jueves, 19 de diciembre de 2013

Estados Unidos: Enemigo Público Número 1


Guerras sucias
‘Guerras sucias’ es un zambombazo en la línea de flotación del bonito barco en el que Barack Obama quiere hacernos creer que navega.
Jeremy Scahill, probablemente el mejor periodista de investigación bélica que existe en la actualidad, no se casa con nadie, y si en ‘Blackwater. El auge del ejército mercenario más poderoso del mundo’ (Paidós, 2010) ponía como chupa de dómine a George W. Bush por haber puesto en manos de compañías privadas militares algo tan delicado como los conflictos armados, en ‘Guerras sucias. El mundo es un campo de batalla’ le canta las cuarenta a su sucesor en la Casa Blanca por haber avalado la puesta en marcha de una campaña de asesinatos ilegales a lo largo y ancho del planeta. Y es que, según el reportero norteamericano, mientras el líder demócrata acaricia con su mano derecha la estatuilla de aquel Premio Nobel de la Paz que le otorgaron en 2009, con la izquierda firma autorizaciones para la captura, tortura y ejecución de ciudadanos de otros países –e incluso del suyo propio- que tal vez, y sólo tal vez, planean atentar contra Estados Unidos.
Las 850 páginas de ‘Guerras sucias’, considerado uno de los diez mejores libros del 2013 por ‘Publisher’s Weekly’, demuestran que el pacifista del Despacho Oval cambia de actitud tan pronto como se apagan las cámaras y se sienta a validar las acciones llevadas a cabo por un selecto grupo de soldados de élite (el Comando de Operaciones Especiales Conjuntas) cuya labor consiste en matar a cuantos ciudadanos del mundo considere peligrosos para la seguridad nacional tanto en el presente como en un futuro hipotético. ‘Ha habido un cambio muy grande en política nacional –nos aclara Scahill refiriéndose a la diferencia entre el nuevo ejecutivo estadounidense y el anterior-, pero en política exterior por desgracia el cambio ha sido solo cosmético’. El autor no lo dice abiertamente, pero, de alguna forma, su libro da a entender una idea que ya están empezando a repetir otros periodistas de primera línea: al menos Bush iba de frente. Y es que, si el republicando reconocía públicamente sus ansias por librar una ‘guerra total’ contra el resto del planeta, su sucesor demócrata disfruta secretamente con la implantación de su ya existente ‘asesinato total’, el cual recupera las tácticas de ‘guerra sucia’ y encubierta que ya practicó la CIA en aquella Latinoamérica de los 70 y 80, añadiéndole sin embargo un pequeño detalle: ahora el teatro de operaciones es el mundo entero.
Los ejecutores de esa política de asesinatos selectivos son los integrantes del Comando de Operaciones Encubiertas Conjuntas (JSOC), compuesto por varios grupos de soldados de élite reclutados en los cuerpos más destacados del ejército norteamericano. Las más famosa de estas unidades es el Equipo 6 de los SEAL, la cual reveló su existencia cuando irrumpió en el domicilio de Osama bin Laden y mató al terrorista más buscado del planeta, tal y como nos mostró la directora de cine Kathryn Bigelow en su película ‘La noche más oscura’ (2012). Sin embargo, el JSOC no es únicamente un grupo de operaciones militares encubiertas, sino también un auténtico ‘escuadrón de la muerte’ con autonomía para actuar sin dar explicaciones a la Casa Blanca, ya que ha sido provisto de licencia para matar. En otras palabras: los congresistas norteamericanos no tienen noticia explícita de sus actuaciones, cosa que les permite eludir la responsabilidad moral de las mismas y, más importante, los requerimientos de la prensa sobre tal o cual asesinato realizado sin la celebración de un juicio previo.
Y es que, ¡que nadie se engañe!, el JSOC no se limita a asesinar terroristas, sino que también comete errores que acaban con la vida de inocentes, sin que nadie les pida sin embargo explicaciones. De hecho, fue uno de esos errores lo que permitió a Jeremy Scahill iniciar la investigación que habría de desvelar la existencia de este Comando. En 2010, varios miembros de una familia afgana fueron asesinados por unos soldados que descendieron en helicópteros en mitad de la noche, acribillaron a dos hombres y tres mujeres (dos de las cuales estaban embarazadas) y, dándose inmediatamente cuenta de que se habían equivocado de objetivo, extrajeron las balas de los cadáveres antes de esfumarse. Las autoridades afganas atribuyeron el crimen a un grupo talibán, pero la presión de la prensa hizo que el ejército norteamericano reconociera públicamente su error y que Jeremy Scahill, extrañado por la existencia de una unidad de ataque con autonomía como para actuar sin la autorización del alto mando, intuyera la existencia de un comando de operaciones especiales con carta blanca para matar cuando y como considerara oportuno. Así, el periodista recopiló otros ‘errores’ del llamado JSOC, siendo el más destacable el del bombardeo a una tribu beduina en Yemen (46 muertos, entre ellos 21 niños y 14 mujeres), una atrocidad que ya había sido investigada por un periodista local, Abdulala Haider Sayeh, que terminó con sus huesos en la cárcel y que no recuperó la libertad por petición expresa de Barack Obama, quien llegó a telefonear personalmente al dictador yemení para evitar la excarcelación de dicho investigador.
Pero la escalada de asesinatos ilegales no termina ahí. Porque la Casa Blanca también autorizó la ejecución de un ciudadano norteamericano acusado de pertenecer a Al-Qaeda. Se trataba del clérigo y activista Anwar al-Awleki, un estadounidense que apoyó la candidatura de Obama hasta que, decepcionado por la doble moral del nuevo presidente, abandonó su propio país para instalarse en Yemen. Durante varios años, la prensa nacional demonizó a este individuo, acusándolo de varios atentados fallidos y poniéndolo en el disparadero de la CIA, hasta que, en septiembre de 2011, un avión no tripulado bombardeó su vehículo. Pero tampoco quedó ahí la cosa. Porque Anwar al-Awleki tenía un hijo, un chaval de dieciséis años nacido en Denver que, poco después de la muerte de su padre y mientras hacía una barbacoa con sus primos, murió víctima de otro bombardeo realizado por drones. El chico no había hecho absolutamente nada contra su propio país –salvo ser hijo de un clérigo radical-, pero la administración Obama temió que algún día pudiera convertirse en terrorista como consecuencia del rencor acumulado contra los asesinos de su padre. Así que, para evitar males mayores, el hombre que mereció el Premio Nobel de la Paz en 2009 autorizó el ‘asesinato preventivo’ de un adolescente nacido bajo la supuesta protección de las barras y estrellas.

‘Guerras sucias. El mundo es un campo de batalla’

Jeremy Scahill
Paidós, 2013

859 pág, 29,90 €
(Publicado en suplemento ‘Cultura/s’ de La Vanguardia el 18 de diciembre de 2013)

http://blogs.lavanguardia.com

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