Pablo
Escobar no podía creer lo que veía: en medio de la selva boliviana se
erigía el único lugar del planeta en donde se creía a rajatabla que
Hitler había triunfado. Las paredes del recinto tenían insignias con los
colores rojos y negros en donde destellaba la esvástica. Afiches de
cuatro metros con la imagen del Fuhrer se erigían en cada rincón.
Decenas de hombres rubios, altos y pálidos, vestidos con los negros y
elegantes uniformes de las S.S, saludaban alzando en línea recta el
brazo y pronunciaban las palabras que se creían nunca más iban a ser
dichas: Heil Hitler!. Al lado de Escobar un anciano de setenta años,
calvicie pronunciada, bajo y rechoncho, lucía un vampirezco gabán negro.
Le dio la mano y se presentó diciendo que había sido el comandante
máximo de la Gestapo al sur de Francia durante la Segunda Guerra
Mundial. El Patrón, su primo Gustavo Gaviria y Gonzalo Rodríguez Gacha,
supieron entonces que el maratónico viaje que habían hecho desde
Colombia había valido la pena.
En 1976 no había una sola hoja de coca
plantada en Colombia así que Pablo Escobar, pocos días después de salir
por primera vez de prisión, viajó a Bolivia a entrevistarse con Roberto
Suárez, terrateniente, ganadero y narcotraficante conocido como el Rey
de la coca. En sus inconmensurables tierras de la Sierra Baja, Suárez,
además de establecer el pacto por el cual sus avionetas atestarían de
hojas de coca los laboratorios en donde se consolidaba el alcaloíde, le
hablaría por primera vez a Escobar del hombre encargado de cultivar las
cientos de miles de hectáreas de coca en la amazonía boliviana: Klaus
Barbie.