El intenso olor de pescado se expande para todo mi
pequeño apartamento napolitano hasta llegar a mi cueva personal. Es la
señal inequivocable, más poderosa que un
cañonazo, que me comunica que el almuerzo del domingo está listo. Lo
entiendo, lo sé, pero no me importa. Me faltan pocas páginas para
terminar un incomprensible capítulo
de teoría del comercio internacional y decido seguir para no perder el
hilo de
un confundido discurso que fatigo a comprender. Además es costumbre casi
sagrada en mi
familia que -a la hora de comer- tras la señal olfativa llegue también
la
última advertencia verbal. Así que me quedo leyendo unos dos minutos
más.
Llega la advertencia. Es mi madre que -con su voz de típica mujer
veraz del sur de Italia- emana un grito amenazante que hace vibrar los
vasos y me hace
entender que mi llegada a la cocina no puede posponerse ni un segundo
más. Cierro el libro, me levanto aún pensando en las últimas cosas que
estaba
leyendo -esa improbable amalgama de números, gráficos y palabras- y como
una
especie de muerto viviente, sin medir los pasos, me arrastro hacia la
cocina y
me siento a la mesa. Un plato de espaguetis me hace volver a la vida.
Comienza oficialmente el almuerzo dominical. Es un momento importante, el único almuerzo de la semana donde la familia no cuenta con ningún ausente. Hay que aprovecharlo. Pocos minutos, el tiempo de consumir un plato de pasta, y tendré que volver a tratar de imponer a mi cerebro símbolos que ni siquiera sé pronunciar.
Bajamos el volumen de la televisión, sin apagarla, queda ahí como cuarto miembro de la familia, quizás como reemplazo de mi hermano que se casó hace años. Empieza la conversación. Mi padre me pide más detalles sobre la prueba que sostuve el lunes pasado, las demandas que me hicieron y -como todos los padres que creen que su hijo es el más inteligente del mundo- me pregunta por qué razón esta vez no saqué un sobresaliente. Luego se habla del futuro próximo. Saben que estoy en otra asignatura económica y quieren entender por lo menos el título de lo que estoy estudiando. Trato de explicarles lo esencial, cuando llega una interrupción. El cuarto miembro de la familia nos impone su poderosa presencia. Mi madre afirma haber visto una bandera cubana en televisión, “igual a la que tengo en mi cuarto” (por si acaso existieran otras).
La conversación se acaba. Cuba tiene la precedencia sobre cualquier otra cosa, ellos lo saben, se han resignado a ese hijo medio loco, casi exaltado, y a sus ideas y perspectivas tan raras e inexplicables. Decreto el silencio absoluto en la cocina, subo el volumen al máximo, llega la decepción. Yoani Sánchez usurpa una vez más un espacio en el principal noticiero de mi país. Desde el fondo de mis vísceras llega un espontáneo y libertador “pal’carajo esa mujer”. Casi voy a apagar esa voz aburrida y repetitiva, para olvidarme de su existencia, al menos hoy, pero algo me detiene, es el bloguero que alberga en mí que se impone sobre el yo instintivo y grosero, y me obliga -casi como un sádico torturador- a escuchar palabras que me provocan todo tipo de reacción síquica y física, y despiertan antiguos lenguajes obscenos que había abandonado junto con mi adolescencia.
Comienza oficialmente el almuerzo dominical. Es un momento importante, el único almuerzo de la semana donde la familia no cuenta con ningún ausente. Hay que aprovecharlo. Pocos minutos, el tiempo de consumir un plato de pasta, y tendré que volver a tratar de imponer a mi cerebro símbolos que ni siquiera sé pronunciar.
Bajamos el volumen de la televisión, sin apagarla, queda ahí como cuarto miembro de la familia, quizás como reemplazo de mi hermano que se casó hace años. Empieza la conversación. Mi padre me pide más detalles sobre la prueba que sostuve el lunes pasado, las demandas que me hicieron y -como todos los padres que creen que su hijo es el más inteligente del mundo- me pregunta por qué razón esta vez no saqué un sobresaliente. Luego se habla del futuro próximo. Saben que estoy en otra asignatura económica y quieren entender por lo menos el título de lo que estoy estudiando. Trato de explicarles lo esencial, cuando llega una interrupción. El cuarto miembro de la familia nos impone su poderosa presencia. Mi madre afirma haber visto una bandera cubana en televisión, “igual a la que tengo en mi cuarto” (por si acaso existieran otras).
La conversación se acaba. Cuba tiene la precedencia sobre cualquier otra cosa, ellos lo saben, se han resignado a ese hijo medio loco, casi exaltado, y a sus ideas y perspectivas tan raras e inexplicables. Decreto el silencio absoluto en la cocina, subo el volumen al máximo, llega la decepción. Yoani Sánchez usurpa una vez más un espacio en el principal noticiero de mi país. Desde el fondo de mis vísceras llega un espontáneo y libertador “pal’carajo esa mujer”. Casi voy a apagar esa voz aburrida y repetitiva, para olvidarme de su existencia, al menos hoy, pero algo me detiene, es el bloguero que alberga en mí que se impone sobre el yo instintivo y grosero, y me obliga -casi como un sádico torturador- a escuchar palabras que me provocan todo tipo de reacción síquica y física, y despiertan antiguos lenguajes obscenos que había abandonado junto con mi adolescencia.
El noticiero
la presenta como “una ciudadana que lucha para obtener sus derechos, en un país
donde tener derechos es un delito” y que “por escribir en su blog ha sido perseguida
y encarcelada varias veces”. Objetivo último del servicio es promocionar su
último libro en el que “denuncia al gobierno de Raúl Castro que obliga a su
pueblo a vivir bajo la línea de pobreza” y “habla de los derechos humanos pisoteados”.
La breve tortura termina, el cuarto miembro vuelve a callarse
finalmente, y sobre
la mesa baja el silencio. Farfullo algo entre yo y yo, pero no sé que
estoy
diciendo, a lo mejor coloco en orden alfabético las palabras más
indecentes que
mi italiano y mi napolitano me ofrecen. Mis padres, los dos juntos, casi
temerosos por mi reacción, me
preguntan cómo es posible que yo quiera irme a vivir en un país como
éste. Otra vez la
misma pregunta, siempre la misma, la de siempre, la que contesto desde
hace años, vuelve a
imponerse a mis orejas. Respiro. Respiro otra vez. Un respiro más. Trato
de
calmarme. Repito y mido en mi mente cada palabra que les voy a decir. No
debo ser
impetuoso, ni agresivo. Ellos no saben, no pueden saber. Trato de
explicarles,
con discursos casi simplistas, todo lo que sé de esta mujer y, casi como
ejercicio de autocontrol, le impongo una sonrisa falsa a mi boca, una
expresión
que debería tranquilizar a mi miedosa familia. El clima no se aquieta. A
todas
mis argumentaciones ellos siguen respondiendo con un “¿entonces por qué
la
televisión dice eso?”, como si este cuarto miembro fuera dotado de
inteligencia propia. Yo sigo. Ellos siguen. La tensión se levanta, ya no
hablamos, gritamos. Yo sigo. Ellos siguen. Gritamos siempre más. Por fin
me
rindo, ellos no pueden entender y yo no tengo la fuerza para que
entiendan. Vuelve
a bajar el silencio. Me doy cuenta de que la comida ha terminado. Me
levanto y voy
a estudiar más molesto que nunca con esa cubana que arruinó mi domingo.
Por Vincenzo Basile (Capítulo Cubano)
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