viernes, 1 de junio de 2012

Un viaje introspectivo en la memoria en medio de la felicidad de los niños cubanos.

Pasaporte familiar con el que viajé a Argentina
A diario los veo pasar, bulliciosos y alegres, frente a la puerta de mi casa. Oronda me saluda, desde sus cuellos, su pañoleta de pioneros, sumándose a una sonrisa o a una perpicaz mirada. Luego los veo marcharse hacia la escuela, como cada mañana, siempre dispuestos a saludar con orgullo al Apóstol y a enfrentarse al reto del saber, dejando en mí la huella dolorosa, injustamente egoísta, de quien envidia sanamente su niñez.

Luego, sin poder evitarlo, miro a la calle vacía y me invaden los recuerdos; y trato, con total impotencia, de recuperar vanamente mi inocencia perdida, más de una vez, en los encontronazos de la vida.

Esos niños felices, invasores oportunos de la más plena ternura, abren sin proponérselo mis propias heridas, escondidas por mí en los oscuros rescoldos de mi corazón. Me viene al alma, entonces, el  recuerdo de la amada y lejana Argentina, erguida poderosamente en mi sensibilidad a fuerza de añoranzas y sinsabores. Las frías madrugadas porteñas, retornan y retornan, casi a diario, como buitres indolentes, para helarme el ya lastimado y anciano corazón, lanzándome a aquellos lejanos recodos del dolor como si yo estuviera más desarmado y malherido que ayer. También me llega el hambre inmerecida, los sueños rotos, las huellas de antaño que lastiman y siento, muy dentro de mí, el acorde lastimero de un compungido bandoneón, torturándome con su dolorosa melodía.

Paradojas, me digo, mientras limpio a la lágrima inoportuna que se lleva en su vientre desnudo a mi infancia rota y perdida. Entonces quisiera volver a ser niño, lo juro, para poder gozar también de las sonrisas y los sueños felices de los niños cubanos. Pero el destino de hombre ya está escrito y no puede retrocederse al punto de partida. No se volverá a ser niño otra vez, lo sé, pero comprendo que uno puede repartirse en la ternura de ellos y hacer sobrevivir a la inocencia que todavía, aunque poca, se conserva en el alma.

Entonces me siento enormemente orgulloso de su felicidad y de haber contribuido a que esos niños no caminen los tristes rumbos de mi infancia. Esa es, tal vez, la única forma de seguir sintiéndome niño.

Comprendo que mi infancia no fue diferente a la de muchos de mis lectores. Tal vez hayan padecido congojas y sinsabores aún más dolorosos. Comparto con ellos, para que entiendan mi felicidad de hoy, unas páginas de mi libro "Confesiones de Fraile".

Debo reconocer que en el Buenos Aires de los años 50, empecé a amar cada cosa sencilla de la vida. Allí supe que era posible tocar cada nube con las manos y hallar un espacio bajo el rocío mañanero. Descubrí el amor tempranero, ese amor travieso que llega sin aviso para cuestionarnos la inocencia y revelarnos nuevas emociones capaces de ruborizarnos. En Buenos Aires también conocí la muerte más cerca que nunca antes. La muerte nos deja siempre un amargo sabor en los labios y nos desertifica poco a poco hasta el alma. 

Ahora, pues, me asaltó la memoria el recuerdo de Érico con sus cuatro años rotos para siempre, golpeándome su ausencia mortalmente. Todo ocurrió una fría madrugada de Burzaco, pequeño pueblo situado en las afueras de la capital. Allí nos concentrábamos gran parte de los guatemaltecos que llegamos asilados a la Argentina. Las familias apenas alcanzaban a sobrevivir hacinadas en enormes galpones, grandes cobertizos de madera desprovistos de puertas y ventanas. Mientras los niños dormíamos en catres, nuestros padres lo hacían de pie, más bien recostados sobre láminas de zinc dispuestos a obstaculizar el frío nocturno, empeñado en colarse en el lugar. Unas sábanas suspendidas de finos cordeles establecían fronteras entre cada grupo, delimitando el espacio propio de cada uno y resguardando frágilmente nuestra intimidad. En uno de esos tristes y helados territorios familiares comenzó la tragedia. Érico, incapaz de soportar la glacial invasión de la noche, se levantó y trató de arrastrar una pequeña calefacción de keroseno que había en un extremo del galpón. No fue suficiente su fuerza para lograr este propósito y el pequeño, asustado, no pudo evitar que el aparato le cayera encima. El pobre niño, convertido en hoguera, corrió desesperado por el lugar. Sus gritos aterradores y las llamas que devoraban las sábanas fronterizas, despertaron a los ocupantes del lugar. Todos trataron de salvarse del voraz fuego de la mejor forma posible. Corrieron hacia la oscuridad exterior. Y todos se salvaron, menos cuatro niños.

A nosotros nos pareció que el tiempo se había detenido de repente. El impacto de la muerte cercana nos golpeó hondo. Mientras las mujeres y los niños llorábamos sobre la hierba húmeda y fría, los hombres trataban de rescatar los pequeños cuerpos carbonizados entre los escombros humeantes. Gritos de dolor y frustración quebraron la noche, reviviendo un dantesco episodio.

Un rato después, cuando la claridad del nuevo día flotó indiferente sobre nuestra pena, los cuatro niños  carbonizados fueron conducidos en brazos de los hombres y mujeres al hospital Rawson. Toda la distancia se hizo a pie. Vencimos los kilómetros del camino con las piernas empapadas por el rocío de la madrugada. Mi madre llevaba en sus brazos a una pequeña de dos años, envuelta en una sábana manchada de sangre y cenizas. Nunca olvidaré ese instante. La buena mujer dejaba escapar sobre sus mejillas lágrimas desesperadas. Se sentía martirizada con saña e indolencia. Llevaba consigo a la pequeña que apenas ayer corrió entre nosotros y quiso ser la alegre compañera de nuestros juegos infantiles. Su rubio pelo había desaparecido.  El breve latir de su corazón habíase apagado para siempre. Ahora, de seguro, ella flotaba en aquel mundo feliz que todos, casi sin excepción, imaginábamos lejos, muy lejos de Burzaco. No olvido a mi madre aquella mañana, caminando estremecida de dolor y con la temprana muerte sostenida entre sus brazos; dolida con creces; lacerada en su alma.

Después de ese suceso todo cambió. Sonreír ya no era fácil para nosotros. Los más pequeños, a intervalos, volvíamos los rostros hacia el cielo en busca de los cuatro amigos que se nos fueron sin aviso. Los buscábamos entre las nubes intentando recuperar su alegría infantil. Pero sólo encontrábamos la visión fugaz, instantánea, de unas nubes pasajeras que corrían indiferentes hacia otro lugar. A partir de ese día hasta nuestros padres cambiaron. En sus voces habitaba la pena y en sus ojos sólo había dolor. Así se nos hizo Argentina tan dolorosa en el recuerdo. Muy amada y triste a la vez. Llena de desesperanzas y angustias... sin dejar de sernos aún querida en el dolor.

Mucho después nos tocó reanudar la marcha en busca de la esperanza. Cuba, entonces, se nos dibujó en el horizonte como una promesa y mis padres nos trajeron a La Habana, despidiéndonos de largos años de desarraigo  sufrimiento vividos en el cono sur americano. También por allá se nos quedó abandonada toda la inocencia. La dejamos descansando sobre cuatro pequeñas tumbas olvidadas a las que la tierra siempre guardará con celo y vergüenza, como algo inextinguible.


A esta Cuba en la que vivo, en la que he repartido mi descendencia y que he hecho mía, sin siquiera determe a vacilar; a sus niños alegres y felices, a los padres y madres que gozan de la felicidad que despierta en ellos su presencia; dedico esta breve nota, precisamente cuando se celebra en esta hermosa tierra el Día Internacional de la Niñez.


Percy Francisco Alvarado Godoy

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