La cadena de escándalos que enfrenta la diplomacia estadunidense a
partir de los materiales sustraídos por el disidente Edward Snowden es
un problema menor en comparación con su consecuencia: el “fin de la
hipocresía” como “un privilegio estadunidense”.
De hecho, sería posible citar a The Washington Post, para el
cual las consecuencias político-diplomáticas de las revelaciones sobre
los programas de espionaje superan ya “los beneficios que pudiéramos
haber ganado de ellos”.
Y eso sin llegar a la premisa de que el verdadero peligro no está en
la información revelada, “sino en la confirmación documentada de lo que
hace Estados Unidos y porqué”, como opinan los politólogos Henry Farrell
y Martha Finnemore, de la Universidad de George Washington, en la
revista Foreign Affairs, el prestigioso bimensual del Consejo de Relaciones Exteriores de Nueva York.
Pero también, de creer a los politólogos, la consecuencia extrema
sería el final del sistema mundial como se conoce ahora. Después de
todo, es un orden construido por Estados Unidos, apoyado en el poderío
estadunidense y legitimado por ideas estadunidenses que incluyen el
imperio de la ley, la democracia y el libre comercio.
En un artículo de The New York Times Roger Cohen, un
analista estadunidense basado en Berlín, apuntó que la percepción en
Europa es de un país donde la seguridad desplazó a la libertad y las
agencias de inteligencia o espionaje están sin control.
Farrell y Finnemore opinan, sin embargo, que en términos inmediatos
lo más grave es que las revelaciones contenidas en la data de Snowden,
como hace tres años la filtración de la ahora Chelsea Manning a
WikiLeaks, “socavan la capacidad de Washington para actuar
hipócritamente y salir impune”.
La realidad es que vistas con perspectiva, las revelaciones
contenidas en la información sustraída por Snowden no son algo nuevo,
sino la confirmación de algunas de las peores sospechas o los más
alarmistas temores de los críticos de Estados Unidos.
¿O hay algo nuevo en la idea de que el espionaje estadunidense está “en todos lados”?
De hecho, esa ha sido una de las sospechas más perdurables en América
Latina, donde al menos muchos políticos constantemente denuncian la
ingerencia y el espionaje de organizaciones de inteligencia
estadunidenses en el fracaso de sus proyectos.
Peor aún, las filtraciones a WikiLeaks, que hace tres años motivaron
denuncias y llevaron a maltratos físicos contra el entonces soldado
Bradley Manning, ahora no irían más allá de la definición “embarazosas
pero no dañinas” que les adjudicó la publicación de internet Slate.
Pero como podía esperarse de documentos escritos por diplomáticos estadunidenses, los cables no retrataron la política estadunidense bajo la luz más negativa (...) no nos dijeron mucho acerca de la política exterior estadunidense que no supiéramos ya”, subrayó Joshua Keating en Slate.
En cambio, agregó, “dudo que en unos cuantos meses digamos lo mismo acerca de las filtraciones de la NSA”.
De hecho, los primeros reportes hace algunas semanas y luego, la
pasada, sobre el espionaje contra la presidenta brasileña, Dilma
Rousseff; la canciller alemana, Angela Merckel; el presidente mexicano,
Enrique Peña Nieto; y el francés, François Hollande, fueron seguidos al
final de la semana por un diluvio de revelaciones y una lista de al
menos 35 jefes de Estado y de Gobierno.
Y además una precisión importante: que la NSA alentó a altos
funcionarios estadunidenses a “compartir” su agenda telefónica con los
servicios de inteligencia. Tan sólo uno de ellos, se dice, entregó 200
entradas, incluso 35 gobernantes.
Una de las justificaciones esgrimidas por Estadios Unidos es que se
trata de algo que “todos lo hacen”, pero cuando las autoridades
estadunidenses han sorprendido a espías de otros países, incluso tan
políticamente cercanos como Israel, han sido tan severos con ellos como
con los de sus enemigos.
El ejemplo es Jonathan Pollard, un ex analista civil de la armada
estadunidense que en 1987 fue condenado a cadena perpetua por espiar
para Israel.
Un aficionado a las fábulas podría recordar aquel cuento de Las ropas nuevas del emperador.
Para Farrell y Finnemore, en cambio, es una situación que hace cada
vez más difícil que otros países, incluso aquellos aliados con Estados
Unidos, pasen por alto el comportamiento encubierto de Washington. O lo
que otros definen como la distancia entre lo que dicen y lo que hacen.
Y en ese sentido el daño puede ser mayúsculo. En su texto anotaron
que “pocos funcionarios estadunidenses piensan de su capacidad de actuar
hipócritamente como un recurso estratégico clave. Ciertamente una de
las razones por la que la hipocresía estadunidense es tan efectiva es
porque emana de sinceridad: pocos políticos estadunidenses reconocen qué
tan doble-cara es su país”.
Washington, acusaron, “necesita de la hipocresía para mantener
andando el sistema” y el mundo mantenga la actitud que los lleva a
aceptar la legitimidad de sus acciones.
Pero las filtraciones, sobre todo la información derivada de los
reportes sustraídos por Snowden, demuestran que “Washington es incapaz
de comportarse de acuerdo con lo que pregona”.
Y ése es un peligro mayor, advirtieron los politólogos. “Esa
desconexión crea el riesgo de que otros estados decidan que el orden
encabezado por Estados Unidos es fundamentalmente ilegítimo”,
escribieron en Foreign Affairs.
Cierto, dijeron. Otros países, la mayoría de hecho, tiene interés en
cerrar los ojos ante los pecados estadunidenses y las críticas arriesgan
la posibilidad de empujar al “hegemón” a posturas más egocéntricas, sin
contar con que tiene los recursos para tomar desquite de sus
acusadores.
Los adversarios pueden apuntar con el dedo, pero pocos pueden ocupar
convincentemente el superior terreno moral. “Dado que pocas naciones
pueden señalar siquiera la desnudez de la hipocresía estadunidense, y
dado que aquellas que lo hacen pueden ser ignoradas, los políticos
estadunidenses se han vuelto insensibles a los dobles estándares de su
país”, precisaron.
A final de cuentas sin embargo, Farrell y Finnemore creen que las
revelaciones han llevado al colapso de la hipocresía estadounidense y
sobre todo al final de su utilidad.
La alternativa más deseable, aunque no es cómoda, es que Estados
Unidos “actúe de manera compatible con su retórica” y dejen de condonar
la tortura, la indiferencia a muertos civiles no-estadunidenses o la
expansión del estado-vigilante.
De otra forma, la relación costo-beneficios será cada vez más negativa para Estados Unidos...
Por José Carreño Figueras
Tomado de http://www.excelsior.com.mx
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