¿Me sienten muerto,
acaso? Estoy, es cierto, en el dolor de mi pueblo y en el de los hombres dignos
que me amaron y siguieron en cada combate por la justicia. Incluso vivo en el
jolgorio de aquellos pocos que me odiaron y como hienas se regocijan hoy con mi partida física. Pero
vivo también en el respeto de muchos de mis adversarios, los que nunca me
vencieron y aceptaron dignamente su derrota.
Me he marchado para
cumplir otra batalla más, incluso más importante que las que cumplí en vida: la
de la inmortalidad.
Los que piensen que
aquellas banderas por las que luché junto a mi pueblo caerán por cansancio o
abandono, se equivocan. Contemplen a mi pueblo, mi amado pueblo al que nunca
traicioné y amé como a hijo querido, dolido hoy pero esperanzado, jurando
lealtad a nuestras ideas.
Quienes digan que
Fidel se fue para siempre cometen un grave error histórico. Cada hombre, niño,
mujer; cada humano cargado de vergüenza, decoro y esperanza puede decir hoy –con
la virilidad de la tristeza y el dolor de la pérdida– ¡Yo soy Fidel!
Entiéndalo mis
enemigos, simplemente me he multiplicado.
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