El sábado pasado se
perdió la pista de un avión de Malaysia Airlines que transportaba 239
personas con destino a Vietnam. Ante el dato de que algunos pasajeros
abordaron el vuelo con pasaportes robados, el gobierno malasio inició
una investigación por terrorismo y expresó temor de que la aeronave –aún
no localizada, pero seguramente siniestrada– haya sufrido un accidente
como resultado de un intento de desvío. Por otra parte, ayer, en un
retén policial unicado en las afueras de Hilla, Irak, un terrorista no
identificado activó su cinturón de explosivos y mató a 37 personas e
hirió a 166. La víspera, el premier iraquí, Nuri Maliki, había acusado a
Arabia Saudita y a Qatar de promover la desestabilización en Irak y de
apoyar a grupos insurgentes.
La frecuencia de hechos como los referidos no ha variado en forma
significativa en la última década, a pesar de que hace casi 13 años,
tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, el ex presidente
estadunidense George W. Bush encontró en la
lucha contra el terrorismo internacionalel programa de política exterior del que su gobierno carecía e involucró a Estados Unidos y a sus aliados y amigos en una cruzada mundial antiterrorista que incluyó la invasión y destrucción de dos países, la muerte de centenares de miles de personas, la degradación de los derechos y libertades individuales en todo el mundo y la comisión, por parte de la superpotencia, de crímenes de lesa humanidad.
El sucesor de Bush en la Casa Blanca, Barack Obama, si bien puso fin a
la intervención militar estadunidense en Irak –no así en Afganistán y
Pakistán, donde las fuerzas de Washington siguen operando–, ha
mantenido, en términos generales, el énfasis
antiterroristaen la política exterior, y con ese pretexto ha sometido a buena parte del planeta –gobiernos, funcionarios, empresas, individuos– a un espionaje masivo, ilegal y desleal, puesto al descubierto a mediados del año pasado por Edward Snowden.
Hoy resulta claro el señalamiento crítico que formularon, desde el
inicio de esa estrategia, numerosos actores sociales: que el empeño
antiterrorista escondía, en realidad, un designio de recuperación de
posiciones geopolíticas y estaba condenado al fracaso en la medida en
que no enfrentaba las raíces del fenómeno que pretendía combatir, sino
sólo sus expresiones y consecuencias, por lo que habría de multiplicarlo
y de dispersarlo.
En efecto, los atentados contra el Pentágono y las Torres Gemelas
fueron resultado de los rencores históricos sembrados por Washington en
décadas de una política intervencionista e inescrupulosa en Medio
Oriente y Asia Central; necesariamente, las nuevas intervenciones
habrían de renovar y exponenciar esos rencores, además de descomponer
los siempre precarios equilibrios regionales.
Así ocurrió: las políticas de Bush hijo y de Obama no sólo no han
hecho de Estados Unidos un país más seguro, ni han construido un mundo
más estable y apacible, sino que han multiplicado y enconado los
conflictos. Sirvan de ejemplo de lo segundo la creciente hostilidad
entre los regímenes de Irak y de Arabia Saudita –ambos aliados de
Washington– y el preocupante descontrol que se ha extendido de
Afganistán a Pakistán.
En suma, la
guerra contra el terrorismoes, junto con la
guerra contra las drogas, uno de los fracasos más estrepitosos de la política exterior de Estados Unidos desde su derrota en Vietnam. Cabe esperar que la clase política del país vecino recapacite sobre ello y actúe en consecuencia.
Tomado de http://www.jornada.unam.mx
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