El tour de Guantánamo para la prensa se creó en la década
pasada. El País de Madrid ya lo ha hecho en tres ocasiones anteriores, y
esta es la cuarta.
Aquí sigue textual la nota publicada en la edición de hoy del
diario español, sobre la insurrección que se está produciendo en el
centro de detención de terroristas de Guantánamo.
“La identidad de quienes acceden al interior del Campo 5 y del Campo 6
—todos los números de campos anteriores son historia, y el Campo 7 es
secreto— se preserva de forma escrupulosa. Los periodistas dejan sus
credenciales en la garita de la entrada. Los soldados arrancan
de su uniforme el velcro que les identifica por su apellido, y los
guardas —policías militares— solo portan un número por toda
identificación. En el teatro del absurdo en que se ha convertido el centro de detención de Guantánamo, los
soldados que dan atención médica a los presos encerrados en la base
naval estadounidense en territorio cubano se hacen llamar por nombres
tomados de obras de Shakespeare. Así, la psiquiatra es Dionisia
(tomado de la obra Pericles, príncipe de Tiro), que confiesa, ingenua,
no saber muy bien las razones por las que los reos no reclaman sus
servicios de sanidad mental.
Malvolio, Feste y Orsino (de Noche de reyes) forman parte del grupo
de enfermeros de refuerzos que el Pentágono se vio obligado a enviar
hace un mes para atender el creciente número de alimentaciones forzosas
que se estaban llevando a cabo en la cárcel como consecuencia de la cada
vez mayor cantidad de presos en huelga de hambre. Oficialmente son 104,
sobre una población reclusa total de 166, según datos de la semana
pasada, cuando este periódico fue autorizado a realizar una visita
guiada de cinco días a la polémica prisión que EE UU abrió en
2002 en tierra extranjera para poder burlar un buen número de leyes,
entre ellas la Convención de Ginebra, que garantiza derechos a los
prisioneros de guerra.
Cuando pasan pocos minutos de las cuatro de la madrugada reina un
silencio absoluto dentro del Campo 6. Se acerca la plegaria de las
cinco, que, debido a la redacción de un guion esperpéntico, se
permite escuchar a la prensa, como si el rezo de los prisioneros se
tratase de un espectáculo de tortugas desovando o de la exhibición del
último oso panda llegado a un zoo. De manera paralela, los
guardas —la mayoría, entre los 19 y los 21 años, unos niños cuando se
produjeron los ataques del 11-S y George W. Bush iniciase la guerra
contra el terrorismo— preparan los desayunos, de los que más de un
centenar acabarán en la basura.
“Nuestras órdenes son seguir las normas que se aplican en las
prisiones federales de EE UU y alimentar a la fuerza a los seguidores
de la huelga en peores condiciones”, asegura uno de los médicos
al frente del centro sanitario, exclusivo para los reos (los militares
de la base son tratados en un hospital distinto). “Hasta que no nos ordenen lo contrario, esa práctica no va a cambiar, no dejaremos que ningún detenido muera de hambre”,
asegura este miembro de la Marina que salpica su discurso con la frase:
“Yo cumplo órdenes”. “Aquí, todo se hace siguiendo la más absoluta
legalidad”, explica, y refuerza su tesis con el siguiente argumento: “Mi
madre me llama asustada por todo lo que lee sobre Guantánamo, y yo solo
puedo tranquilizarla diciéndole una cosa: ‘Mamá, estoy orgulloso de lo
que hago”, dice este hombre en la cincuentena.
Lo que este comandante de la Marina hace, al menos dos veces
cada día y con ayuda de otro militar, es atar a una silla
—específicamente diseñada para esta labor— al preso que debe ser
alimentado, y que llega allí por su pie o a la fuerza. Una vez atado se
le coloca una máscara sobre la cara que impide que mueva la boca, así
como que pueda morder o escupir. Hasta aquí el primer paso.
El segundo comienza con la aplicación en las fosas nasales de
un lubricante quirúrgico —“también vale aceite de oliva”, apunta el
comandante mostrando un bote de plástico relleno de un líquido viscoso
de color verde— antes de introducir un tubo por la cavidad nasal. Según
los abogados de los detenidos, en este punto sus clientes se quejan de
sufrir un dolor intenso y no poder dejar de lacrimar, ya que en esa zona
existen muchas terminaciones nerviosas.
El enfermero de turno relata en menos de ocho segundos lo que sucede a
continuación, pero para los presos, aseguran sus letrados, se trata de
una agonía que parece no acabar nunca. El tercer paso se inicia con el
descenso del tubo quirúrgico por la garganta hasta el estómago, que hace
que se haga difícil la respiración y se produzca la sensación que
algunos describen como ahogamiento.
El cuarto paso comienza por sujetar el tubo a la nariz con un
esparadrapo, para evitar que el preso lo muerda y, una vez asegurado, se
inicia la tarea de volcar a través del mismo 750 mililitros de una
sustancia rica en nutrientes. En este punto se puede incorporar al
suplemento alimenticio una medicina conocida como Reglan —que tiene como
efectos secundarios en el largo plazo síntomas parecidos a los que
provoca el párkinson— para mitigar la sensación de náuseas o hinchazón
en el preso.
“Todo el procedimiento dura 20 minutos”, asegura el
uniformado que con frialdad quirúrgica ha explicado el desagradable
proceso. “Puedo garantizar que no es doloroso, yo me lo he hecho a mí mismo”,
explica este sargento segundo que, como todos los demás, practica el
anonimato y se le conoce solo por la denominación MED-OIC (sanitario;
oficial al cargo).
Sobre Guantánamo solo se sabe una parte de la historia, la que las
autoridades militares quieren contar y que, en un acto de circense
transparencia, publicitan con las visitas al penal, indeleble mancha en
el historial de derechos humanos de Estados Unidos. La prensa no tiene
acceso a los presos, 86 de los cuales han obtenido el visto bueno para
poder abandonar la isla y ser transferidos a terceros países y, sin
embargo, ven los días pasar sin que nada suceda. Algunos llevan 10 años
encerrados sin cargos. De los 166 que quedan —a mediados de la década
pasada llegó a haber cerca de 600—, 151 están calificados bajo la
etiqueta “bajo valor”. Solo seis enfrentan estos días las audiencias
previas a los juicios que están por llegar: el responsable del ataque
con bomba contra el portaaviones USS Cole en 2000 en un puerto de Yemen,
Abd al Rahim al Nashiri, y los cinco supuestos responsables de los
ataques terroristas del 11 de septiembre.
La versión oficial sobre la huelga de hambre, según narra el
director de asuntos públicos del Pentágono en la base, el capitán Robert
Durand, es que 104 ejercen la huelga de hambre de forma activa.
Pero, a partir de ahí, cualquier número vale. Según uno de los médicos
entrevistados, “hay presos que llevan seis años en huelga de hambre”.
Ante la mirada atónita de quien escucha esa respuesta, el oficial de la
Marina adopta un tono de confidente y asegura que los presos mienten,
que claro que comen, a veces poco, pero comen. “Solo quieren llamar la
atención”, finaliza. Un objetivo que, sin duda, han conseguido ya hace
meses.
El verano pasado, como reconoce el capitán Durand, Guantánamo fue
abandonado por la prensa. “Ni siquiera fue un tema en la campaña
electoral presidencial”, cuenta. Tampoco lo fue en el discurso del
Estado de la Unión de febrero, pronunciado por Barack Obama pocos días
después de su segunda toma de posesión. Si en 2009 el presidente
prometía cerrar Guantánamo en el plazo de un año, la realidad política y
el obstruccionismo del Capitolio —con la Cámara en manos de los
republicanos— se impusieron, y un año más tarde el penal no solo seguía
abierto, sino que a continuación se reanudaron las comisiones militares
que Obama había desterrado.
Guantánamo quedaba una vez más suspendido en un limbo jurídico e indiferente a la opinión pública. Hasta que el pasado mes de febrero, seis presos iniciaron una protesta dejando de comer.
En principio, se atribuyó, por parte de sus abogados, a que los
soldados que los vigilan habían dado un trato irrespetuoso a sus
ejemplares del Corán. La protesta fue en aumento. En una semana eran ya
12 los que no ingerían alimentos. Al acabar marzo, los letrados de los
reos aseguraban que eran un centenar quienes se habían sumado a la
huelga.
Para entonces, los responsables de la base explicaban que la protesta
se debía a la frustración de detenidos por no ver avances en su
situación, lo que se agravó con la callada por respuesta que dio el
Departamento de Estado a la hora de sustituir al enviado especial
encargado de transferir a los detenidos, y la confirmación, poco
después, de que el puesto quedaría vacante. Hoy, sin embargo, vuelve a
tener dueño: el abogado Clifford Sloan, que esta semana ha volado a la
isla.
El 6 de abril, según la versión oficial del Pentágono, se hizo
necesario entrar en las zonas comunes que compartían los reos y sofocar
una protesta que comenzó al tapar estos con cajas de cereales las
cámaras con las que la policía militar los vigila. La decisión fue
tomada por el coronel John Bogdan, el comandante a cargo del conocido
como JDG (Joint Detention Group, el grupo responsable de todas las
operaciones que se llevan a cabo con los detenidos). No es esta la
primera vez que en Guantánamo ha habido una huelga de hambre, pero
Bogdan decidió afrontarla de manera diferente a como se había hecho
antes. En lugar de tratar de restaurar el orden encontrando
soluciones junto a los detenidos, el coronel consideró que la huelga no
era una protesta, sino una insurrección, y que no negociaría nada hasta
que abandonaran su decisión de no comer.
La Operación Antes del Amanecer se llevó a cabo pocas horas después
de que una delegación del Comité Internacional de la Cruz Roja
abandonara suelo cubano, visita que se había adelantado ante la
creciente presión de la opinión pública por conocer lo que en realidad
estaba sucediendo dentro de los muros de Guantánamo. Con dos simples
frases Bogdan se defiende de aquellos que le acusan de haber provocado
un profundo deterioro en la vida en los campos de detención y responder
con mano dura a la huelga: “Cumplimos con nuestro trabajo. En Guantánamo están los mejores hombres de la nación sirviendo a su país”.
Este coronel del Ejército de Tierra llevaba poco más de seis meses al
frente de los campos de detención cuando estalló la huelga, y fue
destinado al puesto sin haber dirigido nunca antes una prisión, lo que
no le ha impedido ser el autor del manual de seguridad conocido como SOP
(siglas de Protocolo de Actuación, en este caso referente a los
presos).
El Ramadán está a punto de comenzar —el próximo martes 9 de
julio—, y Bogdan asegura que, excepto que reciba órdenes en contra,
seguirán las alimentaciones forzosas, aunque intentarán hacerlas después
de la caída del sol. Los musulmanes ayunan durante esta
festividad religiosa, y obligarles a comer solo supondría añadir más
agua a un vaso que desborda de desesperación desde hace ya tiempo. Un
grupo de abogados de los presos encerrados en Guantánamo ha pedido ya a
un tribunal federal en Washington que ponga fin a “la grotesca práctica”
de alimentar por la fuerza a los reos. Los letrados argumentan que
sobre sus clientes no pesan cargos y que, por tanto, no se les puede
someter al régimen federal de prisiones que permite ese castigo para
evitar su muerte.
Bajo el puño férreo de Bogdan, al margen de los campos de detención
la vida sigue como si nada en la base de Guantánamo. Las cocinas siguen
preparando menús —que irónicamente incluyen uno para presos a régimen— y
la responsable de los fogones muestra orgullosa la última hornada de
galletas. Pero dentro de la visita al que fue denominado el Gulag del siglo XXI no se incluye ningún contacto con los presos.
Ninguna manera de comprobar si se corresponde con la realidad la
idílica situación que describen las autoridades para los encerrados en
Guantánamo: “Tienen DVD, 25 canales de televisión, libros de
Harry Potter y mejor asistencia sanitaria que la que disfrutan los
ciudadanos de EE UU”, lo que siendo un supuesto halago es una pésima
publicidad para la nación más poderosa del mundo. Las
entrevistas están fuera de toda cuestión. Ni tan siquiera una fotografía
de espaldas, “para proteger sus derechos”, justifican para negarlo, lo
que no deja de ser irónico respecto a personas que no tienen ningún
otro.
Guantánamo, como todo lo que le rodea desde que en 2002 fue creado
por la Administración de Bush —las comisiones militares, la farsa de
defensa para los presos—, es puro circo. De nada vale que las
autoridades militares intenten convencer —sin pruebas— de que los
prisioneros son tratados con humanidad. Esos detenidos carecen incluso
del derecho más básico que tiene un reo: saber de qué se le acusa.
Pensando en su bienestar y alegando respeto por su religión,
la mente brillante que diseñó las celdas pintó una flecha de color negro
en el suelo que apunta hacia la Meca. “Para la orientación de los
detenidos a la hora de practicar sus plegarias”, explica una teniente
coronel como el agente inmobiliario que muestra el solárium de un dúplex
en la playa. Gran tacto. No lo es tanto el hecho de que la alfombra
para rezar esté justo al lado de la taza del inodoro (si es que se habla
de no herir sensibilidades).
Atendiendo a lo anterior, los responsables de los campos de detención
consideraron apropiado que los presos contaran con un “consejero
cultural”, alguien que pudiera servir de puente entre los reos y los
militares porque sus raíces estuvieran entre esos dos mundos, el
musulmán y el castrense. Sin lucir estrellas y siendo extremadamente
vago sobre quién paga su nómina —“el Pentágono”, dice, pero hasta ahí—,
Zak luce amplia sonrisa de encantador de serpientes mientras asegura que
en Guantánamo los presos tienen todas sus necesidades cubiertas —“hasta
pan de pita”, dice— excepto una: no tienen relaciones sexuales, ni, por
supuesto, la posibilidad de visitas vis a vis.
Zak —“los prisioneros me llaman Zaky”, comparte— no quiere que su
apellido aparezca escrito en la prensa, ni accede a ser fotografiado.
Dice que muchos de los que practican la huelga de hambre lo hacen por la
presión que ejercen sobre ellos los líderes. “Pero sobre todo”,
prosigue, y para él ahí está el verdadero motivo de que hayan dejado de
comer, “lo hacen para no tener deseo sexual. El hambre lo aletarga y les
quita ese apetito”, prosigue con un ejemplo de lo contrario: “Los
presos chinos, sin embargo, han engordado bastante en estos años”. Ya
solo quedan tres prisioneros de esta nacionalidad, tres personas de la
minoría china musulmana conocida como uigur y que están encerrados ellos solos en el centro conocido como Campo Iguana.
“No permitiremos que nadie muera de hambre”, anuncia Zak
siguiendo la tesis oficial. A pesar de las buenas intenciones de todos,
104 personas siguen negándose a comer hasta que vean una salida a la
situación en la que están atrapados. Y a pesar de Zaky, quien dice que
habla con ellos “una vez al mes” —y se indigna y no contesta cuando se
le pregunta qué hace el resto del tiempo—, un prisionero de Campo 6 y
otro de Campo 5 intentaron suicidarse —ambos trataron de colgarse con su
propia camisa— la noche anterior a que el coronel Bogdan diera orden a
sus hombres de que entraran en los centros comunes y desalojaran a los
reos y los condenaran a vivir en celdas individuales.
El centro de detención que se inició como algo temporal está valorado
hoy en cientos de millones de dólares, y el Pentágono reclama 200 más
para mejorarlo y construir una prisión de máxima seguridad que sustituya
al secreto Campo 7. Todo, paralelo a la intención renovada de cerrar el
penal que recientemente —forzado por las huelgas de hambre— ha
manifestado el presidente Barack Obama.
Pero no hay esperanza a la vista. Guantánamo ha mejorado con los años para empeorar.
Lejos queda ya Campo X, el que todo el mundo tiene impreso en la retina
cuando se menciona el infame penal: aquel al aire libre cerca del mar
Caribe en el que los presos vestían de naranja y eran transportados en
carretillas de madera por sus captores y que hoy está devorado por la
maleza y unos roedores gigantes apodados banana rats. Hoy, los reclusos,
sin embargo, pasan frío debido al brutal aire acondicionado que congela
unos módulos construidos a imagen y semejanza de prisiones de máxima
seguridad estadounidenses”.
Por Ana De Salvo
El Pais de Madrid
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