sábado, 6 de julio de 2013

¡Pioneros por la libertad: seremos Delta Force!


Desde pequeños, a los niños cubanos se les enseñan determinados valores afines a los principios sobre los que se erige la sociedad cubana: amor a la Patria, antiimperialismo,  internacionalismo, solidaridad, humanidad, entre otros. A esos niños se les cuenta quienes eran los héroes de Cuba y de América, desde Martí hasta el Che, los que murieron sembrando las semillas para la construcción de un mundo más justo y libre. 

Pero, a pesar de esto, una de las argumentaciones más utilizadas por los “detractores o críticos” del proceso revolucionario cubano es el hecho de que, en las últimas cinco décadas, el gobierno cubano ha llevado adelante una gigantesca obra de adoctrinamiento que empieza desde la edad más temprana y continúa en todos los aspectos de la vida de los cubanos. Según esas personas, la enseñanza de los valores básicos de una sociedad se convierte en adoctrinamiento ya que, desde su perspectiva simplista de la realidad, se trata de ideas impuestas a través de un lavado de cerebro.

El argumento más utilizado por estas personas, para construir la imagen de una Cuba adoctrinada, es el ejemplo de los niños cubanos en las escuelas que cantan el himno nacional, acompañándolo con la famosa frase "¡Pioneros por el comunismo: seremos como el Che!"

A los niños occidentales, por supuesto, todo esto no les ocurre, no se les impone el estudio de la vida de falsos mitos y de sus obras, no se les impone la parcializada y aburrida visión de documentales que les explican los genocidios coloniales y las luchas independentistas. La industria cultural occidental está libre de visiones tan parcializadas. Esos niños crecen sin ser influenciados por semejantes atrocidades ideológicas, con una autónoma visión del mundo que les permite encontrar una clarísima línea de demarcación entre el bien y del mal. 

Esta visión dicotómica -niños adoctrinados y niños libres- choca, por cierto, con las experiencias de mi niñez. Yo fui uno de estos niños libres y podría escribir decenas de párrafos hablando del miedo al diverso que me enseñaron en mi escuela; podría solo citar, como ejemplo, ese indeterminado día del 1991 cuando yo, con solo siete años de edad, regresé a casa con lágrimas de terror porque la maestra nos había contado la horrible historia de un hombre malvado que vivía en Iraq y que quería bombardearnos y matarnos a todos. Pero quizás esta fue una excepción justificable con la incompetencia de esa precisa maestra  

Por eso, la que les voy a contar es un anécdota que probablemente habrán vivido la mayoría de los niños libres de mi generación.

Sinopsis tomada de la carátula de Delta Force
Imagínense que, gozando de mi profunda libertad occidental, cuando era niño mi película preferida, y la de todos mis amiguitos del barrio, era Delta Force, un filme americano-israelí de 1986, que nos cuenta la ola de democracia y de paz que los Estados Unidos trajeron al Líbano (Oriente Medio) y de su incesante lucha contra el terrorismo árabe-palestino. 

Los árabes -todos los árabes- son presentados con colores grises, sin escrúpulos, personas que odian la democracia, desprecian la vida y se deleitan en matar, riéndose en los cadáveres de las inocentes víctimas norteamericanas e israelíes. Pero, cuando la victoria parece imposible, finalmente llega la indetenible Delta Force, un equipo militar de expertos democratizadores que arreglan las cosas, liberan a los rehenes y restablecen el orden en la peligrosa Beirut. 

En mi mente está indisolublemente marcada la escena final: los sobrevivientes están en un avión, regresando a Estados Unidos, y se unen cantando el himno norteamericano, en homenaje a los que han caído en la lucha por la libertad y contra el terror, verdaderos héroes cuyos ejemplo y coraje  siempre acompañará e inspirará las futuras acciones de los hombres justos.

Mis amigos y yo pasábamos horas corriendo por las calles, con nuestras pistolas de juguete, divididos rígidamente en dos frentes distintos, los buenos y los malos. El guión ya estaba escrito: los que -contra su propia voluntad- tenían que jugar la parte mala, sabían que no podían sobrevivir frente a las más sofisticadas armas americanas y a los más altos valores que guiaban a los buenos, es decir, libertad, paz, democracia. Todos sabíamos desde el principio que el bien ganaría. El bien tenía que ganar.

Finalmente, tras destruir todas las células enemigas,
 el juego se acababa y todos regresábamos a nuestras casas con la convicción de haber construido un barrio -lo que entonces era nuestro mundo- más justo y seguro, protegido de las amenazas de los pérfidos y peligrosos árabes, enemigos de la humanidad.

¡Suerte que crecí en un país no adoctrinado que me permitió separar claramente el bien del mal!
 
Por Vincenzo Basile (Capítulo Cubano)

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