Tal como publica Tiempo Argentino,
en la madrugada del 28 de junio de 2009, el entonces presidente
hondureño Manuel Zelaya fue secuestrado a punta de pistola por un grupo
de soldados y subido a un avión con rumbo a Costa Rica. Pese a que el
viaje era corto, antes de llegar al país vecino la aeronave hizo una
parada para cargar combustible. No fue en cualquier lugar. Zelaya y sus
captores descendieron en la base militar de Palmerola, perteneciente a
Estados Unidos pero ubicada en suelo hondureño.
Aterrizamos en la base. Hubo movimientos afuera, yo no sé con quién hablaron. Como unos 15 o 20 minutos estuvimos ahí",
contó el ex mandatario, que fue despojado del poder esa misma noche.
Tiempo después, cuando fue liberado, denunció al Departamento de Estado
de EE UU por su vinculación con el golpe. "Todas las pruebas lo
incriminan", aseguró.
La destitución de Zelaya es uno de los capítulos más tristes de la
historia latinoamericana reciente y otra muestra más del persistente
poderío estadounidense en la región. Porque, aunque son pequeñas y se
camuflan bajo el disfraz de la acción humanitaria, las bases militares
que la Casa Blanca mantiene en el continente sirven
para realizar tareas de espionaje, acceder rápidamente a valiosos
recursos naturales y, por supuesto, impulsar procesos
desestabilizadores. Se trata, en definitiva, de un arma vital para que
EE UU mantenga su hegemonía en un territorio que, en los últimos años,
se mostró reacio a las relaciones carnales y a la imposición directa de
políticas foráneas.
Una pequeña muestra de esa "rebeldía"
latinoamericana se hizo pública el pasado 27 de marzo, cuando el
secretario general de Unasur, Ernesto Samper, expresó su inquietud por
la multiplicación de bases en el continente y propuso su eliminación
definitiva para replantear las siempre conflictivas relaciones entre EE
UU y los países de la región. En ese sentido, dijo que los primeros
pasos para empezar a discutir el tema podrían darse en la Cumbre de las
Américas, que se celebrará entre el viernes y el sábado que viene en
Panamá. Hasta allí llegará el presidente Barack Obama, que estará mano a
mano con dos mandatarios muy críticos de la famosa política
estadounidense del "patio trasero": el cubano Raúl Castro y el
venezolano Nicolás Maduro.
En su cuestionamiento a las bases de EE UU, Samper también consideró
que esos complejos militares "pertenecen a la época de la Guerra Fría" y
nada tienen que ver con los tiempos que corren. Sin embargo, para la
Casa Blanca son un instrumento de fenomenal utilidad: actualmente cuenta
con unas 1000 bases en todo el mundo. El número exacto no está claro: aunque en un documento de 2008 el Pentágono reconoció que hay 865 en 46 países,
quienes estudiaron el tema en detalle hablan de más de 1250
distribuidas en 100 naciones y critican que en los registros
gubernamentales no se incluyan las bases instaladas en Afganistán e
Irak.
En el caso latinoamericano tampoco se puede hablar de una cifra
"oficial". Muchas de las operaciones estadounidenses en la región se
mantienen bajo siete llaves, lo que vuelve dificultoso el trabajo de los
investigadores. Pero sí hay números estimativos. El Movimiento por la Paz, la Soberanía y la Solidaridad entre los Pueblos (MoPPaSSol) contabilizó 47 bases, aunque no todas son de EE UU: también hay de la OTAN o de países europeos como Francia y el Reino Unido.
La periodista argentina Telma Luzzani realizó una
extensa investigación que publicó en 2012 bajo el título Territorios
vigilados. Cómo opera la red de bases militares norteamericanas en
Sudamérica, donde identificó más de 30 Sitios de Operaciones de Avanzada
(FOL, por sus siglas en inglés) en por lo menos 17 países
latinoamericanos. Se trata de bases pequeñas en las que rigen las leyes
estadounidenses. Operan en red y son utilizadas para recolectar datos,
proteger oleoductos, vigilar flujos migratorios, realizar monitoreos
políticos o apoyar golpes de Estado, ya sea exitosos, como el de Zelaya
en Honduras, o fallidos, como los que hubo contra el fallecido Hugo
Chávez en Venezuela y Rafael Correa en Ecuador. Algunas bases, como la
ubicada en la Bahía de Guantánamo, funcionan como centros de detención y
tortura.
El objetivo de estos complejos es, por un lado, económico. No es
casualidad que las fronteras de Venezuela y Brasil estén rodeadas por
bases militares estadounidenses: el país gobernado por Maduro es uno de
los mayores productores de petróleo a nivel global, mientras que el de Dilma Rousseff descubrió,
hace pocos años, un impresionante yacimiento petrolero bajo el Océano
Atlántico, el famoso Pre-sal. A eso se suma la riqueza en recursos
naturales y minerales del Amazonas.
El interés también es político. El surgimiento de líderes como
Chávez, Correa o Evo Morales –que cuestionaron abiertamente el poderío
estadounidense, el Consenso de Washington y las políticas neoliberales–
comenzó a inquietar cada vez más a Estados Unidos. Ante el surgimiento
de organismos de defensa de los intereses regionales, como Unasur y
Celac, la Casa Blanca vio cómo en pocos años la región, a la que estaba
acostumbrada a dominar sin muchas dificultades, se le escapaba de las
manos. Algo que, según coinciden demócratas y republicanos, no se puede
permitir. Hasta 1999, Sudamérica era un territorio libre de tropas
estadounidenses permanentes. Pero las cosas empezaron a cambiar tras la obligada retirada del Pentágono de Panamá y después de los atentados del 11-S.
Dos hechos que funcionaron como una excelente excusa para la Casa
Blanca, entonces con vía libre para aumentar la agresividad de su
política exterior. El 11-S sirvió para justificar las invasiones a Irak y
Afganistán, mientras que la retirada de Panamá fue el argumento
perfecto para la apertura de bases militares en el Caribe, Centroamérica
y América del Sur, ya que la Casa Blanca no podía darse el lujo de
perder presencia en su "patio trasero". Así fue cómo se instalaron
distintos complejos en El Salvador, Aruba, Curacao y Ecuador.
La política militarista de Obama no difirió mucho de la de Bill
Clinton o de George W. Bush. El 1 de julio de 2008, la IV Flota de EE UU
volvió a patrullar las aguas del Atlántico y el Pacífico Sur, después
de 58 años de inactividad y motivada, según denunciaron varios especialistas,
por la vigilancia de los recursos naturales. Un año después, Colombia
permitió la apertura de siete bases militares en su territorio, algo que
preocupó a toda la región e incluso generó conflictos entre distintos
mandatarios.
El tema volvió a ser noticia esta semana, cuando EE UU anunció que
creará una fuerza especial para América Latina con sede en Honduras. La nueva unidad funcionará en la base de Palmerola, la misma en la que aterrizó Zelaya aquel fatídico 28 de junio de 2009.
Contará con 250 hombres y dispondrá de poderosos recursos de guerra,
como un catamarán de alta velocidad y cuatro helicópteros pesados. Otra
vez, un incansable avance imperial que enciende la alarma de América
Latina.
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