A principios de la década de los 40 del siglo XX la vida de muchas
mujeres soviéticas se convirtió en una pesadilla de la noche a la
mañana. El enemigo invadió su patria, el marido partió al frente, los
padres ancianos y los niños pequeños se quedaron sin sustento. La
supervivencia de la familia pendía de un hilo.
Para proteger el hogar y evitar que sus seres queridos murieran de
hambre, muchas aceptaron (o fingieron aceptar) las reglas de juego del
enemigo.
Los territorios ocupados de la URSS se llenaron de militares
alemanes, letones, estonios, finlandeses, húngaros, rumanos, italianos y
españoles.
Flirteo, por una parte, y abusos sexuales, por otra. Las lugareñas
sintieron en carne propia diversas maneras de interacción que elegía el
enemigo.
Según el historiador Boris Kovalev, los soldados más crueles eran
los efectivos de los llamados destacamentos punitivos de Letonia y
Estonia. Los finlandeses también destacaron por su brutalidad en las
relaciones con las mujeres soviéticas.
En el otro extremo se situaban los españoles de la “División Azul”.
Fueron los “mejores” por el trato que tuvieron con la población local.
Muchos se casaron con muchachas rusas y, una vez terminada la misión,
regresaron con ellas a España.
Entre alemanes “había de todo” aunque Kovalev destaca el cinismo de
la cúpula castrense germana y su pragmatismo en la gestión de las
relaciones entre sexos.
Nada más llegar a los territorios ocupados, el comando alemán ordenó
la apertura de burdeles en casi todas las localidades bajo su control.
Para reclutar a las futuras “trabajadoras del amor”, se organizaban
“castings” entre las jóvenes locales. Y aunque la mayoría de la
población se escandalizó solo con leer los respectivos anuncios, hubo
también quienes accedieron a prestar sus servicios en estos
establecimientos.
¿El motivo? Son varios, según Kovalev. Pero el principal, las ganas de sobrevivir.
En todo caso, el historiador aconseja no juzgar a las que, en
aquellas condiciones desastrosas, se vieron empujadas hacia algo que
jamás habría pasado por su cabeza en tiempos mejores.
Además de mujeres que aceptaron voluntariamente la vida en un
prostíbulo, las hubo quienes hicieron valer sus armas femeninas para el
espionaje. En su caso, los fines eran bien definidos: recoger
información secreta que permitiera atacar al enemigo y salvar vidas de
ciudadanos soviéticos.
Eran muchas. Trabajaban en la clandestinidad. Para sus compatriotas
eran “fulanas” o “pastoras alemanas”. Pero los datos que conseguían no
tenían precio. Y eso les compensaba.
Aun así, el destino de estas mujeres solía ser trágico. Después de
expulsado el invasor, algunas fueron linchadas por vecinos que
ignoraban su verdadera misión.
Aparte del desprecio de la gente, las espías muchas veces tropezaban
con la incomprensión e ignorancia por parte de los servicios secretos
de la URSS. Eran frecuentes los casos de fusilamiento o confinación a
los campos del GULAG de agentes encubiertas, si no demostraban a tiempo
que su “relación” con el enemigo formaba parte de un plan diseñado por
el servicio de la inteligencia.
Nada más invadir la URSS, los nazis comenzaron una campaña de propaganda en los territorios ocupados.
Difundían folletos y artículos sobre la opresión de las mujeres
durante el gobierno de los comunistas. La mujer es una mártir y heroína
que se vio obligada a olvidar su papel de madre y ama de casa para
asumir una enorme carga laboral y convertirse en un instrumento de
trabajo, afirmaba la propaganda.
Los escritos nazis denunciaban la pasividad de los rusos ante la
“destrucción” de sus familias por culpa de judíos que iban levantando
cabeza y se mezclaban impunemente con la población autóctona.
Las uniones matrimoniales entre los lugareños fueron sometidas al
férreo control de los que se creían “nuevos dueños” de los territorios
ocupados.
Como era de esperar, se prohibieron los matrimonios con judíos y las
bodas por la iglesia, a menos que antes se registrara la unión ante la
autoridad civil correspondiente.
Antes del enlace, los novios estaban obligados a divulgar la
noticia, por si alguien quería denunciar el futuro matrimonio ante el
nuevo régimen, por ejemplo, cuando uno de los novios quería ocultar su
identidad judía o no había alcanzado la edad matrimonial.
Si los enamorados conseguían superar todos los obstáculos, su unión
se oficializaba y la mujer obligatoriamente adoptaba el apellido de su
esposo.
El divorcio estaba muy mal visto. El consentimiento de ambos cónyuges para romper la unión no se consideraba una justificación para poner fin al matrimonio.
El divorcio estaba muy mal visto. El consentimiento de ambos cónyuges para romper la unión no se consideraba una justificación para poner fin al matrimonio.
Al mismo tiempo, si las partes lograban demostrar la imperiosa
necesidad de separarse, había que indicar por culpa de quién se ponía
punto y final en la historia del amor, y luego el “culpable” se privaba
del derecho a segundas nupcias.
Vastos territorios soviéticos, principalmente en el oeste del país,
permanecieron bajo la ocupación nazi de uno a tres años en los inicios
de la década de los 1940 hasta que las tropas del Ejército Rojo los
liberaron.
Por Anush Janbabyan
Ria Novosti
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