martes, 26 de marzo de 2013

Desemponlvando arcchivos: Carta de un gladiador a Fidel Castro.

Querido Fidel:

Cuando le vi Fidel, y también le escuché, aquel inolvidable 14 de mayo, al frente de su pueblo en el Malecón habanero, supe que estaba viviendo un momento histórico de sin par trascendencia. Nunca antes ni David, ni Meñique, habían alcanzado tan inigualable estatura al desafiar al poderoso Goliat. Nunca antes una voz se había levantado en nombre de la razón, para oponerse al desenfreno y a la impunidad, como lo hizo la suya en esta ocasión.

Para mí estaba claro. Usted no hablaba sólo por los cubanos, capaces de desafiar con heroísmo durante más de cuatro décadas al vecino todopoderoso, diestro en pisotear a los demás y dispuesto a endilgarle por la fuerza su voluntad. Hablaba por todos los que hemos sido excluidos y marginados durante siglos; hablaba por quienes albergamos en cualquier lugar del planeta la sana convicción de que un mundo mejor es posible. Hablaba por los que ya no están junto a nosotros y se nos fueron en el justo desafío por la vida y hablaba, por supuesto, por los que vendrán mañana y recibirán de nosotros nuestro optimismo y nuestra fe en la justicia.

Mientras usted leía su “Proclama de un adversario al gobierno de Estados Unidos”, muchos, como yo, experimentamos inenarrables emociones. Pero de todas ellas, tal vez la más significativa, fue el sentirnos más dignos que nunca, más capaces de estar prestos al sacrificio si el enemigo nos impone la contienda.

Más de una vez, cuando lejos de Cuba me enfrentaba, en su propio terreno, a aquellos que han fraguado crímenes horrendos contra este hermoso y valiente pueblo, me preguntaba sobre qué me podía motivar a permanecer allí, apegado al sacrificio de estar lejos de los míos y conviviendo con mafiosos y criminales. No me fue difícil encontrar la respuesta precisa: estaba allí para ser digno con los míos y, especial, para ser digno con usted.

Por eso ese viernes de marcha combativa, de puños levantados y de justos reclamos, supe una vez más dónde estaba mi preciso lugar. Supe que para mí, como para todos aquellos que lo acompañamos por el Malecón y por los que faltaron (pero estaban presentes en nosotros), no habría privilegio más grande que acompañarlo, como los hicieron con Espartaco una vez miles de gladiadores, en la gran marcha hacia la libertad. Sepa pues que allí estaremos, junto a usted, en el sagrado oficio de defender a la Patria, y de hacerla digna y grande para los que vendrán mañana.
Al escucharlo pensé en mis padres, no lo niego, anónimos soldados en la defensa de Cuba. Mi propia madre, que en su lecho de muerte proclamó: ¡Gracias, Fidel, por dejarme morir en tu tierra!, estaría aún más orgullosa de usted, como lo estuve yo ese día.

Por último, permítame sacar a la luz un poema que escribí en medio del mayor secreto, cuando Fraile llegaba a Cuba desde Miami en busca de su verdadera identidad, por breve que fuera el momento, y en el que expongo que ser soldado suyo ha sido, en mi vida, la más alta satisfacción que he experimentado. Son unas cuartillas de magro verso, pero escritas con el corazón, y así se las ofrezco, a usted y a Cuba, con el sólido compromiso de no fallarles jamás.

Yo me voy con Fidel,
para abrirle senderos de luz a la larga noche americana,
para llenar de fuegos al surco herido
y a contagiarlo de genuina esperanza.
Me voy con él, a devolverle el pan al marginado,
a poner una estrella sobre la frente
de todo aquel excluido y olvidado,
azotado y herido,
hecho girón amargo por el terco abandono.

Yo me voy con Fidel,
a reparar el desvelo de tanta madrugada;
a restañar heridas y a enmendar injusticias;
a tejer con las manos un mundo nuevo y promisorio
en el que habiten sueños satisfechos,
y a ofrecerle voz ronca a las campanas.

Yo me voy con Fidel,
a ponerle a las gentes alternativas de luz
en su cansancio;
a darle su estatura a la mañana,
a ofrecerle justo precio al sacrificio,
y a hacer que esta hora se prolongue
en un parto de tangible optimismo.

Yo me voy con Fidel.
para darle al pobre su bandera, su adarga y una espada de luz.
Me voy sin sobresaltos ni temores,
convencido,
para que viva eterna nuestra lucha y la sana ambición
que nos motiva,
más allá de los siglos,
más allá del recuerdo que dejemos
a los que nos prolongarán alguna vez.

Yo me voy con Fidel,
para inundar de verde olivo cada rincón del mundo
y para hacer del puño firme un arma poderosa,
y a la razón una verdad imbatible.

Me voy con él,
definitivamente,
a resolver conflictos y a repartir por todos lados
un poco de esperanza.
Me voy con él, como uno más
de los que apuestan por el futuro,
a hacerme eterno y necesario
en su trinchera.

Como ve, Comandante, me privilegio de ser su compañero de trinchera hoy y en la circunstancia de ser agredidos. Allí estaré, humildemente, como un gladiador más, pero tal vez no diciéndole al nuevo emperador: “¡Salve, César”! Los que van a morir, te saludan. Nosotros, los hermanos de esta Isla ejemplar y digna, le diremos a ella, que es quien mejor merece nuestro saludo al partir al combate: ¡Salve, Cuba! Los que te defenderemos, te saludan.

¡Hasta la Victoria siempre!

Percy Francisco Alvarado Godoy (Fraile)

18 mayo 2004

No hay comentarios:

Publicar un comentario

ShareThis