Durante siglos, los gobiernos han dicho a sus soldados y a su pueblo:
conozcan al enemigo. El problema con el
califatodel Isis, el Estado Islámico –y es un gran problema para el presidente Obama después del asesinato del periodista James Foley–, es que no sabemos qué es. Nos hablan de sus carnicerías, de su crueldad, sus raptos de mujeres; de que entierran vivos a humanos, de su saña contra cristianos y yazidíes y sus decapitaciones públicas, pero eso es todo. Incluso el líder del EI, Abú Bakr Bagdadi, parece una combinación demencial del Mahdi que asesinó a Gordon de Jartum, el ejecutado Osama Bin Laden y Oliverio Cromwell, el que hizo a los civiles de Drogheda lo mismo que el lord protector musulmán Bagdadi ha hecho a sus enemigos.
El asesinato ritual de Foley es suficiente para disuadir hasta al más
temerario de los periodistas de buscar una entrevista con Bagdadi.
Nunca en Medio Oriente tanta tierra se había salido de límites hacia los
medios occidentales. Tan ignorantes somos del Estado Islámico (antes de
Irak y Levante) –una tierra oscura de la cual los reportes que vemos
vienen de los videos que sus militantes toman con sus teléfonos–, que
los Obama, Cameron y Hammond apenas pueden rechinar los dientes ante
este enemigo indecible. Reacciones fáciles, pero a partir de las cuales
no hay mucho para dónde avanzar.
Sin embargo, el EI sabe hacer una cosa: confrontar a Obama con un
problema de rehenes de su país, el mismo enigma que enfrentó Tony Blair
cuando Ken Bigley apareció ante el lente de la cámara de video. ¿Qué
hacer? ¿Prestar oídos sordos a las advertencias y demostrar así que no
le importan sus ciudadanos al emprender operaciones militares –lo cual
es verdad–, o convertirse en otro Jimmy Carter, reverente ante todo
capricho de los enemigos, hincar una rodilla en tierra y decir al
Pentágono
deténganse ahí?
Ahora Obama ha visto ya la siguiente amenaza contra un reportero
estadunidense. ¿Vacilará? No puede hacerlo, ¿o sí? Sospecho que la
respuesta será eso que los presidentes y primeros ministros siempre han
hecho mejor tratándose de Medio Oriente, y anunciará que el asesinato de
Foley muestra no sólo cuán terrible es el EI, sino cuán importante es
continuar bombardeando para destruir tan nefasta institución. En otras
palabras, convertir la sádica reacción del EI hacia los ataques aéreos
en la razón por la cual Washington lleva a cabo los ataques aéreos.
Después de todo, bombardeamos al EI porque mata a los yazidíes, despoja a
los cristianos y amenaza a los kurdos. Y luego a Irak. Ahora tenemos
otra razón para bombardear el
califatode Bagdadi.
Para los periodistas, ayer fue un día espantoso. Hace 30 años los
árabes reconocían nuestro papel de observadores neutrales. Con el correr
de los años, y a medida que periodistas han sido abatidos por fuerzas
militares estadunidenses, soldados israelíes y rebeldes iraquíes (así
como milicias árabes), nuestra vulnerabilidad se ha vuelto infinitamente
mayor. Cuando nuestro cuate el mariscal egipcio Abdel Fatah Sisi
encierra periodistas durante meses, muy poco se preocupan los gobiernos
occidentales. Cuando nuestros propios amos muestran tan poca inquietud
por nuestro destino, no es sorprendente que el EI –o Isil o como se
llame– se prepare a ejecutarlos.
Bombardeo, hace unos días, del ejército sirio sobre la ciudad de
Raqqa, controlada por fuerzas yihadistas opositoras al gobierno de
Bashar AssadFoto Reuters
Desplazados de la minoría yazidí que huyeron de la violencia de
milicianos del Estado Islámico, en el norte iraquí, esperan el autobús
para reingresar a Irak desde Siria, en el campo de refugiados en
QamishliFoto Reuters
Pero no es algo que interese mucho al EI. Existen dos verdades
que Occidente tendrá que enfrentar con respecto al salvaje y demente
califatode Bagdadi: estos verdugos, o sus predecesores, comenzaron su carrera en los videoasesinatos de la resistencia antiestadunidense en Irak y, por repulsivas que sean sus actividades, cientos de miles de musulmanes sunitas viven en la zona del califato y no han huido por su vida. Por supuesto, no es un indicio agradable. Si el
califatoes tan grotesco y abominable en su brutalidad impulsada por la pureza, ¿por qué toda esa gente –iraquíes y sirios– no ha escapado junto con sus hermanos cristianos? ¿Será que unos cuantos miles de combatientes armados son en verdad capaces de coaccionar a tantas personas en un espacio tan amplio de Medio Oriente?
Regresemos a los meses y años posteriores a la invasión
angloestadunidense de 2003. Los rebeldes o insurgentes se sentían
capaces de mostrar extraordinaria crueldad hacia sus castigos. Una vez
me ofrecieron en Faluya un video de un hombre al que unos encapuchados
le rebanaban la garganta. Me llevó algún tiempo darme cuenta de que la
víctima era casi seguramente un soldado ruso y sus asesinos eran
chechenos. Alguien había llevado ese video a Faluya para que los futuros
carniceros de la resistencia aprendieran de él. Esa es la violencia
épica que nuestra invasión desencadenó. Y la mayoría de musulmanes
sunitas se quedaron en sus pueblos y ciudades y siguieron viviendo
mientras sus hermanos –los ciudadanos del futuro EI– llevaban a cabo su
siniestra labor. En otras palabras, es obvio que el
califatono les parece tan terrible a ellos como a nosotros. ¿Hay un problema allí? ¿O es sólo cuestión, como los estadunidenses parecen pensar, de comprar a las tribus sunitas –esas minisociedades de propósitos múltiples de las que dependemos cuando las cosas van mal–, o de que su gobierno nacional sea más
incluyentedespués de la partida de Maliki, para acabar con Bagdadi? Esas son las preguntas que deberíamos hacernos.
En sus días finales, Osama Bin Laden expresaba rechazo por la naturaleza sectaria de los ataques
islamitas; incluso recibió de Yemen una traducción de un artículo que escribí en The Independent en el que describía a Al Qaeda como
la organización más sectaria del mundo.
Las cosas han cambiado. Al menos, cuando me reuní con Bin Laden, no temí por mi vida.
Rober Fisk
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
La Jornada
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