Querido Fidel:
Cuando le vi Fidel, y también le escuché, aquel inolvidable 14 de
mayo, al frente de su pueblo en el Malecón habanero, supe que estaba
viviendo un momento histórico de sin par trascendencia. Nunca antes ni
David, ni Meñique, habían alcanzado tan inigualable estatura al desafiar
al poderoso Goliat. Nunca antes una voz se había levantado en nombre de
la razón, para oponerse al desenfreno y a la impunidad, como lo hizo la
suya en esta ocasión.
Para mí estaba claro. Usted no hablaba sólo por los cubanos, capaces
de desafiar con heroísmo durante más de cuatro décadas al vecino
todopoderoso, diestro en pisotear a los demás y dispuesto a endilgarle
por la fuerza su voluntad. Hablaba por todos los que hemos sido
excluidos y marginados durante siglos; hablaba por quienes albergamos en
cualquier lugar del planeta la sana convicción de que un mundo mejor es
posible. Hablaba por los que ya no están junto a nosotros y se nos
fueron en el justo desafío por la vida y hablaba, por supuesto, por los
que vendrán mañana y recibirán de nosotros nuestro optimismo y nuestra
fe en la justicia.
Mientras usted leía su “Proclama de un adversario al gobierno de
Estados Unidos”, muchos, como yo, experimentamos inenarrables emociones.
Pero de todas ellas, tal vez la más significativa, fue el sentirnos más
dignos que nunca, más capaces de estar prestos al sacrificio si el
enemigo nos impone la contienda.
Más de una vez, cuando lejos de Cuba me enfrentaba, en su propio
terreno, a aquellos que han fraguado crímenes horrendos contra este
hermoso y valiente pueblo, me preguntaba sobre qué me podía motivar a
permanecer allí, apegado al sacrificio de estar lejos de los míos y
conviviendo con mafiosos y criminales. No me fue difícil encontrar la
respuesta precisa: estaba allí para ser digno con los míos y, especial,
para ser digno con usted.
Por eso ese viernes de marcha combativa, de puños levantados y de
justos reclamos, supe una vez más dónde estaba mi preciso lugar. Supe
que para mí, como para todos aquellos que lo acompañamos por el Malecón y
por los que faltaron (pero estaban presentes en nosotros), no habría
privilegio más grande que acompañarlo, como los hicieron con Espartaco
una vez miles de gladiadores, en la gran marcha hacia la libertad. Sepa
pues que allí estaremos, junto a usted, en el sagrado oficio de defender
a la Patria, y de hacerla digna y grande para los que vendrán mañana.
Al escucharlo pensé en mis padres, no lo niego, anónimos soldados en
la defensa de Cuba. Mi propia madre, que en su lecho de muerte proclamó:
¡Gracias, Fidel, por dejarme morir en tu tierra!, estaría aún más
orgullosa de usted, como lo estuve yo ese día.
Por último, permítame sacar a la luz un poema que escribí en medio
del mayor secreto, cuando Fraile llegaba a Cuba desde Miami en busca de
su verdadera identidad, por breve que fuera el momento, y en el que
expongo que ser soldado suyo ha sido, en mi vida, la más alta
satisfacción que he experimentado. Son unas cuartillas de magro verso,
pero escritas con el corazón, y así se las ofrezco, a usted y a Cuba,
con el sólido compromiso de no fallarles jamás.
Yo me voy con Fidel,
para abrirle senderos de luz a la larga noche americana,
para llenar de fuegos al surco herido
y a contagiarlo de genuina esperanza.
Me voy con él, a devolverle el pan al marginado,
a poner una estrella sobre la frente
de todo aquel excluido y olvidado,
azotado y herido,
hecho girón amargo por el terco abandono.
Yo me voy con Fidel,
a reparar el desvelo de tanta madrugada;
a restañar heridas y a enmendar injusticias;
a tejer con las manos un mundo nuevo y promisorio
en el que habiten sueños satisfechos,
y a ofrecerle voz ronca a las campanas.
Yo me voy con Fidel,
a ponerle a las gentes alternativas de luz
en su cansancio;
a darle su estatura a la mañana,
a ofrecerle justo precio al sacrificio,
y a hacer que esta hora se prolongue
en un parto de tangible optimismo.
Yo me voy con Fidel.
para darle al pobre su bandera, su adarga y una espada de luz.
Me voy sin sobresaltos ni temores,
convencido,
para que viva eterna nuestra lucha y la sana ambición
que nos motiva,
más allá de los siglos,
más allá del recuerdo que dejemos
a los que nos prolongarán alguna vez.
Yo me voy con Fidel,
para inundar de verde olivo cada rincón del mundo
y para hacer del puño firme un arma poderosa,
y a la razón una verdad imbatible.
Me voy con él,
definitivamente,
a resolver conflictos y a repartir por todos lados
un poco de esperanza.
Me voy con él, como uno más
de los que apuestan por el futuro,
a hacerme eterno y necesario
en su trinchera.
Como ve, Comandante, me privilegio de ser su compañero de trinchera
hoy y en la circunstancia de ser agredidos. Allí estaré, humildemente,
como un gladiador más, pero tal vez no diciéndole al nuevo emperador:
“¡Salve, César”! Los que van a morir, te saludan. Nosotros, los hermanos
de esta Isla ejemplar y digna, le diremos a ella, que es quien mejor
merece nuestro saludo al partir al combate: ¡Salve, Cuba! Los que te
defenderemos, te saludan.
¡Hasta la Victoria siempre!
Percy Francisco Alvarado Godoy (Fraile)
18 mayo 2004
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