Zar Nicolás II |
La Historia de todo país tiene sus rasgos particulares. El gran
historiador ruso, Vladimir Kliuchevki, señaló en cierta ocasión que “la
Historia rusa es sorprendentemente recurrente”.
Cada vez que la nación estaba eligiendo entre el camino liberal y el conservador, se optaba por este último.
Y no es sólo que las breves reformas acabaran en largos períodos de
reacción, sino que nunca llegaron a arraigar. Promovidas desde arriba,
casi siempre eran forzadas: la monarquía, al sentirse más vulnerable,
compartía de mala gana con la sociedad algunas migajas de su poder
absoluto. Tras recobrar las fuerzas, procedía a recuperar el total de
sus potestades, y a menudo llegaba a multiplicarlas.
La esencia de todas las reformas en Rusia es el intento de
liberalizar el país, es decir, establecer entre los intereses del poder y
las necesidades de la sociedad, la relativa paridad prevista por la
ley. Sin embargo, estos intentos nunca han dejado de vulnerar el
principio clave del sistema político ruso, consistente en que el poder
siempre se hallaba por encima de la ley, incluso si se regía por ésta de
manera formal. De modo que la libertad solo podía concederse a la
sociedad por los representantes del poder.
La “encrucijada” más importante del siglo XX fue la Revolución de
1917. En aquel momento la monarquía, al ver agotados sus recursos, cayó.
Y los liberales de la época se hacían ilusiones de construir el nuevo
poder en base a los esfuerzos de la sociedad civil y el respeto a la
supremacía de la ley. Los ciudadanos del país, en absoluto acostumbrados
a vivir de otra forma, se mostraron incapaces de asumir esa
responsabilidad. Únicamente aspiraban a encontrar una mano dura que los
protegiera y alimentara.
Y ésta no se hizo esperar.
“Creo que me viene bien”
Para principios de 1917 Rusia estaba sumida ya en una profunda
crisis. Su actuación en la Primera Guerra Mundial no era demasiado
exitosa y el país no estaba preparado para una campaña bélica tan
duradera. Como resultado, a los dos años de su comienzo la situación
económica y social de Rusia era, sin temor a la exageración, alarmante:
inflación desorbitada, escasez de víveres y, como consecuencia,
intensificación de huelgas masivas.
Se planteó la necesidad de cambiar al gobierno de Iván Goremykin,
cuya dimisión era exigida por los representantes de todos los grupos
parlamentarios. Se habló de formar “un ministerio de confianza” que
reuniera a profesionales competentes y responsables.
A modo de respuesta, el Zar Nicolás II despidió a aquellos ministros a
quienes consideraba “liberales”. Al mismo tiempo, se negó a introducir
en el país el estado de emergencia. En otras palabras, su reacción a lo
que estaba ocurriendo era, más bien, insustancial.
La crisis se ahondó todavía más, siendo agravado el estado de la
cosas por dos factores: la participación activa en la dirección del país
de la Emperatriz Alexandra Fiódorovna, y la influencia de su favorito
Grigori Rasputin. Empezaron a circular rumores sobre traición. Así, la
heroica y exitosa ofensiva en el Frente Suroeste emprendida por las
tropas del general Alexéi Brusílov en verano de 1916 fue suspendida por
orden del Zar, supuestamente tras haberle insistido su esposa, porque
“el místico Grigori Rasputin había tenido una visión”.
A consecuencia de las intrigas de Rasputin se produjo un número
descomunal de cambios de ministros: entre enero de 1916 y febrero de
1917 cambiaron 3 primeros ministros y 6 ministros del Interior,
abandonaron sus puestos 57 gobernadores y alcaldes.
La suerte fatal estaba echada. En cierta ocasión el primer ministro
Iván Goremykin resumió así el credo del poder en Rusia “Los súbditos han
de obedecer, sean cuales sean las consecuencias. Que se cumpla la
voluntad del Señor”.
Empezaron a urdirse conspiraciones, en diciembre de 1916 fue
asesinado Grigori Rasputin. El líder de uno de los partidos del
Parlamento, Alexandr Guchkov, estaba planeando a obligar manu militari
al Zar Nicolás a abdicar a favor de su hijo Alexéi con la regencia de su
hermano Mijaíl.
En estas condiciones, que auguraban ya la próxima agonía de la
monarquía, la Emperatriz instó a su esposo a mostrarse implacable e
“imponerse a todos”. Puso de ejemplo a los Zares Pedro el Grande, Iván
el Terrible, Pablo I. Pero Nicolás II, al parecer, ni se daba cuenta de
la catástrofe que se estaba avecinando y le respondió en tono tranquilo:
“Yo sé que en los salones de Petrogrado se expresan preocupaciones”. A
muchos les daba la sensación de que el Zar ya se había resignado a un
final trágico y estaba preparado para el sacrificio. El embajador de
Francia en Rusia, Maurice Paléologue, escribió en sus memorias “A
primera vista quedaba claro que el reinado no le causaba satisfacción
alguna, que su papel del Emperador lo desempeñaba sin entusiasmo,
simplemente como un funcionario honrado, nombrado para su puesto por
Dios”.
A juzgar por su famoso 'Diario', que sorprende por la actitud
distante y nada elevada de su autor, lo que más le preocupaba a Nicolás
II en febrero de 1917, días antes de la Revolución y de su abdicación,
era elegir adónde enviar a sus hijos a recuperarse después del sarampión
que habían padecido. Habrá quienes elogiarán sus sentimientos de padre:
era sin lugar a dudas un padre excelente. Pero el país estaba en guerra
y a punto de enfrentarse a la Revolución, mientras que el último
soberano ruso bajo cualquier pretexto se abstraía de la realidad.
Saliendo de Petrogrado hacia el Frente, Nicolás II escribió en el
'Diario': “Mi cerebro descansa aquí, no están ni los ministros, ni
asuntos que requieran mi atención. Creo que me viene bien…”.
“Todos se precipitaron a subirse al buque de la Revolución”
Solo para el último Zar ruso, Nicolás II, pudo pasar desapercibido el
acercamiento de una nueva época y del tsunami revolucionario. Por otra
parte, en febrero de 1917 poco se podría cambiar: la estructura misma
del Estado se había podrido y empezó a desmoronarse.
A partir del 18 de febrero de 1917, en Petrogrado empezaron
manifestaciones masivas de los obreros, a los que se unieron los
estudiantes y parte de los soldados. Los manifestantes exigían trabajo y
comida y que se pusiera fin a la guerra.
El 25 de febrero, el Zar suspendió hasta abril las sesiones del
Parlamento y ordenó “acabar mañana mismo con los disturbios en la
capital”. Al día siguiente, a pesar de que ambas partes intentaron
evitar derramamiento de sangre, resultaron muertos o heridos decenas de
manifestantes.
El 27 de febrero se pasó a los sublevados la mayor parte de la
guarnición militar de la ciudad: querían evitar en su mayoría ser
enviados al frente. Los rebelados ocuparon el Palacio Táuride, uno de
los más importantes de Petrogrado, e instalaron allí al Sóviet de
Diputados Obreros y Soldados.
El comandante del Distrito, el general Sergei Jabálov, informó al Zar
de que no se podía sofocar del todo los disturbios. El presidente del
Parlamento, Mijaíl Rodzianko, solicitó a Nicolas II que formara un
Gobierno que rindiera cuentas a la Asamblea Nacional. Sin embargo, todo
parece indicar que el Emperador seguía sin darse cuenta de lo que estaba
ocurriendo. Comentó a uno de los cortesanos respecto a la solicitud de
Rodzianko: “El gordinflón este me ha vuelto a escribir nimiedades, ni
siquiera le voy a responder”. Al mismo tiempo, ordenó al general Nicolai
Ivanov coger un batallón de los que montaban guardia en el Estado Mayor
y acudir con urgencia a Petrogrado para suprimir las revueltas.
El 28 de febrero, tras decidir volver a Petrogrado, Nicolás II le
mandó a la Emperatriz el siguiente telegrama “En mis pensamientos estoy a
tu lado. Hace muy bueno. Esperamos que todo salga bien”.
La situación de los últimos soberanos rusos en aquellos días hacía
acordarse de Luis XVI y María Antonieta. Igual que el Rey de Francia, el
monarca ruso después de tantos años del reinado no se dio cuenta de que
estaba a punto de estallar una revolución. La Emperatriz Alexandra
Fiódorovna, nacida en Alemania igual que la 'orgullosa austríaca', no
era querida por el pueblo. El destino deparó a ambas parejas un final
trágico de las manos de los amotinados. Y lo único que podían hacer era
recibir con dignidad las privaciones y la ejecución.
El regreso a Petrogrado no fue fácil para el convoy del Zar Nicolás.
Según algunas versiones, el camino fue cortado por marineros borrachos y
el Zar tuvo que cambiar el itinerario y dirigirse a la ciudad de Pskov a
unos 280 kilómetros de Petrogrado, donde estaba situado el Estado Mayor
del Frente Norte.
Al ver el Emperador que encima de la mesa le estaba aguardando una
pila de telegramas urgente enviados por los generales Alexeev e Ivanov y
por el presidente del Parlamento, Rodzianko, dio un suspiro y dijo:
“Vayamos a almorzar primero”.
El 1 de marzo el jefe del Estado Mayor General Mijaíl Alexeev apoyó
la solicitud de Mijaíl Rodzianko de formar un nuevo Gobierno que
rindiera cuentas al Parlamento. Después de un período de meditaciones,
Nicolás II accedió a hacerlo y ordenó al general cesar las represalias.
Alexeev envió telegramas para consultar el asunto con los siete
comandantes de los Ejércitos. Se recibieron seis respuestas con el
consentimiento únicamente del Contraalmirante Alexander Kolchak. El
comandante de la Flota del Mar Negro no respondió. Acto seguido, el Zar
aceptó abdicar.
León Trotski escribiría más tarde en su libro 'Historia de la
Revolución rusa' que “entre los altos cargos militares ninguno se puso
en defensa de su soberano, todos se precipitaron a subirse a la cubierta
del buque de la Revolución, esperando contar con camarotes cómodos.
Generales y almirantes se arrancaban de sus uniformes los escudos de la
Casa Imperial y se prendían lazos rojos. Los civiles por definición no
estaban obligados a mostrarse más valientes que los militares. Cada uno
buscaba sobrevivir”.
Una época acabó y otra todavía no ha empezado. Dos figuras que
gozaban de autoridad en el país, los representantes del Parlamento,
Alexandr Guchkov y Vasily Shulguin, acudieron a entrevistarse con el
Zar, para intentar arreglar la situación y mantener la monarquía.
Insistían en que el Zar abdicara a favor de su heredero.
La opción del padre
El Zar Nicolás puso encima de la mesa el manifiesto de abdicación,
donde se decía que renunciaba al poder a favor de su hermano Mijaíl.
Anteriormente el Zar había aceptado ceder el poder a su hijo Alexei,
pero cambió de opinión. “Espero, caballeros, que entendáis los
sentimientos de un padre”, dijo a los presentes. El Príncipe estaba
gravemente enfermo y el reinado supondría para él una carga demasiado
pesada. Al mismo tiempo, el Zar no quería separarse de su hijo, al que
quería con toda el alma.
Al abdicar, el Zar infringió el Decreto sobre la sucesión al trono
vigente desde la época de Pablo I que prohibía abdicar por el heredero.
Algunos creyeron que de este modo el Imperador conscientemente buscaba
ilegitimizar su abdicación. Parece poco probable, dado que el Zar abdicó
de manera sincera.
Dirigiéndose a Vasily Shulguin, Nicolás II dijo: “Siempre he tenido
la sensación de haber nacido para la desgracia y de que todos mis
esfuerzos, mis mejores aspiraciones, el amor que siento hacia mi patria
la fatalidad lo usarían en contra de mí”.
Todos los presentes se dieron cuenta de la extraordinaria
tranquilidad que rayaba en la errónea evaluación de la realidad que
reveló el soberano al firmar el manifiesto de abdicación. Este crucial
acontecimiento histórico ocurrió de una manera tan cotidiana que uno de
los generales dijo: “como si hubiera cedido el mando de un escuadrón..."
Alexander Guchkov, que no era gran partidario del Zar, recordaba más
tarde: “Todo ocurrió de una forma tan simple y, diría, rutinaria por
parte del protagonista que tuve mis dudas de que estuviera en su sano
juicio. Esta persona hasta el último instante simplemente no se dio
cuenta de la situación ni de lo que estaba haciendo. Incluso de una
figura con un carácter de hierro y un autocontrol impecable se podría
esperar cualquier manifestación de emociones que revelaran sus profundos
sufrimientos. Nada por el estilo. Por lo visto, era una persona
intelectualmente limitada, de una sensibilidad muy baja, por así
decirlo”.
Contó Vasily Shulguin que después de la firma del manifiesto,
Alexandr Guchkov se bajó del tren y se dirigió a la gente corriente que
estaba reunida a la espera de noticias “Compatriotas… Descubrid las
cabezas, haced la señal de la cruz y orad al Señor. El Emperador, para
salvar a Rusia, depuso su título. El Zar firmó la abdicación. Rusia está
entrando en un nuevo camino… Pidamos a Dios que sea misericordioso". La
muchedumbre se quitaba los gorros y se santiguaba. Reinaba un silencio
absoluto...
El propio Zar aquel mismo día en su característica manera lacónica
escribió en su diario “En torno solo hay traición, cobardía y engaño”.
Toda esta tragedia ocurrió en Pskov en el salón del tren en el que se
desplazaba el Zar el 2 de marzo de 1917. En la noche posterior a todos
estos acontecimientos fue sometido a una enorme presión el hermano de
Nicolás II, Mijaíl. En su piso se reunieron varios representantes del
Parlamento que le instaban a tomar decisiones completamente contrarias: a
aceptar la corona y mantener la monarquía y a abdicar a favor de la
República.
El 3 de marzo Mijaíl tomó la decisión de abdicar. Al enterarse de
ello, Nicolás II montó en cólera: “¿Quién le aconsejó que cometiera
semejante vileza?”
La dinastía de los Románov dejó de existir. La monarquía rusa cayó.
Después de la abdicación Nicolás II dedicó varios días a su madre,
que había acudido desde Kíev. Después se despidió de los altos mandos,
llamó al Ejército a seguir combatiendo con valentía y partió para su
residencia en Tsárkoye Seló. Se disponía a emigrar junto con su familia a
Inglaterra.
Sin embargo, el 8 de marzo, en su salón y debajo del tapiz que
simbólicamente representaba a María Antonieta ejecutada por la
Revolución francesa, la Emperatriz Alexandra Fiódorovna recibió al nuevo
comandante del Distrito Militar de Petrogrado, general Lavr Kornílov.
Por encargo del Gobierno interino, éste la informó de que “para poder
garantizar su seguridad” la exfamilia real permanecería bajo arresto
domiciliario.
En breve a Tsárskoye Seló acudió Nicolás II, ya ciudadano de Rusia y coronel Románov. Vino a reunirse con su familia.
Todavía no sabían que les tocaría vivir en el próximo año, cuatro meses y diez días, período que los separaba de su muerte.
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