Lo confieso, debía
verlo con mis propios ojos en la cotidianeidad del cubano común, en sus retos
diarios, en su dolor callado y anónimo. Así, sin pensarlo dos veces y sin contar con nadie, salvo con mis pies ya
viejos y tambaleantes, puse rumbo a Sancti Spíritus y Trinidad. Por equipaje un
bolsa de nylon, sin acompañante alguno y un poco de dinero en los bolsillos. Me fui a punta de dedo.
Apenas amanecía el
primero de enero llegué a la bella ciudad espirituana y pasé un día entero.
Conocí caras nuevas y hermosos seres humanos. Con ellos aquilaté la hermosura
del cubano, su sentido solidario y respeto a mis ideales que ellos compartían
con respeto. Encontré un plato de comida cuando me era indispensable y sacié mi
sed. Hallé, más que todo, mucho calor humano.
Amaneciendo el día 2
de enero marché a Trinidad, aquella amada ciudad que un día me dio el alto honor
de entregarme las Llaves de la Ciudad. Caras amigas y sencillas me resguardaron
de la noche, me cuidaron y llenaron de cariño. Nombres no diré, pues fueron
muchos. Con algunos compartí el luto empecinado que no quería irse de mi
corazón y hallé un hombro solidario.
Simplemente comprobé
que Fidel, mi Fidel, el de todos nosotros, estaba allí, junto a mí, junto a mis
hermanos, más vivo que nunca.
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