Compañía de teatro infantil “La colmenita”
Mi generación, la que nació en el límite de las dos épocas, en el
instante del parto histórico, muy poco antes y mucho después, la que se
multiplicó por el deseo y la confianza de las madres que entonces
decidieron emular a la Historia en eso de parir, de crear, fue hija de
los libros. Alguien debiera anotarlo: las Revoluciones, todas, sienten
una vocación pedagógica. Lenin se refería al hecho de que los pueblos,
en época de grandes transformaciones, aprenden en semanas, en días, lo
que en épocas normales llegan a entender en décadas, en siglos. Pero
nunca es suficiente. Las Revoluciones necesitan del saber, nacen
hambrientas de saber. Fidel lo expresó de forma clara: “les pido que
lean, no que crean”.
Para que las llamadas masas pudieran leer, en Rusia, en China, en Cuba, en Nicaragua, en Venezuela,
las Revoluciones alfabetizaron al pueblo. Alfabetizar no significa
aprender a deletrear y a escribir el nombre propio. Significa
transformar a los hombres y mujeres, de simples objetos, en sujetos.
Significa hacerlos partícipes, protagonistas de sus vidas. La pasión por
el saber, por entender, por transformar y comprometer la vida humana en
decisiones personales, colectivas pero personales, como la de aquella
mujer del filme de Fernando Pérez (Madagascar)
que se buscaba en una foto aérea de la Plaza donde se aglomeraba un
millón de personas, una foto que hacía que los rostros fuesen
indescifrables, que simularan ser una “masa” informe, y que sin embargo,
era un canto a la individualidad: todos los “retratados” se asumían
como protagonistas únicos.
La mujer del filme se buscaba absurdamente porque siempre se sintió
protagonista, porque no concebía que su rostro no se distinguiera.
Porque ella, entre todos, era ella, como nunca antes lo había sido. Qué
difícil es explicarle esto a los que nunca han vivido una Revolución,
o a los que se distanciaron de ella. Al capitalismo no le interesa que
las masas se transformen en colectivos de individuos. Porque no le
interesa el individuo, aunque su retórica doctrinal lo enarbole como
excusa.
Si me preguntan qué aporta el socialismo a los derechos culturales
del ciudadano, tendría que decir algo en apariencia sencillo: la
posibilidad de que se encuentre a sí mismo. Por eso los dos actos que
simbolizan a la Revolución,
que establecen los puntos cardinales de su cruzada cultural, son de una
parte la alfabetización, y de la otra, la edición millonaria de la obra
cumbre de las letras hispánicas: Don Quijote, el primer libro
publicado por el gobierno revolucionario. Los hombres y mujeres de la
Patria libre, los recién alfabetizados, eran simultáneamente invitados a
traspasar el lindero de la llamada “alta” cultura. Se les pedía que
fuesen Quijotes y que pelearan contra sus propios molinos. Contra todos
los molinos.
Por eso, también, una de las primeras medidas adoptadas por la Revolución,
fue la creación del ICAIC, del cine libre, del cine comprometido. Y una
de las escenas más conmovedoras la registró ese cine de sí mismo en sus
primeros pasos: la reacción de los vecinos de un pueblo de la montaña
frente a una pantalla ambulante; las risas, los asombros, los suspiros
de unos espectadores vírgenes, que se descubrían en la pantalla, porque
si empezaban a ser protagonistas de sus vidas, lo serían también de
aquellas imágenes en movimiento. Y muchos niños huérfanos, deslumbrados,
danzaban en las escuelas de ballet, y se transformaban en estrellas
rutilantes de un firmamento que había estado vedado para ellos apenas
unos años antes, mientras una generación de guajiros se convertía en la
nueva vanguardia de las artes plásticas.
La isla de Utopía era una fábrica de bailarines clásicos y de
peloteros. Y los actores se trasladaban a lugares como la Sierra del
Escambray o a la Ciénaga de Zapata, para fundar el teatro y los hombres
del futuro. Entonces aparecieron los cantores rebeldes, simples Silvios y
Pablos, en poses y melodías difíciles de descifrar, según los viejos
códigos, que los guerrilleros y los estudiantes, y los rebeldes de toda
la América nuestra hicieron suyos de inmediato y reivindicaron en la
clandestinidad, y en las prisiones, y en la muerte. Nosotros, los hijos
de los alfabetizados, los hermanos menores de los cantores primeros,
fuimos sobre todo alumnos. Vestidos de azul, de carmelita, de verde, de
blanco y azul, que sé yo, enfundados en todos los uniformes de la
esperanza, discutíamos frente a los murales o a los carteles que los
pintores de vanguardia dejaban como señales del tiempo en las escuelas, o
conversábamos, sentados en el piso, con el líder de la Revolución latinoamericana, Fidel, simplemente Fidel.
Éramos hijos de los libros, digo, y a veces creo que la fortaleza era
también la debilidad. Pero asistíamos a los actos y soñábamos, como
recientemente confesara Silvio, con asaltar Moncadas, o pertenecer a
“los comandos del silencio”, la aventura de la epopeya tupamara, con
empuñar la adarga del libro iniciático de la Revolución, en la Moneda, o en Angola, o en la frontera de la Nicaragua sandinista, con ser Alberto Delgado o el David de En silencio ha tenido que ser,
la serie de televisión. Días felices, días sin nada, más que la pura
felicidad de vivir a conciencia, en los bordes de un mundo nuevo.
Nuestro deber era estudiar, leer. Hasta que sobrevino el derrumbe de los
países que nos acompañaban, o que parecían acompañarnos. Hasta que la
neblina desdibujó el futuro. Y un largo paréntesis nos dejó a la deriva.
Entonces comprendimos que la instrucción no se convertía de manera
espontánea en cultura, que ser revolucionario no era un problema de
conocimientos –aunque también presuponía un saber–, sino de ética.
Los valores de la época, los que la historia nos hacía compartir con
los habitantes del planeta, adquirían un matiz trágico en el socialismo:
la corrupción podía ser sistémica en una sociedad que no se interesaba
por el origen del dinero, del tener, pero en el socialismo es
antisistémica. El revolucionario no era el que más sabía, sino el más
ético. La triste desconfianza, que nos hacía presuponer la doble moral
del vecino, se alimentaba de una certidumbre: es la virtud la que nos
hace revolucionarios. La virtud es un suceso cultural de la mayor
importancia. Ser cultos –la única forma de ser libres–, es ser éticos.
Si me preguntaran cuál fue el mayor aporte de la Revolución a
la cultura, diría que hacernos sujetos de la historia. Mis derechos
culturales pasan por los libros que leo, por las obras de teatro, de
ballet, o de cine que veo, por los deportes que practico o disfruto, por
las preocupaciones, dudas y anhelos que me mueven, por mi capacidad
para decidir lo que soy, lo que seré, más allá incluso de lo que tengo o
pueda tener, y también, sobre todo, por mis sentimientos de solidaridad
para con los otros, dondequiera que vivan. Mis derechos culturales se
definen en la utilidad que aporta mi vida. Eso es la Revolución.
Por: Enrique Ubieta Gómez*
Texto tomado de la publicación: http://www.lajiribilla.cu
*Ensayista
y periodista. Es autor de los libros Ensayos de identidad (1993), De la
historia, los mitos y los hombres (1999), La utopía rearmada (2002),
Venezuela rebelde (2006) y Cuba, ¿revolución o reforma? (2012), entre
otros. Integró el equipo de redacción de la Historia de la literatura
cubana en tres tomos, que preparó el Instituto de Literatura y
Lingüística. Fundó y dirigió la revista Contracorriente (1995 – 2004) y
la Videoteca Contracorriente del ICAIC (2003 – 2007). Actualmente dirige
La Calle del Medio, publicación de opinión y debate. Recibió en 2002 la
Distinción por la Cultura Nacional y en el 2011 la Orden Félix Elmuza.
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