Durante la Segunda Guerra Mundial los ejércitos desarrollaron
códigos secretos para que el enemigo no se enterara de sus proyectos ni
de sus maniobras inmediatas. El ejército de Estados Unidos, por ejemplo,
comenzó utilizando metáforas facilonas y pronto se dio cuenta, en
cuanto trataron de descifrar el código que utilizaban los alemanes, que
cierta sofisticación era necesaria y, sobre todo, que sus metáforas eran
de una lastimosa obviedad. Como muestra pondré tres ejemplos: el avión
era sustituido por la palabra “pájaro”; el bombardero volaba enmascarado
por la imagen “pájaro preñado”; y cuando se pretendía atacar con los
tanques de guerra se hablaba de las “tortugas”. Eso del “pájaro preñado”
era una nomenclatura infantil frente a los mensajes que producía una
máquina, inventada por los nazis, que se llamaba Enigma y consistía en
una suerte de vieja máquina Olivetti (un clásico entre las máquinas de
escribir del siglo XX) que traducía los mensajes, que el soldado
escribía con las teclas, a un código inexpugnable de signos, dibujos y,
digámoslo así, eructos gráficos. El código de la máquina Enigma fue
inexpugnable durante casi toda la guerra pero, al final, un grupo de
técnicos ingleses logró descifrarlo y esto supuso un grave contratiempo
para el ejército alemán. Hace unos meses la casa de subastas Bonhams, en
Londres, vendió una máquina Enigma auténtica, cuya foto exhibieron en
su catálogo y, ahí pudimos comprobar que esa máquina mitológica era,
efectivamente, muy parecida a la Olivetti, con la salvedad del estuche,
que en la alemana era una elegante y bien pulida caja de madera. De
manera que la inteligencia militar de Estados Unidos tuvo que sentarse,
durante algún remanso de la Segunda Guerra, a pensar con qué iban a
sustituir ese código simplón que llamaba al bombardero “pájaro preñado”,
y entre whisky y whisky (esa bendita iluminación que proveen las
bebidas de generosa graduación alcohólica) se les ocurrió que podían
aprovechar a los indios navajos que combatían en las islas del Pacífico,
en el pelotón 328, para que diseñaran, con la lengua de su pueblo, un
código tan inexpugnable como el de la máquina Enigma. ¿Qué hacían 29
indios navajos, en el pelotón 328, combatiendo en Iwo Jima y
Guadalcanal, en el ejército de ese país que los tenía encerrados en una
reserva miserable y polvorienta? La respuesta a esta pregunta nos
llevaría otro artículo completo y nos desviaría del apasionante tema de
los códigos secretos.
La de los navajos es una lengua
exclusivamente hablada, no tiene representación escrita, como la de los
Cherokees, por eso, porque no había fuente a la que pudiera acudir el
enemigo, era el vehículo perfecto para transmitir un código secreto. Por
ejemplo, Estados Unidos en lengua Navaja se dice “Ne-he-mah”, que
quiere decir “nuestra madre”. Llamar “nuestra madre” al país que te
tiene encerrado en una reserva ruinosa y pestilente, mientras un montón
de niños descendientes de holandeses o escoceses corretean por una verde
e interminable y aromática pradera indica, a todas luces, que los
navajos tienen a sus madres en un concepto muy bajo. Freud aparte, el
ejército quitó las armas a los 29 navajos que luchaban en el Pacífico
del sur y los recolocó en una palapa frente al mar, para que echaran a
andar el famoso Código Navajo, un código tan competente que nunca pudo
ser descifrado por el Ejército Imperial Japonés. El éxito fue de tal
magnitud que el ejército de Estados Unidos fue a buscar a la reserva
navaja otros cuatrocientos individuos para que apoyaran, con su lengua
inexpugnable, a los 29 que ya trabajaban de sol a sol en el Pacífico del
Sur.
Cuando acabó la guerra, el ejército victorioso, y
severamente diezmado, regresó a su país, y los navajos regresaron a su
reserva, sin ninguno de los privilegios que se daban a los soldados que
no eran indios. El gobierno de Estados Unidos (de Ne-he-mah o nuestra
madre) les escatimó el mérito y el reconocimiento hasta el año de 1968,
cuando la historia de los navajos del Pacífico del sur comenzó a salir a
la luz y se supo que a los integrantes de aquel curioso contingente
militar se les llamaba windtalkers, los que hablan con el viento o, mejor, como el viento. En el año 2001 se colgó a los cinco windtalkers
sobrevivientes que pudieron encontrar la medalla de oro del Congreso de
Estados Unidos y, un año más tarde, el cineasta cantonés John Woo hizo
una película sobre estos navajos heróicos (Windtalkers, 2002)
estelarizada por el siempre sobreactuado Nicholas Cage. De todo esto me
he venido a enterar porque hace unos días leí el obituario de Chester
Nez, el último de aquellos navajos, que llegó a la vejez aquejado de
diabetes, como todos los hombres de su tribu que sufren esta desgracia
endémica, y sin los dos pies que tuvieron que amputarle por una
complicación de la enfermedad. El último de los windtalkers murió hace unos días, a los 93 años, en Alburquerque, Nuevo México. Digamos, como homenaje, una frase sentida al viento.
Jordi Soler
Tomado de http://www.milenio.com/blogs
No hay comentarios:
Publicar un comentario