laura me enseñó una forma de amar tan exclusiva, tan propia, que no podrá repetirse. Podré haber amado a otras, es cierto, pero de forma diferente, no menos pura que aquella vez, pero siempre diferente."
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"Cuando la noche empezaba a nacer, la selva lloró conmigo: un torrencial aguacero golpeaba mi rostro, pero no tan fuerte como me había golpeado la vida. Mis lágrimas y el agua se fundieron en un abrazo para perderse en la tierra húmeda, para irse a habitar las entrañas mismas de la patria malherida. Estaba vencido por el dolor y la desesperanza, y cuando deseé morir para estar cerca de Laura, no tuve fuerzas ni para dar albergue al pesimismo. Solo podía sufrir, sólo eso.
Al fin, vencido por la muerte, atontado por el infortunio, me quedé muy solo y postrado sobre el suelo húmedo, llorando. Pensé en sacar la pistola y darme un tiro. Acabar con ese dolor lacerante. Algo, sin embargo, lo impidió: cuando tenía la certeza de que todo había terminado y de que la vida me había arrebatado todo aliciente, a unos metros de mi cabeza pude ver una orquídea similar a la que le había regalado a Laura aquella vez. Entonces supe que no tenía otra opción que seguir viviendo por ella, por nuestro hijo y por mí, aunque me doliera. No tenía otro remedio que ser consecuente con lo que ambos habíamos soñado."

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"Han transcurrido treinta y tres años desde la muerte de Laura. Otra vez, abril me hace regresar a mi patria, con la ansiedad del reencuentro con ese lejano país que siempre ha vivido tan pegado a mi dolor. Regresa el mismo hombre, pero despojado de inocencia, aunque, tal vez, más desarmado y sensible que antes. Si aquella vez había llegado tragándome con los ojos el paisaje, hoy mis ojos ciegos no me permiten ver los sitios en los que amé y luché en otro tiempo: la fuente centenaria donde había nacido el amor con sus sobresaltos; la selva en que amasé tanta añoranza y el río que se había llevado mis sueños para no hacerlos volver jamás; pero todos habían quedado en mí como viejas heridas.
Junto a Lucía, mi esposa, y a mi  hija Laura, vuelo en un avión rumbo al pasado. En pocas horas arribaremos y tendré la oportunidad de tocar con mis manos tanto recuerdo guardado en la memoria y en el corazón. En estos años, trataba de no sumergirme en él, escapaba de su abrazo tenaz que solo me torturaba. Cuando alguien llegaba a la Argentina y traía noticias sobre la muerte de un amigo lejano, me escondía a llorar mi pena sin testigos, sin que nadie me viera las heridas a flor de piel."
(...)

"Estuve largo rato frente a la tumba de cada uno de mis compañeros de lucha, de los que pudieron tener el privilegio de recibir un entierro digno, pues muchos de los que murieron combatiendo descansaban en la selva y en la montaña, ubicados solo en un rincón de nuestros corazones. Murieron y fueron enterrados de la forma más sencilla posible, en contacto directo con la tierra por la que se sacrificaron.
Ante la tumba de Avendaño, me vino a la mente el recuerdo de mi viejo amigo y confesor de los primeros tiempos. Con la ayuda de Laurita coloqué una flor sobre el pedazo de mármol frío bajo el que descansaba para siempre. Allí estaba un pedazo querido de mí y el amor callado de mi tía Luisa. El doctor fue un ejemplo de hombre y tal vez quien más influyó en mi disposición de resistir a toda costa las penurias. Si realmente existe el Paraíso, sé que él estará allí ayudando a los demás sin pedir nada a cambio.
Finalmente llegamos a la tumba de Laura. Un silencio sobrecogedor se apoderó de nosotros, conocedores del drama humano que habíamos vivido los dos. Lucía y mi hija me colocaron frente al pedazo de tierra donde descansaban sus sueños inconclusos. Yo no podía ni tan siquiera llorarla a ella y a mi hijo, pues las heridas me habían dañado los lagrimales, y tampoco podía ver su tumba. ¡Tanto recuerdo me vino entonces a la memoria, en forma de una tenaz y permanente desgarradura!
–Laura, amor mío –, dije mientras retenía en mi mano derecha la de Lucía– , jamás podré olvidarte a ti y a nuestro hijo. Al cabo de tanto tiempo te sigo amando como entonces. Me duele mucho que no hayas podido llegar hasta aquí… Ahora vivo con Lucía y tenemos una niña que se llama como tú. Tal como lo presagiaste, sigo existiendo y soy feliz, sobreviviendo entre el dolor y la ternura. Solo me queda por cumplirte la promesa de ir a Cuba y, aunque no tenga vista, trataré de conocer por ti todo aquello que una vez anhelamos ver los dos juntos.  Mañana salgo hacia esa isla maravillosa que tanto sostuvo nuestras ilusiones por alcanzar un mundo mejor. Mucho podría decirte, pero tú sabes que nunca fui un hombre de muchas palabras...  ¡Nunca te olvidaré mientras viva!
Entonces caminé con Lucía y mi hija hacia la salida del cementerio. Me sorprendí de que pudiera haber resistido esta prueba dolorosa. Mi corazón  estaba endurecido por el tiempo y el dolor, pero la ternura que me había dado la vida, de forma permanente; no había  matado en mí la terquedad de seguir viviendo a pedazos. Al salir del cementerio, no me sorprendió que, al pasar bajo las ramas de los árboles, una brisa suave pareciera decirme al oído con la voz de Laura: “¡Te amo, Érico!... ¡Te amo!”."
 



Fragmentos de mi novela en preparación "Entre el dolor y la Ternura". 

Hoy se cumplen 46 años de su muerte.

Percy Francisco Alvarado Godoy

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