Desde los años de la guerra fría hasta el 11-S e Irak, sus errores han
sido antológicos. La Agencia Central de Inteligencia, los servicios de
espionaje estadounidenses, han fallado en su principal objetivo:
defender a su país. Periodistas, antiguos agentes de la Compañía y
novelistas describen una organización que nunca fue tan poderosa.
El 20 de septiembre de 1949, la CIA, con unos
despachos que todavía olían a nuevo, informaba a Truman de que la URSS
tardaría al menos cuatro años en hacerse con armamento nuclear. Tres
días más tarde, el presidente anunciaba al mundo que Stalin tenía la
bomba. El 30 de octubre de 1950, la CIA transmitía a la Casa Blanca que
era "inverosímil" que China entrase en la guerra de Corea. Dos días más
tarde, 300.000 soldados chinos cruzaron la frontera y casi echan a los
estadounidenses al mar.
En noviembre de 1956, el entonces director de la
CIA, Allen Dulles, informaba al presidente Eisenhower de que "el 80%
del ejército húngaro se había pasado a los rebeldes" que encabezaban la
primera revuelta contra el poder soviético en Europa oriental. Los
tanques de la URSS demostraron en pocos días hasta qué punto estaba
equivocado: 2.500 húngaros murieron en la represión, 200.000 abandonaron
el país, y se instaló en Budapest una dictadura de corte estalinista.
Bahía Cochinos y todos los intentos para acabar con Fidel Castro, la
invasión soviética de Checoslovaquia, la revolución iraní de Jomeini o
el auge del terrorismo islámico tras la guerra de Afganistán, la caída
del muro y la desaparición de la URSS; por no hablar del mayor fallo de
todos, el 11-S, ni de las inexistentes armas de destrucción masiva de
Sadam Husein...
Esa interminable serie de fracasos es lo que el premio Pulitzer Tim Weiner llama Legado de cenizas,
el título de su historia del espionaje estadounidense, que la editorial
Debate publica la próxima semana en castellano y que la prensa
internacional ha saludado como el mejor libro sobre la Compañía. "La
mala información destruye naciones", explica Weimer, reportero experto
en espionaje de The New York Times, en conversación telefónica
desde su casa de Manhattan. "¿Por qué los troyanos aceptaron el caballo
de los griegos? Por falta de información. La buena inteligencia salva
vidas, la mala inteligencia mata a la gente. ¿Qué hacemos en Irak?
Llevamos más tiempo en ese conflicto que lo que estuvimos en la II
Guerra Mundial. ¿Usted cree que si la CIA hubiese dicho: 'Sadam no tiene
armas de destrucción masiva, las eliminó en los noventa', Estados
Unidos hubiese ido a la guerra? Lo dudo". Y este veterano periodista,
que lleva años informando desde frentes de la guerra contra el
terrorismo como Afganistán o Pakistán, prosigue: "El espionaje es amoral
y no se puede juzgar desde criterios morales. Es la segunda profesión
más antigua del mundo. Todo el mundo espía a todo el mundo, enemigos,
amigos, aliados... Es lo que hacen todos los Gobiernos, y es ingenuo
escandalizarse porque es algo que necesitamos. Sin una buena
inteligencia no existe la defensa ni la política exterior".
Como señalaba The Economist, "muchos libros se han empeñado
en mostrar lo mal que se comporta la Agencia Central de Inteligencia. En
este apasionante y persuasivo ensayo, Tim Weiner demuestra lo mal que
hace su trabajo". A lo largo de años, este veterano periodista, que
recibió el Premio Pulitzer en 1988 cuando escribía para The Philadelphia Inquirer y que desde hace dos décadas es el corresponsal para asuntos de seguridad nacional de The New York Times,
ha recopilado una cantidad insólita de información inédita a través de
documentos desclasificados o de entrevistas con cientos de agentes de
la organización. El resultado es apabullante y también desolador. No
sólo por las acciones encubiertas en los cinco continentes, que han
costado la vida a miles de personas, sino porque, según este autor, la
agencia no ha llegado a cumplir su principal objetivo: defender a EE UU.
La frase con la que empieza su libro lo dice todo: "En el presente
volumen se describe cómo el país más poderoso en toda la historia de la
civilización occidental ha sido incapaz de crear un servicio de
espionaje de primera línea, un fracaso que actualmente representa un
peligro para la seguridad nacional de Estados Unidos".
El título del libro de Weiner, que recibió el
National Book Award en EE UU, recoge una frase de Eisenhower, que le
espetó a Dulles al final de su mandato: "La estructura de nuestros
servicios de información no funciona. Nada ha cambiado desde Pearl
Harbour. He sufrido una derrota de ocho años en esto. Dejaré un legado
de cenizas a mi sucesor".
Sin embargo, sin este "legado de cenizas" no se puede entender el
siglo XX; seguramente, tampoco el siglo XXI. La Compañía también ha
dejado una profunda huella cultural, y no sólo con los grandes clásicos
del espionaje, como John Le Carré o Graham Greene, sino a través de
muchísimos autores, desde El inocente, de Ian McEwan, que
transcurre en el Berlín de la guerra fría con otro de los fracasos de la
CIA como telón de fondo (un gigantesco túnel excavado bajo el este para
tratar de interceptar las comunicaciones soviéticas), hasta la
monumental El fantasma de Harlot (Anagrama), una saga sobre la
agencia de la que Norman Mailer sólo escribió el primer tomo y en la que
el genial narrador concentró todo su conocimiento del siglo XX.
Películas como Los tres días del Cóndor; las de la serie Bourne, sobre un asesino de la agencia cazado por sus antiguos jefes y a su vez convertido en cazador; El buen pastor,
el filme dirigido por Robert de Niro en el que retrata los primeros
años de la Compañía, o el último título de los hermanos Coen, Quemar después de leer, una comedia sobre las memorias de un agente, también han mantenido vivo el mito del espionaje.
La otra gran novela sobre la CIA, La Compañía,
de Robert Littell, que supera los 1.000 folios, está a punto de
publicarse en castellano después de un lustro de espera: saldrá a
principios de 2009 editada por Alea. Robert Littell es uno de los más
inteligentes autores de novelas de espionaje del panorama anglosajón.
Sobre Legends, su último relato de espionaje, escribió John Updike en The New Yorker que reflejaba con maestría el mundo ruso postsoviético. "La CIA hizo algunas cosas bien
y algunas realmente mal: nunca fue capaz de prever la bomba nuclear
india, la caída de la URSS o que un grupo de terroristas iba a
secuestrar aviones y estrellarlos contra las Torres Gemelas y el
Pentágono", explica Robert Littell en una entrevista por correo
electrónico. "Tras la caída de la URSS, la CIA perdió su principal
enemigo y, en cierta medida, su razón de ser. La moral se hundió y se
cerraron estaciones en todo el mundo. El número de expertos dentro de la
CIA en terrorismo islámico y el número de lingüistas capaces de leer el
Corán en árabe podía contarse con los dedos de una mano antes del
11-S".
"Sí, ha sido un gran fracaso", corrobora Robert Baer, ex miembro de
la CIA, veterano de mil batallas, experto en Oriente Próximo y el agente
en el que se inspira el personaje de George Clooney en Syriana, la película de Stephen Gaghan que también se sumerge en la fontanería
de la agencia, concretamente en sus operaciones en Oriente Próximo.
"Basta con mirar la información que se utilizó para justificar la
invasión de Irak: nunca debió convertirse en un informe, era un panfleto
para que la Casa Blanca pudiese vender su guerra", prosigue Baer. Su
volumen de memorias, Soldado de la CIA (Crítica), es un gran
libro de aventuras, quizá demasiado acrítico con los agentes de la
Compañía; pero también representa un apasionante reflejo del mundo del
espionaje en los años anteriores al 11-S.
Entre las muchas historias que cuenta Baer está que,
tras la guerra de los Seis Días, a un analista de la CIA se le ocurrió
capturar un avión soviético, llenarlo de cerdos y soltarlos en La Meca,
la ciudad más sagrada del Islam, para arruinar las relaciones de la URSS
con el mundo árabe. En su novela, que mezcla la realidad y la ficción,
Robert Littell también recupera otra historia de la guerra fría que no
tiene desperdicio: a alguien en la Compañía se le ocurrió la feliz idea
de bombardear varias ciudades soviéticas con preservativos descomunales,
pero en los que pusiese la letra M (de tamaño medio) para deprimir a
las amantes esposas comunistas con las comparaciones. Afortunadamente no
cuajaron. Pero la guerra fría era así: un combate silencioso y
peligrosísimo en todos los frentes, incluso en el del surrealismo.
Preguntado sobre cómo es posible que, con unos servicios de
información tan desastrosos, EE UU pudiese ganar la guerra fría, Weiner
responde: "Los soviéticos la perdieron. El sistema soviético era
terrible desde el punto de vista social y económico. El Estado soviético
se suicidó".
La CIA fue creada por el presidente Harry S. Truman en 1947, como
heredera de los servicios de inteligencia que EE UU puso en marcha
durante la II Guerra Mundial, la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS
en sus siglas en inglés). El principal objetivo era prevenir otro Pearl
Harbour: evitar un ataque sorpresa como el que, el 7 de diciembre de
1941, permitió a Japón destruir una parte importante de la flota
estadounidense en el Pacífico. Aunque, como rápidamente apunta Weiner,
"el 11-S fue un segundo Pearl Harbour; esperemos que no haya un
tercero". Sin embargo, desde el momento mismo de su creación, otros
vieron algo más que una red para conseguir buena información sobre
enemigos y amigos. Uno de los congresistas que votaron el acta inaugural
de la CIA, el futuro presidente Richard Nixon, que tuvo que dimitir por
su afición a escuchar a los demás, afirmó entusiasmado ante la nueva
criatura del Leviatán: "Es legal, es secreto". Un documento del Consejo
de Seguridad Nacional desclasificado en 2003 revelaba los principales
objetivos de la CIA: "Pagar sobornos; abrir frentes anticomunistas;
subvencionar movimientos guerrilleros, ejércitos clandestinos,
sabotajes, asesinatos...".
Las operaciones secretas fueron innumerables: unas veces, los
presidentes de Estados Unidos estuvieron al tanto; en otras ocasiones,
los grandes jerifaltes de la CIA ocultaron información esencial y sólo
mostraron una pequeña parte del cuadro global a sus superiores. Algunas
han sido reflejadas en decenas de libros y películas, como la de bahía
Cochinos, o el golpe de Estado que llevó al poder a Pinochet en Chile, o
el que permitió recuperar el trono a Mohammad Reza Pahlevi, el último
sha de Persia; otras, en cambio, han logrado permanecer fuera de los
radares de la memoria colectiva durante décadas, como los bombardeos
contra Indonesia en 1958 para apoyar una guerrilla contra Sukarno. El
resultado fue un completo desastre, tanto por el coste en vidas como
porque no consiguieron su principal objetivo, ni siquiera lo rozaron.
Aunque no todos estaban de acuerdo. Al Pope, uno de los agentes que
participaron en la operación, y que se salvó de milagro de ser ejecutado
tras haber sido capturado por el ejército indonesio, afirmó: "Dijeron
que Indonesia fue un fracaso. Pero les dimos bien de hostias. Matamos a
cientos de comunistas, aunque seguramente la mitad de ellos ni siquiera
sabían lo que significaba el comunismo".
"Las operaciones encubiertas de la CIA -tratar de
cambiar el mundo en secreto- han solapado su misión más importante:
tratar de conocer el mundo y sus secretos", explica Tim Weiner. "La
agencia nunca fue la fuerza omnipresente que muchos imaginaron que era.
Nunca tuvo una edad de oro, y su historia está llena de pequeños éxitos y
fracasos de largo alcance. Es verdad que sus éxitos fueron importantes:
por ejemplo, tratar de convencer a los presidentes Johnson y Nixon de
que la guerra de Vietnam era un conflicto político que no se podía ganar
por medios militares. Los triunfos de la agencia han salvado algunas
vidas americanas, pero sus fracasos se han demostrado fatales. Primero,
para los cientos de agentes de la CIA, para los miles de soldados y
espías extranjeros, en cierta medida para las 3.000 personas que
murieron el 11-S y para los cerca de 5.000 militares que han muerto en
Irak y Afganistán. El crimen de consecuencias más duraderas ha sido la
incapacidad de la CIA para llevar a cabo su misión más importante:
informar al presidente de lo que ocurre en el mundo".
Una de las operaciones encubiertas más famosas fue la de bahía
Cochinos, la frustrada invasión de Cuba, uno de los momentos cumbres de
la guerra fría. La historia es conocida: el 12 de abril de 1961 unos
1.200 cubanos y estadounidenses, entrenados por la CIA, desembarcaron en
una bahía pantanosa para acabar con la revolución castrista. En apenas
tres días fueron borrados del mapa. No hubo supervivientes. El
presidente en aquellos momentos era uno de los grandes mitos de la
política mundial, y su papel en la invasión es todavía controvertido.
¿Qué sabía John Fitzgerald Kennedy (JFK) de lo que se preparaba? ¿Hasta
qué punto estaba informado de que era imposible que el puñado de tipos
mal entrenados por la CIA acabase con Castro? La imagen de Camelot -el
nombre con el que se conocía a la Administración de Kennedy por su aura
casi mágica- que aparece tanto en el libro de Weiner como en el de
Littell está muy lejos del mito de la Casa Blanca que cambió para
siempre un país y el mundo. Ambos describen una cara oculta; una enorme
obsesión de los hermanos por el secretismo, el control del espionaje y
las operaciones encubiertas. Quizá si JFK no hubiese sido asesinado en
Dallas el 22 de noviembre de 1963 y Robert F. Kennedy en Los Ángeles el 6
de junio de 1968, el rostro menos amable de los hermanos sería mucho
más conocido.
"Fue un terrible error de cálculo, en el que JFK
tuvo una gran responsabilidad", explica Robert Littell sobre la
Operación Bahía Cochinos. "El plan de invadir Cuba con un grupo
guerrillero apoyado por Estados Unidos fue trazado por el general
Eisenhower y fue heredado por Kennedy. Cuando se lo contaron por primera
vez no tenía ni la experiencia ni la seguridad en sí mismo para anular
una invasión ideada por el gran héroe de la II Guerra Mundial. Defendió
que el plan original era demasiado ruidoso y lo cambió por un
ataque en una zona pantanosa llamada bahía Cochinos. Pero, incluso sobre
el papel, la idea de que un grupo de guerrilleros podía invadir Cuba y
derrotar al ejército de Castro era totalmente absurda", prosigue
Littell.
Tim Weiner es todavía más duro: "Los Kennedy pensaban que la política
exterior funcionaba como los enfrentamientos a puñetazos en las
habitaciones inundadas de humo del Partido Demócrata: retorciendo
brazos, haciendo pactos y tomando decisiones a sangre fría. Utilizaron
la CIA como una especie de policía. Y los resultados no fueron buenos".
En Legado de cenizas, basándose en documentos desclasificados, Weiner revela que "mucho antes de que Nixon crease su unidad de fontaneros
con veteranos de la CIA, Kennedy utilizó la agencia para espiar a los
estadounidenses". La afición de los Kennedy hacia las operaciones
encubiertas se tradujo en cifras: Eisenhower ordenó 170 en ocho años de
mandato, los Kennedy ordenaron 163 en apenas tres.
¿Y el presente? Tras el 11-S, dentro de la guerra
contra el terrorismo de la Administración de Bush, la CIA recuperó su
licencia para matar o, en palabras de un veterano de la organización,
"se quitó los guantes". Eso se ha convertido en los vuelos secretos, en
la tortura de sospechosos, en los secuestros de ciudadanos en terceros
países y, en general, en uno de los mayores escándalos en los que se ha
visto envuelta la agencia en toda su existencia. No es que la
implicación de la CIA en malos tratos sea algo nuevo, como demuestra
Gordon Thomas en su último libro, Las armas secretas de la CIA, que acaba de publicar Ediciones B, pero nunca había alcanzado esta escala.
La incapacidad para prever el 11-S demostró que EE UU carecía de
fuentes y de información fiable en el núcleo duro del terrorismo
islámico y de Al Qaeda. Un antiguo miembro de la división para Oriente
Próximo dijo: "La CIA probablemente no tiene ni un solo agente que pueda
hacerse pasar por un musulmán fundamentalista y que esté dispuesto a
pasar varios años de su vida con comida de mierda y sin mujeres en las
montañas de Afganistán. Por Dios, si la mayoría vive en Virginia". Un
oficial, todavía en activo, afirmó: "Las operaciones que incluyen la
diarrea como forma de vida no existen". Siete años después, la situación
no parece haber mejorado, y, de hecho, Osama Bin Laden seguía en
libertad en el séptimo aniversario del 11-S.
"Rusia, China e incluso Irán son nuevas superpotencias, que cada día
son más poderosas. Y no sólo eso: la CIA no sabe casi nada sobre los
talibanes o incluso sobre los narcóticos que fluyen desde Afganistán",
afirma el veterano Robert Baer, que se muestra tajante sobre la tortura:
"No vale para nada, sólo sirve para destruir las leyes
internacionales".
"Bush y Cheney han debilitado a la CIA y a Estados Unidos", señala
Robert Littell. "Y se tardarán muchos años antes de que una nueva
Administración sea capaz de deshacer el daño que han infligido". El
legado de cenizas sigue vivo.
Legado de cenizas. La historia secreta de la CIA+ (Barcelona, Debate, 2008) de Tim Weiner sale a la venta el 3 de octubre.
Guillermo Altares
http://elpais.com
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