El presidente Obama tiene expertos que lo ilustran sobre Afganistán. Pero no
parece tenerlos con igual capacidad sobre Cuba o Miami. Por eso sabe que, como
dicen en la Isla, en Afganistán tiene que tallarla bien, pues sus fuerzas no
triunfarán.
De nada valen los bien apertrechados marines, satélites espías, bombas que llaman inteligentes pero matan niños igual que las brutas, drones, paracaidistas élites, ametralladoras con puntería de rayos laser, helicópteros artillados de última generación y aparatos de visión nocturna que serían el sueño de un rescabucheador de azotea del barrio de Luyanó.
No sabe que Miami es sitio de cubanos tan colonizados que afirman lo contrario. “Contra los americanos nadie puede”, dicen, y agregan: “Si Obama lo quisiera de verdad, acabábamos en Afganistán, como hubiéramos acabado con Castro si Kennedy no nos traiciona”. Hablan en tercera persona del plural como si ellos participaran de la acción de acabar, y olvidan Vietnam. Y como son ultra republicanos aprovechan y acusan al presidente de flojo, falto de experiencia, de lucirse subiendo escaleras como un atleta, de comunistoide y hasta de hablar bonito, aunque guardan decir en público algo para ellos fundamental: que es negro.
Hay un sufijo en lengua afganas que significa príncipe: Khan, y hubo un Ministro de Guerra afgano que se llamó Shere Mohamet Khan. Leí que era de cabellos oscuros y rostro de halcón, de la raza de los semitas originales, pueblo invicto que se remonta a los tiempos de los medas y los persas. Se esperaba otra guerra con los británicos y Shere Mohamet Khan contó lo que sigue a Ernest Hemingway, entonces un cronista de 23 años del periódico Toronto Daily Star:
“---Cuando llegué a mi casa de Kabul, procedente del consejo que decidió la última guerra, mi esposa y mi hija ya habían preparado mis pistolas, mi espada y todo mi equipo.
“---¿Qué es esto? --pregunté.
“—Tus cosas para la guerra. Habrá una guerra, ¿verdad? –inquirió mi esposa.
“---Sí. Pero soy el ministro de la Guerra. No lucharé en el frente. El ministro de la Guerra no lucha en primera línea.
“Mi esposa meneó la cabeza.
“---No lo comprendo –dijo con arrogancia--. Si eres un ministro de la Guerra que no puede ir a la guerra, tienes que dimitir. Eso es todo. Sería una deshonra para nosotros que no fueras”.
Este diálogo de Hemingway have recordar un episodio muy conocido de la Guerra de los Diez Años protagonizado también por una mujer: Mariana Grajales: madre de leones, como la calificó José Martí, quien también en una crónica relata lo que ocurrió en un improvisado hospital de sangre en medio de la manigua, donde ella trabajaba junto a la esposa de Antonio Maceo y otros familiares:
“Fue un día que traían a Antonio Maceo herido: le habían pasado de un balazo el pecho: lo traían en andas, sin mirada, y con el color de la muerte (…) Y Mariana, en lugar de llorar, le dijo a Marcos, el más pequeño de sus hijos: “Y tú, empínate, porque ya es hora de que te vayas al campamento”.
Hechos de tiempos, lugares y culturas diferentes, pero ilustran el espíritu de ciertos pueblos. El presidente Obama, hombre culto, habrá leído a Hemingway. Pero seguro no historia de Cuba. Sí ha de saber que los soviéticos, esos soldados de acero que llevaron el peso fundamental en la derrota de la Alemania nazi, tuvieron que retirarse de Afganistán luego de diez años de batallar. Es cierto que la CIA creo contra ellos al terrorista más terrible de todos los tiempos: Osama Bin Laden. Pero también es cierto que ese recoso país ha sido llamado el sepulcro de los imperios.
Los afganos conocen cada piedra, cada cueva, cada recodo de las montañas, saben donde encontrar una gota de agua cuando hay sed. Sus mujeres seguramente siguen siendo como la esposa y la hija de Shere Mohamet Khan. Y ni el más célebre de los conquistadores de la Historia Antigua, Alejandro Magno, logró subyugarlos, pero éste, con más brillantez que los señores imperiales actuales, se aconsejó, puso las armas a un lado y se casó con la hija de uno de los jefes más importante de aquellos diablos de las montañas.
Existieron también las matronas de Esparta, que tampoco serán olvidadas. Un joven soldado, señalando su espada, le dice a la madre: “¡Qué corta es!” Y la madre responde: “Da un paso hacia adelante en el combate y la alargarás.” Otro soldado al partir a la guerra escucha el consejo materno: “Vuelve encima del escudo o debajo de él”. Es decir: cadáver o herido sobre el escudo, o con vida y con él a cuesta; pero jamás sin él: hecho vergonzante que diría que lo tiró para huir ligero.
Otra filosofía esgrimen los patriotas verticales miamenses. Comen ricos pastelitos en el Versaille y guapean en alta voz entre humo de tabacos y guayaberas impolutas sin expresar a las claras su filosofía de guerra, que creo no es de Clausewitz, Eisenhower, Buffalo Bill ni Colin Power. El presidente Obama debía poner atención y tenerla presente cuando escuche a estos cubanos, pues se resume en una corta frase: “Hasta el último marine”. Escudos y espadas bien lejos de ellos, mientras medio que disimulan la beligerancia racial.
Les habló, para Radio Miami, Nicolás Pérez Delgado.
De nada valen los bien apertrechados marines, satélites espías, bombas que llaman inteligentes pero matan niños igual que las brutas, drones, paracaidistas élites, ametralladoras con puntería de rayos laser, helicópteros artillados de última generación y aparatos de visión nocturna que serían el sueño de un rescabucheador de azotea del barrio de Luyanó.
No sabe que Miami es sitio de cubanos tan colonizados que afirman lo contrario. “Contra los americanos nadie puede”, dicen, y agregan: “Si Obama lo quisiera de verdad, acabábamos en Afganistán, como hubiéramos acabado con Castro si Kennedy no nos traiciona”. Hablan en tercera persona del plural como si ellos participaran de la acción de acabar, y olvidan Vietnam. Y como son ultra republicanos aprovechan y acusan al presidente de flojo, falto de experiencia, de lucirse subiendo escaleras como un atleta, de comunistoide y hasta de hablar bonito, aunque guardan decir en público algo para ellos fundamental: que es negro.
Hay un sufijo en lengua afganas que significa príncipe: Khan, y hubo un Ministro de Guerra afgano que se llamó Shere Mohamet Khan. Leí que era de cabellos oscuros y rostro de halcón, de la raza de los semitas originales, pueblo invicto que se remonta a los tiempos de los medas y los persas. Se esperaba otra guerra con los británicos y Shere Mohamet Khan contó lo que sigue a Ernest Hemingway, entonces un cronista de 23 años del periódico Toronto Daily Star:
“---Cuando llegué a mi casa de Kabul, procedente del consejo que decidió la última guerra, mi esposa y mi hija ya habían preparado mis pistolas, mi espada y todo mi equipo.
“---¿Qué es esto? --pregunté.
“—Tus cosas para la guerra. Habrá una guerra, ¿verdad? –inquirió mi esposa.
“---Sí. Pero soy el ministro de la Guerra. No lucharé en el frente. El ministro de la Guerra no lucha en primera línea.
“Mi esposa meneó la cabeza.
“---No lo comprendo –dijo con arrogancia--. Si eres un ministro de la Guerra que no puede ir a la guerra, tienes que dimitir. Eso es todo. Sería una deshonra para nosotros que no fueras”.
Este diálogo de Hemingway have recordar un episodio muy conocido de la Guerra de los Diez Años protagonizado también por una mujer: Mariana Grajales: madre de leones, como la calificó José Martí, quien también en una crónica relata lo que ocurrió en un improvisado hospital de sangre en medio de la manigua, donde ella trabajaba junto a la esposa de Antonio Maceo y otros familiares:
“Fue un día que traían a Antonio Maceo herido: le habían pasado de un balazo el pecho: lo traían en andas, sin mirada, y con el color de la muerte (…) Y Mariana, en lugar de llorar, le dijo a Marcos, el más pequeño de sus hijos: “Y tú, empínate, porque ya es hora de que te vayas al campamento”.
Hechos de tiempos, lugares y culturas diferentes, pero ilustran el espíritu de ciertos pueblos. El presidente Obama, hombre culto, habrá leído a Hemingway. Pero seguro no historia de Cuba. Sí ha de saber que los soviéticos, esos soldados de acero que llevaron el peso fundamental en la derrota de la Alemania nazi, tuvieron que retirarse de Afganistán luego de diez años de batallar. Es cierto que la CIA creo contra ellos al terrorista más terrible de todos los tiempos: Osama Bin Laden. Pero también es cierto que ese recoso país ha sido llamado el sepulcro de los imperios.
Los afganos conocen cada piedra, cada cueva, cada recodo de las montañas, saben donde encontrar una gota de agua cuando hay sed. Sus mujeres seguramente siguen siendo como la esposa y la hija de Shere Mohamet Khan. Y ni el más célebre de los conquistadores de la Historia Antigua, Alejandro Magno, logró subyugarlos, pero éste, con más brillantez que los señores imperiales actuales, se aconsejó, puso las armas a un lado y se casó con la hija de uno de los jefes más importante de aquellos diablos de las montañas.
Existieron también las matronas de Esparta, que tampoco serán olvidadas. Un joven soldado, señalando su espada, le dice a la madre: “¡Qué corta es!” Y la madre responde: “Da un paso hacia adelante en el combate y la alargarás.” Otro soldado al partir a la guerra escucha el consejo materno: “Vuelve encima del escudo o debajo de él”. Es decir: cadáver o herido sobre el escudo, o con vida y con él a cuesta; pero jamás sin él: hecho vergonzante que diría que lo tiró para huir ligero.
Otra filosofía esgrimen los patriotas verticales miamenses. Comen ricos pastelitos en el Versaille y guapean en alta voz entre humo de tabacos y guayaberas impolutas sin expresar a las claras su filosofía de guerra, que creo no es de Clausewitz, Eisenhower, Buffalo Bill ni Colin Power. El presidente Obama debía poner atención y tenerla presente cuando escuche a estos cubanos, pues se resume en una corta frase: “Hasta el último marine”. Escudos y espadas bien lejos de ellos, mientras medio que disimulan la beligerancia racial.
Les habló, para Radio Miami, Nicolás Pérez Delgado.
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