Los
recientes encabezados internacionales han estado centrados en la
revelación de un programa de vigilancia -algunos le decimos espionaje-
encabezado por la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos (NSA
por sus siglas en inglés). Este programa llamado PRISM fue filtrado por
Edward Snowden, un extrabajador externo de la agencia estadounidense, el
pasado 6 de junio y publicado en los periódicos The Washington Post y
The Guardian.
El proyecto PRISM consiste en el monitoreo
de la información cursada por los usuarios de los gigantes informáticos
Facebook, Google, Yahoo, Microsoft, Apple y Dropbox junto con algunas
de sus subsidiarias como Youtube y Skype, a la vez que recopila
información de llamadas cursadas por la red telefónica de Verizon.
El
problema es un dilema no resuelto entre ceder en el derecho a la
privacidad para mantener la seguridad nacional. En otras palabras,
estamos eligiendo qué es mejor, o menos peor, entre sufrir ataques
terroristas o perder parte de la privacidad individual. Sin embargo, el
tema es complejo y altamente politizado.
Recordemos que
en 2011, el periódico sensacionalista británico del magnate Robert
Murdoch, News of the World, tuvo que cerrar después de haber sido
acusado de espiar conversaciones telefónicas por años para conseguir sus
noticias. Eso quiere decir que si lo hace un particular es altamente
penado pero en el gobierno sí es válido.
En mi opinión,
el único monopolio absoluto que debe tener el gobierno es el del uso de
la fuerza para castigar a quien infrinja la ley, no el del espionaje
secreto. La privacidad y la libertad no están garantizadas para siempre y
cualquier Estado controlador tendrá la tentación de limitarlas si no
son defendidas constantemente. Aún más, el concepto del gran hermano o
Big Brother, para describir al gobierno que todo lo ve y todo lo escucha
bajo el argumento de una mayor seguridad, tiene el pequeñísimo
inconveniente de dejar una pregunta abierta, ¿quién vigila al vigilante
ya que los particulares lo tienen prohibido?
Es por eso
que es relevante, al menos, que los gobiernos informen sobre los datos
que están monitoreando en vez de mantener la vigilancia en total
secrecía. Por poner un ejemplo simple, imaginemos un edificio en el que
el administrador -representando al gobierno- con la intención de
incrementar la seguridad, unilateralmente instala una cámara oculta en
la puerta del edificio con las cuotas de mantenimiento y solo él sabe de
su existencia. Lo anterior representaría una clara invasión a la
privacidad de los demás habitantes del edificio al estar grabados por la
cámara al entrar y salir de sus casas, almacenando qué traían consigo, a
qué hora lo hicieron y con quién iban acompañados, sin contar que se
utilizaron sus aportaciones para ello. Es una cuestión meramente de
forma. En el mismo caso del edificio, imaginemos que los condóminos
comparten la misma inquietud de inseguridad y deciden ceder parte de su
privacidad y dinero exclusivamente en las áreas comunes del edificio
para elevar su nivel seguridad. Dicha decisión cambia completamente la
historia.
Es por eso que deberíamos preguntarnos: ¿hasta
dónde debemos ceder en privacidad? ¿El gobierno puede poner cámaras y
micrófonos en nuestros hogares? ¿Tienen derecho a leer y escuchar
nuestras conversaciones en línea para mantener la seguridad nacional?
Supongo que es un tema de opinión pública en el que existen personas que
no tienen “nada” que esconder y no se sienten afectadas por este tema.
En este sentido, una declaración del jefe de la NSA estadounidense, el general Keith Alexander, publicada en el ABC de España
comenta que con el espionaje se evitaron ataques de grupos islamistas,
el enemigo favorito y religioso de la actualidad, a un diario danés que
publicó una viñeta de Mahoma y otros complots de atentados de personas
del islam. Pero, entonces ya que salió el tema religioso, ¿y si el
espionaje fuera en las iglesias, mezquitas y sinagogas, en especial,
dentro de los confesionarios privados?
José Carlos Méndez
Tomado de http://www.unocero.com/2013
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