Desde pequeños, a los niños cubanos se les enseñan determinados valores
afines a los principios sobre los que se erige la sociedad cubana: amor a la Patria, antiimperialismo,
internacionalismo, solidaridad, humanidad, entre otros. A esos niños se
les cuenta quienes eran los héroes de Cuba y de América, desde Martí hasta el
Che, los que murieron sembrando las semillas para la construcción de un mundo
más justo y libre.
Pero, a pesar de esto, una de las
argumentaciones más utilizadas por los “detractores o críticos” del proceso
revolucionario cubano es el hecho de que, en las últimas cinco décadas, el
gobierno cubano ha llevado adelante una gigantesca obra de adoctrinamiento que
empieza desde la edad más temprana y continúa en todos los aspectos de la vida
de los cubanos. Según esas personas, la enseñanza de los valores básicos de una
sociedad se convierte en adoctrinamiento ya que, desde su perspectiva simplista
de la realidad, se trata de ideas impuestas a través de un lavado de cerebro.
El argumento más utilizado por estas personas, para construir la imagen de una
Cuba adoctrinada, es el ejemplo de los niños cubanos en las escuelas que cantan
el himno nacional, acompañándolo con la famosa frase "¡Pioneros por el
comunismo: seremos como el Che!"
A los niños occidentales, por supuesto, todo
esto no les ocurre, no se les impone el estudio de la vida de falsos
mitos y de sus obras, no se les impone la parcializada y aburrida
visión de documentales que les explican los genocidios coloniales y las luchas
independentistas. La industria cultural occidental está libre
de visiones tan parcializadas. Esos niños crecen sin ser influenciados por
semejantes atrocidades ideológicas, con una autónoma visión del mundo que les
permite encontrar una clarísima línea de demarcación entre el bien y del
mal.
Esta visión dicotómica -niños adoctrinados y
niños libres- choca, por cierto, con las experiencias de mi niñez. Yo
fui uno de estos niños libres y podría escribir decenas de
párrafos hablando del miedo al diverso que me enseñaron en mi
escuela; podría solo citar, como ejemplo, ese indeterminado día del 1991 cuando
yo, con solo siete años de edad, regresé a casa con lágrimas de terror porque
la maestra nos había contado la horrible historia de un hombre
malvado que vivía en Iraq y que quería bombardearnos y matarnos a todos. Pero
quizás esta fue una excepción justificable con la incompetencia de esa
precisa maestra.
Por eso, la que les voy a contar es un
anécdota que probablemente habrán vivido la mayoría de los niños libres de
mi generación.
Sinopsis tomada de la carátula de Delta Force |
Imagínense que, gozando de mi profunda
libertad occidental, cuando era niño mi película preferida, y la de todos mis
amiguitos del barrio, era Delta Force,
un filme americano-israelí de 1986, que nos cuenta la ola de democracia y de
paz que los Estados Unidos trajeron al Líbano (Oriente Medio) y de su incesante
lucha contra el terrorismo árabe-palestino.
Los árabes -todos los árabes- son presentados con colores grises, sin
escrúpulos, personas que odian la democracia, desprecian la vida y se deleitan
en matar, riéndose en los cadáveres de las inocentes víctimas norteamericanas e
israelíes. Pero, cuando la victoria parece imposible, finalmente llega la
indetenible Delta Force, un equipo militar de expertos democratizadores que
arreglan las cosas, liberan a los rehenes y restablecen el orden en la
peligrosa Beirut.
En mi mente está indisolublemente marcada la
escena final: los sobrevivientes están en un avión, regresando a Estados
Unidos, y se unen cantando el himno norteamericano, en homenaje a los que han
caído en la lucha por la libertad y contra el terror, verdaderos héroes cuyos
ejemplo y coraje siempre acompañará e inspirará las futuras acciones de
los hombres justos.
Mis amigos y yo pasábamos horas corriendo por las calles, con nuestras
pistolas de juguete, divididos rígidamente en dos frentes distintos, los buenos
y los malos. El guión ya estaba escrito: los que -contra su propia
voluntad- tenían que jugar la parte mala, sabían que no podían
sobrevivir frente a las más sofisticadas armas americanas y a los más altos
valores que guiaban a los buenos, es decir, libertad, paz, democracia. Todos
sabíamos desde el principio que el bien ganaría. El bien tenía que ganar.
Finalmente, tras destruir todas las células enemigas, el juego se acababa y todos regresábamos a nuestras casas con la convicción de haber construido un barrio -lo que entonces era nuestro mundo- más justo y seguro, protegido de las amenazas de los pérfidos y peligrosos árabes, enemigos de la humanidad.
¡Suerte que crecí en un país no adoctrinado
que me permitió separar claramente el bien del mal!
Por Vincenzo Basile (Capítulo Cubano)
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