Hace un mes, en el cielo sobre la ciudad rusa de Cheliábinsk (los Urales) explotó un meteorito.
Es un acontecimiento difícil de olvidar, dado que las obras de
reconstrucción de los edificios no han acabado todavía y que los
científicos someten a un minucioso estudio todo el material disponible:
los vídeos grabados por los testigos, los restos del meteorito y las
aguas del lago Chebarkul.
Mientras tanto, los políticos de Rusia y de Estados Unidos se están
planteando la adopción de algún proyecto de ley que ofrezca soluciones a
la amenaza de colisión con un asteroide.
Hace un par de meses habría parecido improbable que los congresistas
estadounidenses dedicaran su atención a algo ocurrido en Cheliábinsk y a
la alerta por asteroide o cometa. Pero así fue y recientemente dos
comités especializados de la Cámara de Representantes y del Senado de
EEUU citaron a líderes de la comunidad científica para discutir la
amenaza de la caída de algún cuerpo celeste.
En el Consejo de la Federación (Cámara Alta del Parlamento ruso)
también se ha celebrado una reunión parecida. Y las conclusiones hechas a
ambos lados del Atlántico nos son nada prometedoras.
Lo único que queda es rezar
Si el meteorito de Cheliábinsk no hubiera existido, habría que
inventarlo, por tanta publicidad que le ha hecho a la ciencia. Porque la
trama parece salida de una película de fantasía: un enorme trozo de
roca aparece desde la nada, estalla en el cielo bajo la mirada de las
cámaras y causa daños locales. Varias horas más tarde, otro meteorito,
éste del tamaño “de un edificio de 15 plantas”, pasa por debajo de las
órbitas de los satélites geoestacionarios sin apenas rozar la Tierra.
Fin de la película.
Al recuperarse del estupor, los políticos y los científicos empezaron
a mostrarse muy activos. Los primeros posiblemente contaron con sacar
provecho de la atención global o realmente se preocupan sobre la
seguridad de los electores y sus propiedades. Y los segundos quitan el
polvo de los telescopios y ensayan para pronunciar de una manera
convincente pero no muy insolente “ya avisamos de este peligro”.
A la pregunta de uno de los congresistas sobre las medidas que habría
que tomar en caso de una hipotética colisión con un gran asteroide en
un plazo de tres semanas, el jefe de la NASA Charles Bolden contestó de
una forma escueta. “Rezar”, fue la respuesta: “Sería incapaz de hacer
nada en tres semanas, porque a lo largo de décadas hemos hecho como si
el problema no existiese”.
En realidad, algunos ni siquiera lo intentaban aparentar, porque los
científicos rusos lo único que pudieron hacer fue citar ante los
senadores los datos obtenidos por sus compañeros estadounidenses y
señalar que Rusia no dispone de herramientas propias para detectar
cuerpos celestes de potencial peligro.
Bolden, por su parte, apuntó que con el actual nivel de financiación,
la NASA podría cumplir únicamente para 2030 el objetivo planteado por
el Congreso, detectar el 90% de todos los objetos con un diámetro de
entre 140 metros y un kilómetro. Y ésta es la principal diferencia entre
dos reuniones con participación de los expertos. En Rusia se habló muy
en rasgos generales y se hicieron planes acerca de los programas que
precisarían de apoyo estatal. La propuesta más concreta fue la de acabar
de instalar en la zona del lago Baikal un telescopio con un campo de
visión extra amplio.
Y el argumento de Charles Bolden podría haber sido el siguiente:
damas y caballeros, entre 500 y 750 millones de dólares al año
permitirían mantener en órbita un telescopio infrarrojo y conseguir el
objetivo planteado no en 2030, sino algo antes.
Al día siguiente intervino ante los legisladores estadounidenses Ed
Lou, jefe de la entidad sin ánimo de lucro B612 Foundation, que había
presentado el proyecto de este tipo de telescopio en verano de 2012. Los
parlamentarios estaban encantados, ya que el señor Lou no aspiraba a
contar con fondos del presupuesto nacional. También les atrae de idea de
la colaboración desinteresada de los aficionados a la astronomía,
porque no necesitan ser pagados.
Una ecuación con términos desconocidos
En general, ambas reuniones han sido muy parecidas: el principal tema
discutido era el dinero, mientras que el meteorito de Cheliábinsk se
aprovechó como una excusa inmejorable.
Los senadores estadounidenses aseguraron que no les habían gustado
los datos facilitados por los científicos y que “posiblemente ayudarían a
la NASA”. Pero seguramente cada uno pensó mientras lo prometía que
sería poco sensato quitar fondos a los médicos o a los militares para
destinarlos a la solución de un problema que parece un hallazgo de
Hollywood.
Sus dudas son fáciles de entender dado que el espacio cósmico es
enorme y el presupuesto de EEUU, no tanto. De modo que es necesario
“fijar bien las prioridades”.
Los científicos y los políticos siguen buscando la fórmula correcta
para este problema con numerosos términos desconocidos. Sólo queda
esperar que no se haga realidad en el cielo sobre alguna parte de
nuestro planeta.
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