viernes, 28 de agosto de 2015

Europa calla ante el drama de los inmigrantes


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Con una extrema derecha acechando las urnas y una derecha cada vez más dura, los sucesivos encuentros europeos consagrados al tema de la inmigración apenas disimularon la mordaza que cubre los labios de los líderes europeos.

Hicieron falta miles de muertos y dramas espantosos, como los 50 migrantes muertos de asfixia encontrados en un camión en Austria ayer, para que los dirigentes europeos empezaran a salir de zona de retaguardia en la que se mantienen desde que los primeros migrantes llegaron a las costas de Sicilia. El comisario encargado de Inmigración dentro de la UE, Dimitris Avramopoulus, dijo el pasado 13 de agosto que “la inmigración no es un problema griego ni alemán, ni italiano, ni húngaro, ni austríaco” sino “europeo”. Y sin embargo, pese a los más de cien mil refugiados (cifras oficiales del organismo europeo Frontex) provenientes de Siria, Afganistán, Eritrea, Irak y Sudán del Sur que cruzaron el Mediterráneo para alcanzar territorio europeo en el pasado julio, Europa se sumió en el silencio y hasta dinamitó las iniciativas de la Comisión Europea.

Tan es así que el 23 de agosto, el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, publicó una encendida columna de opinión en el diario conservador Le Figaro donde defendió los valores humanistas de Europa contra la indiferencia, las peleas, el racismo y los antagonismos que sesgan todo posición común ante la inmigración: Juncker recordó que esos migrantes huían de la “guerra en Siria, del miedo de Daesh en Libia o la dictadura en Eritrea” y afirmó: “Lo que me espanta es constatar el resentimiento, el rechazo, el miedo con los que se trata a esas personas. Incendiar los campos de refugiados, alejar los barcos de los puertos, violentar a los solicitantes de asilo o cerrar los ojos frente a la miseria y la pobreza, eso no es Europa”. Pero eso es lo que pasa hoy.

Los sucesivos encuentros europeos consagrados al tema de las fronteras y la inmigración apenas disimularon la mordaza que cubría los labios de los líderes europeos.

Con una extrema derecha acechando las urnas y una derecha cada vez más dura que también saca provecho de la “amenaza migratoria”, el tema es una bomba de tiempo política en cada país. Abordarlo es exponerse a una controversia pública y a la consiguiente pérdida de votos en un electorado ultra sensibilizado en torno de la temática de la inmigración. Los Estados repiten el mismo discurso “humanidad y firmeza”. Casi nadie se adentra a destapar un problema complejo y cuyos orígenes son, a menudo, las mismas guerras que Occidente desencadenó o los conflictos en los cuales intervino (Afganistán, Siria, Libia, Irak).

En realidad, aunque mal les pese a sus masivos adversarios, la que rompió el pacto de inmovilidad fue la canciller alemana Angela Merkel. Por primera vez en diez años, el 25 de agosto Merkel visitó un campo de refugiados en Sajonia, donde escuchó el grito de 200 manifestantes que la trataban de “traidora”. Antes, el 24 en Berlín, Merkel y el presidente francés François Hollande llamaron a Europa a adoptar una respuesta “unificada” frente a la crisis de los migrantes. Hasta ese momento, los demás responsables se habían mantenido en silencio. La misma canciller anunció que todos los refugiados sirios que habían llegado a Alemania a través de otros países europeos no serían expulsados. Por sorprendente que resulte, Merkel está transformando a la derecha alemana en lo que toca a inmigración con un discurso y acciones calcadas de las que antaño asumió el Ejecutivo rojo-verde, es decir, la alianza entre los socialdemócratas del SPD y los ecologistas de Die Grünen.

En Francia, durante el mes de agosto (vacaciones), los partidos políticos celebran una serie de reuniones llamadas “universidades de verano”. En 2015, en plena catástrofe migratoria, el Partido Socialista, por ejemplo, no rozó el tema. El halo humanista, aunque retórico, ni siquiera se asomó en los debates. En cuanto a los ecologistas, más allá de una indignación verbal no hubo acción, formulaciones concretas o un programa para interpelar al Ejecutivo. En este desierto de buenas intenciones, de náufragos, de ahogados o aplastados por los trenes, de decenas de miles de personas en las fronteras de Grecia, Hungría, Serbia, Francia Italia, Austria o Alemania, la extrema derecha adoptó un perfil bajo. Como lo señala al diario Le Monde Jérôme Fourquet, director del departamento de opinión de la encuestadora IFOP: “Marine Le Pen (la líder de la ultraderecha del Frente Nacional) no tiene necesidad de decir mucho. El carburante está ahí”. La derecha tradicional, agrupada ahora en el recién fundado partido Los Republicanos, tampoco salió de la cueva. El único que se destacó al principio del verano fue Nicolas Sarkozy. El ex presidente y jefe de Los Republicanos había comparado el flujo de los migrantes a una “fuga de agua”.

El inmovilismo, las expresiones insultantes, las agresiones, la construcción de muros y barreras o la misma extrema derecha no podrán corregir el curso de los hechos, ni tampoco la nueva cita con la historia que tiene Europa. Según Jean-Christophe Dumont, el especialista de las migraciones en la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo económico) más de un millón de personas ingresará clandestinamente de una u otra forma al Viejo Continente. Con más de 2000 migrantes muertos en lo que va del año, las fronteras europeas son hoy las más mortíferas del mundo. Europa se mueve a su vez entre varias fronteras inciertas: la de sus valores, la del humanismo, la de la solidaridad, la del miedo, la del racismo, la de los cálculos políticos y la de las medidas fuertes destinadas a detener el flujo migratorio rehusando recibir a los migrantes y forzándolos a volver a sus países. La complejidad del drama y de la crisis es tal que sin una síntesis entre todas esas fronteras delicadas los dramas como los de Austria se propagarán con una frecuencia destructora. El Mediterráneo seguirá siendo una tumba a cielo abierto y Europa se volverá un edén atrincherado.

Por Eduardo Febbro/Página 12

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