Miembros de empresas de seguridad privadas, junto a integrantes del ejército, en Afganistán. MÒNICA BERNABÉ
En épocas pre
modernas, a los ejércitos les seguía un tropel de prostitutas y comerciantes de
todo tipo. Hoy, los ejércitos profesionales invaden países acompañados de
“empotrados”: fotógrafos, cámaras, reporteros… y antropólogos.
El Ejército de
Estados Unidos puso en marcha en 2007 un polémico programa llamado Sistema de
Terreno Humano (Human Terrain System o HTS, en inglés). Se trata de un cuerpo
de inteligencia formado por profesionales de las ciencias sociales y destinadas
a facilitar la comprensión de la realidad local a los mandos militares.
“Terreno humano” es el término utilizado en la jerga militar estadounidense
para referirse a la población de la zona donde tiene lugar el conflicto.
Después de siete
años de actividad, el Pentágono ha dado por finalizado el proyecto. Aunque no
ha habido una comunicación oficial, las fuentes sitúan el cierre en septiembre
de 2014. La noticia, que se ha conocido a finales de junio, apenas ha tenido
repercusión en los medios pero sí ha sido muy comentada (y celebrada) en foros
de antropología.
El germen del
proyecto se encuentra en un artículo publicado en 2005 en Military Review, la
revista “académica” del ejército americano, como solución a la brecha cultural
a la que se enfrentaba el mismo en su invasión de Irak y Afganistán. En 2007 se
puso en marcha de forma provisional con un presupuesto anual de 10 millones de
dólares y en 2011 el HTS llegó a recibir 150 millones para su mantenimiento.
Antropología al
servicio del colonialismo
La prestigiosa
Asociación Americana de Antropología (AAA) publicó un comunicado, seguido de un
detallado informe igualmente duro, declarando su total rechazo a la iniciativa
por considerar que implicaba “la violación del código ético de la AAA” por
parte de los profesionales que formasen parte del HTS y por tratarse de “una
aplicación inaceptable de la práctica antropológica”.
El principal motivo
de rechazo no era moral sino la consideración de que no se daban las
condiciones necesarias para llevar a cabo un trabajo de campo riguroso. La AAA
destacaba las consecuencias negativas -también aplicables al trabajo de los
profesionales de la comunicación- de que la población local identificase a esos
investigadores supuestamente neutrales con el ejército que los está masacrando.
Desde su
nacimiento, la antropología ha tenido que hacer frente a la acusación de servir
a los fines colonialistas. Incluso se citan ejemplos previos a su conformación
en disciplina académica, como es el caso del cronista y fraile Bartolomé de las
Casas en la conquista de América.
Durante la segunda
mitad del siglo XIX y la primera del XX, la antropología social británica se
desarrolla al mismo tiempo que el Imperio avanza en África. Independientemente
de las motivaciones e intereses de investigadores como Evans-Pritchard o
Radcliffe-Brown, lo cierto es que sus estudios sobre las “sociedades
primitivas” proporcionaron claves decisivas para la administración colonial.
Sin duda uno de los
casos más célebres de conocimiento social al servicio de los intereses bélicos
es El crisantemo y la espada, de la antropóloga estadounidense Ruth Benedict.
Este estudio sobre los patrones culturales japoneses, publicado en 1946, fue un
encargo directo de las autoridades militares, que se enfrentaban a la ardua
tarea de ocupar un país con códigos en torno a la culpa o el honor muy
diferentes de los propios.
Pero la
antropología también ha proporcionado muchas herramientas teóricas para
entender las prácticas de resistencia a la dominación cultural, como las que se
encuentran en la obra de Pierre Bourdieu o James C. Scott. Está en la mano de
los profesionales de esta disciplina decidir cuál quiere ser su contribución.
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