Si pudiera hablar conmigo
mismo del costo de ese tiempo, no sólo en seres amados que se nos fueron, sino
en lastimaduras, bien valdría recordar algunos hechos significativos que nunca
se apartarán de mi memoria. El primero ocurrió el 26 de junio de 1954. Ese día
las tropas mercenarias casi llegaban a la capital. El ejército había
traicionado al pueblo negándole las armas. Mi padre intentó detenerlos en
Chiquimula con unos pocos hombres, pero su esfuerzo fue en vano. Los invasores
dejaban destrucción y muerte tras su paso. Con indolencia masacraron a mucha
gente humilde que sólo quiso amasar un sueño puro por primera vez en su vida.
Nada se pudo hacer para evitarlo. Tal vez sólo morirse en el empeño por
impedirlo.
Llegó el momento,
pues, en que mi padre supo que sólo le quedaba una cosa por hacer: ir a buscar
a su mujer y a sus cinco hijos pequeños y salvarlos de la amenaza enemiga.
Cuando logró hacerlo, la huida fue difícil. En un pequeño camión de volteo nos
metió a todos y tomó el rumbo a Ciudad Guatemala. Un avión enemigo, piloteado
quizá por un norteamericano, comenzó a disparar sus ametralladoras contra el
vehículo en fuga. No les quedó a mis padres otra opción que detener el camión y
escondernos debajo de unos equipos pesados ubicados a un lado de la carretera.
El piloto, entonces, se ensañó con mi familia. Disparó sus balas sin piedad sobre
quienes permanecíamos ocultos entre las moles de hierro y la tierra húmeda. Los
niños llorábamos de miedo, aterrados ante la muerte y el peligro. Mi madre no
pudo contener la rabia que le estallaba dentro del pecho. Demasiado odio contra
el invasor le inundó el corazón e, imitando a una fiera acorralada con sus
cachorros, tomó en sus brazos a mi hermana más pequeña —de apenas cuatro días
de nacida—, y corrió hacia el camino desprotegido. No le importó la muerte que
nos acechaba, ni los desesperados gritos de mi padre ordenándole que se
ocultara.
Con lágrimas en los
ojos, lágrimas de puro rencor, la vi alzar su crispado puño hacia el cielo y la
escuché gritar desesperada:
—¡Yanquis hijos de
puta! ¡No nos rendiremos!
No sé si fue ese
gesto heroico de mi madre el que impactó al piloto invasor o se hartó de tanta
muerte que ya había provocado. Lo cierto es que desistió en su empeño de
asesinarnos y regresó a la base tripulando su máquina de muerte. Entonces todos
salimos al camino y nos abrazamos a mi madre. En los ojos de papá alcancé a
percibir tanta desolación y tristeza que ese instante marcó mi vida para
siempre. A papá nunca lo había visto así, adolorido y taciturno, abrumado por
la impotencia como lo vi ese día. Se le habían derrumbado, de repente, los
sueños acariciados desde la misma infancia de miserias y platos vacíos. De
pronto, la frustración le carcomió el alma, cual un gusano voraz e insaciable.
Era como si la propia vida amamantara —para mi viejo— sólo malas jugadas.
Siempre admiré a mi
madre, desde el minuto mismo en que no le importaron las balas criminales
impactando al lado de sus hijos indefensos y la vi lanzarse ante el peligro con
el dolor temblándole en cada milímetro de su fogosa sangre. En su pecho de
mujer se había acrecentado el odio a la injusticia y, sobre todo, un naciente antiimperialismo
que marcaría para siempre al resto de mi familia. Con ese fuego nos alimentamos
diariamente a partir de ese día aciago para Guatemala. Con esa amarga pero
estimulante pasión justiciera sobrevivimos, desde entonces, convirtiéndola en
brújula de nuestros actos del futuro.
(…)
Durante los días de
Girón mi madre se enfrentó, de nuevo, a los aviones enemigos que atacaban a
Ciudad Libertad. En esta oportunidad le tocó otra vez defender a sus hijos de
la muerte y a los hijos de la tierra cubana que nos acogió como a hermanos. Con
un pequeño revólver calibre 38, enardecida por la misma rabia de antes, mamá
disparó a esos aviones sin temor a morir. De su garganta salieron unas pocas
palabras que resonaron cual una premonición:
—¡Gringos, hijos de
puta, aquí no harán lo que nos hicieron en Guatemala!
(Fragmentos de Confesiones de Fraile: Una historia real de terrorismo)
Excelente, doloroso, ejemplar. In-dignarse es, precisamente, cuando pretenden quitarte la dignidad. Un abrazo.
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