Desde que comenzó el mes
de junio tanto en Manhattan como en San Juan miles de puertorriqueños han
salido a las calles levantando dos demandas fundamentales: la independencia de
Puerto Rico y la liberación de Oscar López Rivera quien cumple más de 34 años
de prisión y es el preso político por más tiempo encarcelado en Nuestra
América.
En estas manifestaciones
han participado todos los sectores políticos y sociales de Puerto Rico, sin
excluir a ninguno. Convocados por todas
las organizaciones patrióticas que han luchado contra el colonialismo por
caminos diferentes pero ahora se juntaron para esta acción, a ellas se sumaron
otras que, de un modo u otro, muestran creciente inconformidad con un régimen
que, carente de soberanía, atraviesa además una profunda crisis económica y social.
La causa puertorriqueña
ha sido singularmente compleja y difícil.
Enfrentando por más de un siglo al Imperio más poderoso de la Tierra, la
pequeña isla ha sufrido de un muy duro aislamiento. Por presiones de Washington su drama fue
ignorado por mucho tiempo por la mayoría de sus hermanas latinoamericanas y
caribeñas y silenciado por la gran prensa internacional. Su lucha ha sido, sobre todo, una lucha
solitaria desde que, apartada del gran movimiento emancipador del Siglo XIX, al
que, sin embargo, aportó una importante contribución de combatientes y
sacrificios, fue cedida como posesión por la Corona española al naciente
Imperio norteamericano que sobre ella ejerce un dominio absoluto. El tremendo desafío explica en gran medida
las desavenencias internas que han obstaculizado la necesaria unidad del
pueblo.
La situación, sin
embargo, está cambiando. El motor que impulsa el cambio tiene un nombre: Oscar
López Rivera. La brutal condena que
padece ha generado el rechazo unánime de todos los puertorriqueños sin
excepción alguna.
Oscar no mató ni causó
daño a nadie. No practicó la violencia
ni transgredió las leyes. Su única
experiencia armada fue en la guerra de Viet Nam a la que se vio arrastrado como
tantos jóvenes de su generación y de la que regresó condecorado por el Ejército
norteamericano.
El caso de Oscar es
escandalosamente injusto y así fue reconocido, al más alto nivel, por las
autoridades norteamericanas. En 1999,
hace ya dieciséis años, el Presidente Clinton determinó que a él y a otros
puertorriqueños entonces encarcelados les habían impuesto sentencias
excesivamente prolongadas y por ello debían ser inmediatamente liberados. Oscar rehusó aceptarlo porque aquella acción
presidencial no incluía a otros dos prisioneros. Estos dos hace años cumplieron sus castigos y
recuperaron la libertad mientras que han sido denegadas sucesivas peticiones
presentadas por la defensora de Oscar.
Así se lo pidió al
Presidente Obama en 2013, en votación unánime, la Convención de la AFL-CIO, la
organización sindical norteamericana.
Igual solicitud han hecho todas las instituciones políticas, religiosas,
académicas y sociales de Puerto Rico, incluyendo al Gobernador –que, en gesto
sin precedentes, visitó a Oscar en la prisión federal- y a los partidos
coloniales y todos los medios de prensa de la isla y de la emigración
boricua. Nunca antes se había alcanzado
entre los puertorriqueños semejante expresión de unidad.
Es un milagro del amor y
la solidaridad. Lo hizo posible un
hombre que sacrificó toda su vida por los demás y sufrió los peores tormentos
por la Patria irredenta que hoy encarna ejemplarmente.
Antes que concluya el
mes el Comité de Descolonización de la ONU reafirmará el derecho de Puerto Rico
a su independencia y se sumará a la exigencia por la libertad de Oscar. El Comité ha estado pronunciándose al
respecto desde 1972, siempre reconociendo los derechos inalienables de la nación
puertorriqueña. Pero Washington hace oídos
sordos a un reclamo que, pese a sus empeños por detenerlo, no deja de crecer:
durante años sólo Cuba promovía el tema en la ONU, hoy la acompaña un grupo de
países latinoamericanos. Se necesita
multiplicar las acciones, en la Asamblea General y en todos los foros
internacionales y más allá hasta trasformar el caso de Puerto Rico en lo que
debe ser, una verdadera prioridad para todos.
Se trata de una batalla
en la que América Latina, enrumbada ahora por caminos de una nueva época, tiene
una obligación inexcusable y habrá que librarla con la misma determinación del
patriota indoblegable que, desde la soledad de su celda, ha sabido vencer el
atroz cautiverio.
Ricardo Alarcón de Quesada
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