"Nos sentamos junto a
la fuente y de nuevo recibimos su reconfortante saludo convertido en finas
gotas de agua. Allí nos quedamos, tomados de la mano como dos novios que no
saben cómo expresarse su amor.
– ¿Has oído sobre el
Che Guevara? –, me preguntó de improviso.
–Sí –le respondí–, en
la Argentina
se habla mucho de él. Para mi padre y sus compañeros, el triunfo de la Revolución Cubana
resultó una gran alegría: era la confirmación de que la victoria era posible.
Hasta ese momento, soñaban con un mundo mejor que, sin embargo, parecía inalcanzable. Los cubanos les
abrieron los ojos y les ofrecieron una enorme carga de promesas. Recuerdo cómo
se reunieron todos en el patio de la casa y hablaron con palabras encendidas de
la importancia del triunfo de los rebeldes. Los que tenían un poco más de
conocimiento sobre lo ocurrido en Cuba, lo contaban; se hablaba de Fidel y del
joven argentino que le acompañaba: el Che. Ese día, los ojos brillaban de forma
diferente; por primera vez, la esperanza estaba al alcance de la mano. Recuerdo
que cantamos hasta bien entrada la noche. Al día siguiente, bien temprano,
varios de nuestros amigos fueron hasta la embajada cubana en Buenos Aires con
un mensaje de solidaridad y una carta para el Che.
–Fue muy hermoso lo
ocurrido en Cuba –comentó con cierta nostalgia–, me gustaría alguna vez visitar
la isla. ¿Será posible?
–Te prometo, Laura,
que alguna vez iremos. Todo es posible en la vida. ¿No crees?
–Es cierto –me respondió, mientras un impulso nacido de
algún rinconcito de su alma, la hizo abrazarse a mí.
Y nos quedamos juntos
un largo rato, pensando en Cuba. La isla mítica nos llegaba cargada de
maravillosas expectativas. Allí habitaba un pueblo alegre y optimista, capaz de
orientar su destino. Entre paisajes tropicales que nos parecían paradisíacos,
la gente era dueña de sus esperanzas. Eran capaces de enfrentar las más
diversas agresiones y salir triunfantes. Habían sido capaces de dar a la gente
humilde la peculiar estatura del hombre libre, que tanto se necesita en
nuestras tierras. Si pensamos en trasformar nuestra realidad, Cuba es la
confirmación de que es posible y, también, la materialización concreta de
nuestros sueños. Cuba es cercana y alcanzable, es parte de nuestros anhelos más
íntimos.
Yo le había prometido
esa tarde que algún día visitaríamos la isla caribeña y estaba seguro de que lo
cumpliría. Alguna vez correríamos con nuestros hijos por una hermosa playa de
arena fina y mar limpio y azul. Hablaríamos fraternalmente con su gente.
Intercambiaríamos el llamarnos compañeros, camaradas o hermanos. No nos sería
ajeno el sueño del obrero dueño de su fábrica, ni el rostro nuevo del campesino
entregado al trabajo, convencido de que el fruto de la tierra es suyo. No nos
sería ajeno el sueño del estudiante, propietario por primera vez de su destino
y del mañana. Se lo había prometido y ese sería el mejor regalo de amor que
pudiera hacerle a Laura.
Cuando tanto sueño
comenzaba a lastimarnos, la acompañé hasta su casa. Ambos teníamos la certeza
de que en nuestras manos estaba la posibilidad de cambiar las cosas, de obtener
algo prometedor, como lo ocurrido en aquella islita desconocida y llena de
maravillas. Estábamos seguros de que esa noche empezarían a cambiar las cosas
para nosotros."
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"Junto a esta toma de
conciencia y al fortalecimiento de los cuerpos, había momentos en que Laura y
yo nos dedicábamos a cultivar nuestro amor. Algunas tardes íbamos al río que se
encontraba a unos doscientos metros del rancho, al fondo de la finca, para
bañarnos y estar juntos y solos. Allí permanecíamos largo rato sin ser
molestados por nadie. Este lugar, perdido en un distante paraje donde nacen las
montañas, se había convertido en el sencillo pesebre donde amamantábamos el
pequeño fruto que crecía entre los dos. No había fronteras para las caricias,
ni miedo o incertidumbre con respecto al porvenir. Quien ha conocido el
nacimiento de la felicidad y el amor puede imaginar cómo me sentía al lado de
Laura. Para mí, todo se reducía a estar tan cerca de ella, que nuestros
alientos pudieran confundirse en uno solo.
Una tarde sucedió lo
que ambos esperábamos desde hacía tiempo. No sé si fue el revoloteo de los
pájaros sobre las ramas de los árboles que protegían el arroyuelo, o la tarde
que llegaba calmada y sugerente, o la caricia tibia del agua sobre nuestra
piel; lo cierto es que empezamos a acariciarnos en silencio, movidos por una
fuerza desconocida. La tenía entre mis brazos, temblorosa, mirándome. El negro
pelo mojado caía desordenado sobre los hombros. El bello rostro estaba perlado
por finas gotas de agua que abrían surcos de luz y refulgían ante mis ojos. La
blusa blanca, mojada y pegada a su cuerpo, descubría los senos pequeños y
erectos. Nos besamos de nuevo, pero ambos sabíamos que era diferente. Cuando
nuestros labios se encontraron, algo sacudió nuestros cuerpos. Nadie nos había
enseñado ni preparado para este instante, nos dejamos llevar por el instinto y
descubrimos sorprendidos la avalancha de nuestra sexualidad.
Allí estábamos, la
pasión que nacía en nosotros con la vitalidad de lo desconocido ponía en función cada célula nuestra. Bajo
el haz de luces que penetraba el espeso follaje de los árboles, bañados por el
agua limpia y cristalina, los cuerpos desnudos eran el territorio que surcaban las
manos. Nos besábamos con infinita ternura. A la calma de una caricia
tierna, sucedía el desordenado y
tormentoso aletear de mi virilidad. No había reglas para ese amor contenido,
sino entrega abierta y limpia, era búsqueda y ofrenda desesperada. Así, cada uno dio al otro su amor primero. Le
di a Laura mi virginidad sin rubor y sin miedo, y descubrí en ella nuevos
mundos capaces de ser explorados, sin importar el tiempo transcurrido, aunque
en ello tuviera que emplear la vida toda.
Un rato después
estábamos tendidos, desnudos, sobre la rivera del arroyo. La última barrera se
había desmoronado ante el empuje desesperado del amor, que va más allá de la
necesidad de estar uno junto al otro; descubríamos que la dicha es más amplia
que la caricia solidaria que reconforta ante el dolor. Habíamos encontrado esa
tarde la capacidad de brindar el placer de sentirse prolongado más allá de la
piel y de la carne.
Confieso que me
hubiera gustado que el tiempo se congelara para siempre. Nada me importaba más
que estar junto a ella, entregándonos sin miedos ni sobresaltos al hasta
entonces desconocido goce. Supe que los besos pueden ser más, que hay
sensaciones nuevas que tensan los cuerpos y los conducen a parajes desconocidos
donde descubrimos un placer irrenunciable, que amar a Laura era una entrega sin
límites, sin reparos.
Tuve su cuerpo limpio
como la tarde aquella vez. Entré sin temor en el húmedo rescoldo donde ella
latía para mí; ardimos ambos en un fuego acogedor y capaz de fundir nuestra
piel para convertirla en una sola. Así permanecimos tendidos, con nuestra desnudez
como bandera y la ternura como escudo."
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"Un soldado logró
lanzar una granada hacia el interior de la estancia. Se produjo una estruendosa
explosión. Laura sintió un fuerte golpe en el costado. Cuando se repuso del
impacto logró ver, entre la nube de polvo, el cuerpo destrozado de Leticia
tirado en el suelo. La joven era una masa sanguinolenta desparramada sobre el
sucio piso de cemento. Entonces se fijó en sí misma. La sangre corría por su
cuerpo manchándole la blanca bata que vestía. Su brazo derecho era apenas
una deforme masa de carne que colgaba del hombro. Con gran esfuerzo apartó de
su rostro el pelo humedecido y se percató que todo había terminado.
Sé que pensó en mí en
ese momento; en nuestro hijo destrozado en su vientre malherido. Supo sin miedo
que había llegado el final que tanto había temido. Nunca podré describir su
dolor. Las palabras nunca podrán describir un sueño roto; siempre serán
incapaces, como yo, de retratar la angustia y la frustración del momento. Laura
moría y lo sabía; sin embargo, había jurado no entregarse: debía morir luchando
y se dispuso a hacerlo con dignidad. Con un esfuerzo sobrehumano se irguió
sobre sus piernas temblorosas. En su mano izquierda llevaba un revolver y así
buscó la puerta.
Cuando los soldados la vieron aparecer en el portalón, casi
arrastrándose, se sintieron sobrecogidos; quedaron mudos, expectantes. Muy
lentamente, Laura elevó su brazo hacia ellos, pero no alcanzó a disparar. Una
bala le destrozó el pecho."
(...)
"El teniente sacó su pistola
y se acercó a Laura. La miró sin inmutarse y le disparó en la sien derecha. Su
último aliento se fue llevado por el viento como una premonición del mañana,
hasta las mismas montañas y la selva, donde la vida pugnaba por seguir
adelante."
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"Y quedó Laura, mi
Laura. Con ella se me rompió el amor en mil pedazos con la misma agonía y
rapidez con que había nacido. Yo, que apenas había tenido tiempo para amarla,
la había perdido; pero mantendría mi compromiso de no defraudarla jamás. Con
ella se fueron mis ilusiones más puras, las de la juventud primera, cuando se
comienza a vivir pleno de inocencia y esperanza. Con ella se fue lo más
querido, lo que siempre me faltará."
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"Mucho
tiempo después, sabría que un día podría juntar a todas las mujeres en la
memoria y resumir que el amor vive en una sola, aunque uno crea que ha amado a
más de una. El amar es como el suicidio: sólo se consigue una vez en la vida,
no puede repetirse por más que el hombre se esfuerce, va más allá de sus
posibilidades. Y Laura me enseñó una forma de amar tan exclusiva, tan propia,
que no podrá repetirse. Podré haber amado a otras, es cierto, pero de forma
diferente, no menos pura que aquella vez, pero siempre diferente."
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"Cuando la noche
empezaba a nacer, la selva lloró conmigo: un torrencial aguacero golpeaba mi
rostro, pero no tan fuerte como me había golpeado la vida. Mis lágrimas y el
agua se fundieron en un abrazo para perderse en la tierra húmeda, para irse a
habitar las entrañas mismas de la patria malherida. Estaba vencido por el dolor
y la desesperanza, y cuando deseé morir para estar cerca de Laura, no tuve
fuerzas ni para dar albergue al pesimismo. Solo podía sufrir, sólo eso.
Al fin, vencido por
la muerte, atontado por el infortunio, me quedé muy solo y postrado sobre el
suelo húmedo, llorando. Pensé en sacar la pistola y darme un tiro. Acabar con
ese dolor lacerante. Algo, sin embargo, lo impidió: cuando tenía la certeza de
que todo había terminado y de que la vida me había arrebatado todo aliciente, a
unos metros de mi cabeza pude ver una orquídea similar a la que le había
regalado a Laura aquella vez. Entonces supe que no tenía otra opción que seguir
viviendo por ella, por nuestro hijo y por mí, aunque me doliera. No tenía otro
remedio que ser consecuente con lo que ambos habíamos soñado."
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"Han transcurrido
treinta y tres años desde la muerte de Laura. Otra vez, abril me hace regresar
a mi patria, con la ansiedad del reencuentro con ese lejano país que siempre ha
vivido tan pegado a mi dolor. Regresa el mismo hombre, pero despojado de
inocencia, aunque, tal vez, más desarmado y sensible que antes. Si aquella vez
había llegado tragándome con los ojos el paisaje, hoy mis ojos ciegos no me
permiten ver los sitios en los que amé y luché en otro tiempo: la fuente
centenaria donde había nacido el amor con sus sobresaltos; la selva en que
amasé tanta añoranza y el río que se había llevado mis sueños para no hacerlos
volver jamás; pero todos habían quedado en mí como viejas heridas.
Junto a Lucía, mi
esposa, y a mi hija Laura, vuelo en un
avión rumbo al pasado. En pocas horas arribaremos y tendré la oportunidad de
tocar con mis manos tanto recuerdo guardado en la memoria y en el corazón. En
estos años, trataba de no sumergirme en él, escapaba de su abrazo tenaz que
solo me torturaba. Cuando alguien llegaba a la Argentina y traía
noticias sobre la muerte de un amigo lejano, me escondía a llorar mi pena sin
testigos, sin que nadie me viera las heridas a flor de piel."
(...)
"Estuve largo rato
frente a la tumba de cada uno de mis compañeros de lucha, de los que pudieron
tener el privilegio de recibir un entierro digno, pues muchos de los que
murieron combatiendo descansaban en la selva y en la montaña, ubicados solo en
un rincón de nuestros corazones. Murieron y fueron enterrados de la forma más
sencilla posible, en contacto directo con la tierra por la que se sacrificaron.
Ante la tumba de
Avendaño, me vino a la mente el recuerdo de mi viejo amigo y confesor de los
primeros tiempos. Con la ayuda de Laurita coloqué una flor sobre el pedazo de
mármol frío bajo el que descansaba para siempre. Allí estaba un pedazo querido
de mí y el amor callado de mi tía Luisa. El doctor fue un ejemplo de hombre y
tal vez quien más influyó en mi disposición de resistir a toda costa las
penurias. Si realmente existe el Paraíso, sé que él estará allí ayudando a los
demás sin pedir nada a cambio.
Finalmente llegamos a
la tumba de Laura. Un silencio sobrecogedor se apoderó de nosotros, conocedores
del drama humano que habíamos vivido los dos. Lucía y mi hija me colocaron
frente al pedazo de tierra donde descansaban sus sueños inconclusos. Yo no
podía ni tan siquiera llorarla a ella y a mi hijo, pues las heridas me habían
dañado los lagrimales, y tampoco podía ver su tumba. ¡Tanto recuerdo me vino
entonces a la memoria, en forma de una tenaz y permanente desgarradura!
–Laura, amor mío
–, dije mientras retenía en mi mano derecha la de Lucía– , jamás podré olvidarte a ti y a nuestro hijo.
Al cabo de tanto tiempo te sigo amando como entonces. Me duele mucho que no
hayas podido llegar hasta aquí… Ahora vivo con Lucía y tenemos una niña que se
llama como tú. Tal como lo presagiaste, sigo existiendo y soy feliz,
sobreviviendo entre el dolor y la ternura. Solo me queda por cumplirte la
promesa de ir a Cuba y, aunque no tenga vista, trataré de conocer por ti todo
aquello que una vez anhelamos ver los dos juntos. Mañana salgo hacia esa isla maravillosa que
tanto sostuvo nuestras ilusiones por alcanzar un mundo mejor. Mucho podría
decirte, pero tú sabes que nunca fui un hombre de muchas palabras... ¡Nunca te olvidaré mientras viva!
Entonces caminé con
Lucía y mi hija hacia la salida del cementerio. Me sorprendí de que pudiera
haber resistido esta prueba dolorosa. Mi corazón estaba endurecido por el tiempo y el dolor,
pero la ternura que me había dado la vida, de forma permanente; no había matado en mí la terquedad de seguir viviendo
a pedazos. Al salir del cementerio, no me sorprendió que, al pasar bajo las
ramas de los árboles, una brisa suave pareciera decirme al oído con la voz de
Laura: “¡Te amo, Érico!... ¡Te amo!”."
Fragmentos de mi novela en preparación "Entre el dolor y la Ternura".
Hoy se cumplen 46 años de su muerte.
Hoy se cumplen 46 años de su muerte.
Percy Francisco Alvarado Godoy
Que belleza,escrita
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