Institucionalizar el proyecto revolucionario, para cimentar éticamente la República futura
La herencia de José Martí, caracterizada por su valor planetario, encarna honor y responsabilidad especiales para Cuba,
beneficiaria directa de su sacrificio y su luz. Con la guía de su
legado alcanzó el país la liberación nacional y desbrozó el camino para
un afán justiciero del que sería infamante desertar.
La inquebrantable ética de Martí valida el arranque de sus Versos sencillos:
“Yo soy un hombre sincero”. Su obra escrita y en actos, cuyo centro
fue la política, fue expresión de honradez. Lo confirmó con el esmero
táctico y estratégico que puso en el Partido Revolucionario Cubano,
definido por Juan Marinello como “creación ejemplar de José Martí”.
Esa organización, que se proclamó
constituida el 10 de abril de 1892, nació “de la obra de doce años
callada e incesante”, según el propio Martí. Fue, por tanto, para
decirlo apretadamente, fruto de una experiencia que aunó como lecciones o
retos las heroicidades y vicisitudes de la Guerra de los Diez Años; la
historia de los pueblos de nuestra América, lacerada por la herencia
colonial y el caudillismo; la opresión impuesta a Cuba por España, y la
voracidad de los Estados Unidos, potencia entonces naciente y presta a
desplazar a la metrópoli europea en la dominación de Cuba. Martí quiso
frenar el expansionismo estadounidense, y buscar el equilibrio del
mundo, con la independencia de las Antillas y de nuestra América en
general.
La república deseada por Martí para Cuba
debía tener como “ley primera […] el culto de los cubanos a la dignidad
plena del hombre”. De lo contrario, no merecería ni “una lágrima de
nuestras mujeres ni una sola gota de sangre de nuestros bravos”. Lo
proclamó el 26 de noviembre de 1891, en el discurso Con todos, y para el bien de todos, umbral de los documentos rectores del Partido que se gestaba. En el Manifiesto de Montecristi plasmó la aspiración de que la guerra no fuese “la tentativa caprichosa de una independencia más temible que útil”.
Fundar un pueblo nuevo
Martí sometió su creciente y bien ganada
autoridad personal a una institucionalidad que impidiese el fomento del
caudillismo, nocivo aunque lo animaran las mejores intenciones. De
producirse, las deformaciones caudillescas harían que el Partido y su
brújula dependieran de individualidades, tanto más influyentes cuanto
mayores fueran su autoridad y sus méritos.
Escritas por él, quien propició que fueran aprobadas en el seno de una emigración patriótica mayoritariamente obrera, las Bases
de la organización explicitan un propósito básico: “fundar […] un
pueblo nuevo y de sincera democracia, capaz de vencer, por el orden del
trabajo real y el equilibrio de las fuerzas sociales, los peligros de
la libertad repentina en una sociedad compuesta para la esclavitud”.
Deseaba el bien de todos, pero conocía las fuerzas que se autoexcluían de ese fin. En el artículo titulado Los pobres de la tierra, alusión a aquellos con quienes en Versos sencillos había dicho que quería echar su suerte -y la echaba-,
habló de “la patria, ingrata acaso, que abandonan al sacrificio de los
humildes los que mañana querrán, astutos, sentarse sobre ellos”.
En los preparativos de la contienda
resultaba prematuro —o ni tiempo habría para ello— anticiparse a
teorizar sobre modos de gobierno para la paz. Pero reclama atención un
apunte que diversos estudiosos —Cintio Vitier y Jorge Ibarra los
primeros— han destacado por las iluminaciones que aporta —coherentes
con el pensamiento general del autor—, pero no ha recibido toda la
atención que merece. Tomado del volumen Fragmentos de las Obras completas martianas, y copiado, por apremio de espacio, sin los puntos y aparte que allí tiene, expresa:
“Ha de tenderse a una forma de gobierno en
que estén representadas todas las diversidades de opinión del país en
la misma relación en que están sus votos. Un consejo de gobierno, que
elija, cada año, su presidente de su seno. El Congreso: electo cada
cuatro años.– Que el pueblo elija los gobernadores; el Consejo de
Gobierno corresponderá al número de votos.– De siete, por ejemplo, los
siete que relativamente obtengan más votos. Que cada opinión esté
representada en el gobierno. Que la minoría estará siempre en minoría:
¡como debe estar, puesto que es la minoría! Para [que] no se vea
obligada a ser la oposición, como es ahora, ni influir en el gobierno
como enemiga obligada, y por residencia, sino de cerca, con su opinión
diaria, y por derecho reconocido. Garantía para todos. Poder para
todos.– Sobre los puestos puramente políticos.– Inamovibles los
empleos.–”
En particular, lo planteado sobre puestos políticos buscaba que estos no deviniesen privilegios en el vaivén del favoritismo.
Con el pueblo
El 24 de enero de 1880, en el discurso que
puede tomarse como inicio público de la labor de doce años que dio
origen al Partido, Martí afirmó: “El pueblo, la masa adolorida, es el
verdadero jefe de las revoluciones”; y en Nuestra América, a
inicios de 1891, señaló que en esta parte del mundo se había incumplido
un deber cardinal: el de hacer “con los oprimidos […] causa común,
para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de
los opresores”.
Su claridad sobre la relación entre tales
intereses y hábitos de poder ilumina el alcance de aquel apunte, poco
estudiado, que rompe los límites de la democracia semifeudal o burguesa
que él conoció. La superó también el modo como concibió y estructuró
el Partido, con elecciones anuales y la posibilidad de que los
dirigentes —empezando por el Delegado, cargo para el cual fue electo él—
fueran depuestos por los electores, ante quienes debían rendir
periódicamente cuenta. Buscaba crear las raíces para un funcionamiento
social que en el mundo sigue siendo un desiderátum incumplido, o
burlado.
En campaña se dio a organizar una
República en Armas que respetara los requerimientos de la lucha armada
y, a la vez, asegurase la representación de la patria, para que esta no
deviniese una mera “secretaría” del ejército llamado a liberarla. La
clara perspectiva se aprecia en textos como el resumen de su Diario de campaña sobre la entrevista con los heroicos generales Máximo Gómez y Antonio Maceo en La Mejorana.
En su empeño organizativo y de pensamiento procuraba que, sin demoras -“son derrotas”-, se celebrase la que llamó “Asamblea de Delegados de todo el pueblo cubano visible, para elegir el gobierno adecuado a las condiciones nacientes y expansivas de la revolución”. En plena guerra la Asamblea debía hacerse con representaciones de “las masas cubanas alzadas”, para que no fuera una reunión de enviados de los jefes.
Sin moldes ni frenos
Se trataba de abonar la democracia
necesaria en la paz, y también para ello urgía poner contención a los
planes de los Estados Unidos. De diversas formas, hasta el final de su
vida, Martí denunció los manejos de la potencia en ascenso: regida por
los monopolios, había levantado en su territorio una tiranía
industrial, y fomentaría a su alrededor gobiernos dóciles a sus
intereses y, por tanto, opuestos a todo proyecto sinceramente
democrático.
Se necesitaban prácticas democráticas
nuevas, preparar creativamente al pueblo para que fuera capaz de
librarse de quienes quisieran sentarse sobre él en una república a la
que “nadie puede llevar moldes o frenos”. Pero Martí murió antes de
celebrarse la Asamblea que él planeó, y sus previsiones sobre los
peligros en acecho se confirmaron. Tal realidad frustró el proyecto
democrático, de veras popular, amasado por él.
El valor de ese proyecto, como
históricamente ha ocurrido con los grandes ideales liberadores en un
mundo donde ha prevalecido la opresión, lo confirma lo que su
frustración acarreó para nuestra América y aun para el mundo todo. Pero
la actitud honrada está en no resignarse ante los designios impuestos
por las fuerzas hegemónicas o dominantes, y enfrentar los obstáculos
sin amedrentarse por las desventajas y la oscuridad en que la justicia
pueda verse arrinconada en el planeta. El honor de los honrados
vencidos será preferible a la ignominia de los vendidos exitosos.
Si Martí sometía su autoridad a una
institucionalización que debía representar los intereses más
abarcadores y dignos de la patria, no era para debilitar la causa por
la cual dio la vida, sino para fortalecerla, y no ilusamente. Cuatro
días antes de caer en combate escribió en su Diario: “Escribo,
poco y mal, porque estoy pensando con zozobra y amargura. ¿Hasta qué
punto será útil a mi país mi desistimiento? Y debo desistir, en cuanto
llegase la hora propia, para tener libertad de aconsejar, y poder moral
para resistir el peligro que de años atrás preveo”.
En ese texto desistir significa
acogerse a las decisiones de una Asamblea democrática que, entre sus
prerrogativas, tendría decidir el futuro del Partido y trazar la
Constitución para la República que debía asegurarle el camino a la
soñada para la paz. Pero la Asamblea se hizo sin el fundador: ya no
sería la misma que él planeó, ni lo serían las decisiones adoptadas en
ella.
Muerto Martí, se violaron principios democráticos que él había procurado sembrar con el Partido Revolucionario Cubano. Sus Estatutos secretos
—redactados por él mismo— fijaron: “Caso de muerte o desaparición del Delegado, el Tesorero lo pondrá inmediatamente en conocimiento de los Cuerpos de Consejo, para proceder sin demora a nueva elección”.
—redactados por él mismo— fijaron: “Caso de muerte o desaparición del Delegado, el Tesorero lo pondrá inmediatamente en conocimiento de los Cuerpos de Consejo, para proceder sin demora a nueva elección”.
Lo que perdura
Martí no expresó sugerencia alguna
—habría infringido aquella norma cardinal— sobre quién podría
sustituirlo en un proceso que debía ser democrático desde la base. La designación
de Tomás Estrada Palma para ocupar el cargo de Delegado después de la
tragedia de Dos Ríos, no fue fruto de la voluntad del héroe. Pero, si
fuera cierto —y ello requeriría un escrutinio inviable en los límites
de este artículo, cuyo autor ha rozado el tema en otras páginas— que
Martí confiaba en aquel expresidente de la República constituida en
Guáimaro, la ignominia de la deslealtad recaería sobre el triste
personaje, no sobre la memoria del fundador.
Su legado vive incólume y luminoso, por la
coherencia de su pensamiento y sus actos, no afincada en espejismos,
sino en un penetrante conocimiento de la realidad y en una proverbial
capacidad creativa para encararla. El Partido Revolucionario Cubano,
escudo ético, no sería de los que el 3 de abril de 1892, en vísperas
de la proclamación de aquel, Martí sostuvo: “Los partidos suelen nacer,
en momentos propicios, ya de una mesa de medias voluntades, aprovechada
por un astuto aventurero, ya de un cónclave de intereses más
arrastrados y regañones que espontáneos y unánimes, ya de un pecho
encendido que inflama en pasión volátil a un gentío apagadizo, ya de la
terca ambición de un hombre hecho a la lisonja y complicidad por donde
se asegura el mando”.
En el corazón de Martí, y en el de sus más
fieles seguidores, empezando por los humildes —pioneros en llamarlo
Apóstol—, y sin excluir a nadie que honradamente lo apoyara, el Partido
que él creó abrazaba aspiraciones limpias: “Nació uno, de todas partes
a la vez. Y erraría, de afuera o de adentro, quien lo creyese
extinguible o deleznable. Lo que un grupo ambiciona, cae. Perdura, lo
que un pueblo quiere. El Partido Revolucionario Cubano, es el pueblo
cubano”.
En ese texto Martí no deslindó si lo que
el grupo quería era hipotéticamente bueno o malo: lo decisivo estribaba
en que lo bueno, para merecer el triunfo, debía quererlo el pueblo. De
ahí la necesidad de una prédica persuasiva, honrada y lúcida, basada
en el ejemplo. El día antes de su muerte escribió la carta inconclusa
considerada con razón su testamento político, y que también lo es en lo
tocante a las ideas aquí abordadas.
A Manuel Mercado,
fraterno confidente le dijo en esa carta: “entiendo que no se puede
guiar a un pueblo contra el alma que lo mueve, o sin ella, y sé cómo se
encienden los corazones, y cómo se aprovecha para el revuelo incesante
y la acometida el estado fogoso y satisfecho de los corazones. Pero en
cuanto a formas, caben muchas ideas, y las cosas de hombres, hombres
son quienes las hacen”.
Seguro de que Mercado lo conocía, añadió:
“En mí, solo defenderé lo que tengo yo por garantía o servicio de la
Revolución”. Convencido de que actuaba con la eticidad que dio
consistencia a su práctica y a sus ideas en todos los terrenos, también
le confió: “Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni
me agriaría mi oscuridad.–Y en cuanto tengamos forma, obraremos,
cúmplame esto a mí, o a otros”.
Queda en pie el ejemplo de quien defendió la utilidad de la virtud, no la virtud de la utilidad, y obró rectamente, sin resignación cobarde o pragmática ante las adversidades.
Por: LUIS TOLEDO SANDE* (cultura@bohemia.co.cu)
(21 de enero de 2013)
Tomado de http://www.bohemia.cu
- Coordinó el presente número acerca de José Martí, a quien ha dedicado la biografía Cesto de llamas y otros libros.
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