La Unión Europea resultó ser una trampa para la Europa sureña y oriental. En lugar del gran mercado común y la política de estimulación del consumo, se están apretando el cinturón en nombre de la estabilidad financiera”, sostiene Vasili Koltashov, especialista del Instituto de la Globalización y Movimientos Sociales, citado por el periódico ruso ‘Vzgliad’. |
La crisis y las políticas económicas
dominantes erosionan la cohesión social, disparan los niveles de pobreza
y ensanchan la brecha entre ricos y pobres
Seis años largos después del arranque de la Gran Recesión, el número
de británicos que se ven obligados a acudir a instituciones benéficas
para comer se ha multiplicado por 20, según un informe reciente de
Trussell Trust. Italia reconoció la semana pasada a través de su
Gobierno que los niveles de pobreza han subido a máximos desde 1997. El número de españoles atendidos en los servicios de acogida de Cáritas ha pasado de 370.000 a 1,3 millones en lo que va de crisis. A Grecia han vuelto enfermedades como la malaria y la peste.
La pobreza es una abstracción, menos para quienes la padecen: los
síntomas de empobrecimiento colectivo y de creciente desigualdad están
por todas partes. Desde la Gran Depresión hasta la década de los
setenta, Occidente se volvió cada vez menos desigual gracias a lo que
los economistas llaman políticas contracíclicas; a partir de ahí todo
eso empezó a arrojarse por la borda. La crisis actual no ha hecho sino
agudizar las desigualdades en Europa.
Los datos que ofrecen Eurostat, la Comisión Europea, la OCDE, el
Banco Mundial y los informes del Luxembourg Income Studies son rotundos.
Los índices de desigualdad crecieron durante los ochenta y se redujeron
en los noventa, en general, en los países avanzados —aunque en España
fue justo al revés—, para volver a agrandarse en los años previos a la
crisis. Europa era en 2007 más desigual que en 1970. Una vez iniciada la
Gran Recesión, la brecha entre ricos y pobres siguió creciendo
levemente hasta 2010, y cogió velocidad con el estallido de la crisis de
deuda —aunque ahí los datos aún tienen que confirmar con todas las de
la ley los ya numerosos indicios—, que llevó al continente a activar
duras políticas de austeridad.
Entre los países más desiguales del continente figuran los bálticos,
los latinos —España ocupa el segundo lugar y es también el segundo país
que más ha incrementado la desigualdad entre los Veintiocho— y los de
Europa del Este, junto con los anglosajones, Reino Unido e Irlanda. Los
menos desiguales son los centroeuropeos, que en algunos casos, como los
de Alemania y Holanda, han aprovechado la crisis para reducir el abanico
entre ricos y pobres.
El alud de cifras de fuentes diversas es abrumador, y a veces
contradictorio. Pero pueden espigarse algunos números que subrayan esa
tendencia indiscutible hacia la mayor desigualdad. El 20% de los
europeos más ricos gana cinco veces más que el 20% más pobre —un
indicador que crece muy levemente en la eurozona— si bien en países como
Grecia y España esa cifra es de hasta siete veces más, según Eurostat.
En España, en particular, los datos de desigualdad crecen a toda
velocidad, a un ritmo muy superior a la media. Y, al igual que en los
países anglosajones, la cicatriz es especialmente visible en el 1% más
rico: en 1976, el presidente de la tercera entidad bancaria española
ganaba ocho veces más que el empleado medio; hoy gana 44 veces más.
El ritmo es asfixiante, aunque las magnitudes aún están lejos de las
de EE UU: el primer ejecutivo de General Motors se llevaba a casa unas
66 veces el sueldo de un empleado medio; hoy, el presidente de Wal-Mart
gana un salario unas 900 veces mayor. En general, la tendencia es
preocupante en toda Europa, pero no caben los tenebrismos: las
desigualdades son superiores en EE UU y en los países emergentes, donde
la renta per cápita sube y millones de personas han salido de la
pobreza, pero los más ricos son mucho más ricos que los pobres en
comparación con los estándares europeos.
La media docena de fuentes consultadas para esta información
coinciden en ese diagnóstico. Thomas Picketty, autor de un monumental
libro sobre desigualdad —Capital en el Siglo XXI, aún no traducido al
español—, asegura a este diario que la creciente desigualdad europea
obedece a varias razones. En economías con bajo nulo crecimiento
económico y de población, los efectos redistributivos del sistema fiscal
y del Estado de Bienestar son menores. La crisis agudiza esa tendencia:
reduce prestaciones, dificulta el acceso a la educación de los
desfavorecidos y, en general, “avería el denominado ascensor social”. La
globalización, la financiarización de las economías y la ingeniería
fiscal han agudizado esa tendencia. “El problema básico de la UE es que
nuestras insitituciones políticas no funcionan: activaron durísimos
planes de austeridad para restaurar la credibilidad fiscal, pero nada de
eso ha funcionado. Europa necesita imperiosamente más unión política,
pero esta vez para acabar con la competencia fiscal, para volver a
disponer de instrumentos que permitan luchar contra la desigualdad”,
apunta.
La desigualdad es corrosiva; el historiador Tony Judt, ya fallecido,
aseguraba que corrompe a las sociedades desde dentro. La Comisión
Europea ha empezado a activarse ante un problema que se adivina más y
más importante, pero con los mecanismos habituales: promete poner en
marcha un indicador de desigualdad y, a falta de políticas —y dinero
fresco—, ha apretado el botón de alerta: “Europa encarda una era de
desigualdad creciente; la crisis ha golpeado particularmente a los más
débiles, a las generaciones más jóvenes y a las ciudades y regiones más
pobres. En los dos últimos año s hay más de siete millones de personas
adicionales en riesgo de pobreza. Hay que moverse para salvaguardar el
modelo social europeo”, explica el comisario Laszlo Andor.
Porque eso es lo que está en juego: las tendencias actuales corroen
el contrato social europeo y puede que eso acabe desencadenando
problemas sociales. Pese a que la crisis invita a ser prudente, ya ha
habido acciones más o menos violentas (Grecia, Portugal, el movimiento
15-M) que se han movilizado contra ese incremento de la brecha entre
ricos y pobres, pese a que esos brotes son aún insuficientes para
concentrar el suficiente capital político. Y aun así, la sensación de
que la alternancia política es meramente decorativa, la impresión cada
vez más generalizada de que nada cambia en Bruselas, en Fráncfort o en
Berlín, los verdaderos centros de decisión europeos, puede provocar que
toda esa presión derivada del incremento de las desigualdades es evacúe
hacia los populismos, según temen fuentes europeas. “Los extremismos,
además, buscan chivos expiatorios —la inmigración, la corrupción, el
descrédito de las instituciones— y desvían el punto de mira del que
debería ser el auténtico objetivo: reformas fiscales audaces y
cooperación fiscal internacional para taponar los agujeros negros del
sistema financiero”, apunta una fuente europea.
Charles Wyplosz, del Graduate Institute, añade que la Gran Recesión
“no ha dejado de elevar el grado de desigualdad, y no va a dejar de
hacerlo: ¿Quiénes han perdido su empleo, y quiénes van a seguir
perdiéndolo? Para suavizar eso se inventaron las políticas
contracícilicas: para acortar recesiones y aliviar el sufrimiento de los
más desfavorecidos. Pero Europa insiste en que este es el precio que
hay que pagar para purgar los pecados del pasado, el despilfarro fiscal y
la falta de reformas. En cierto modo, los políticos que han abrazado
esa narrativa tienen razón, pero en algún momento alguien tiene que
darse cuenta de que todo este castigo tiene algo de inmoral y puede
llevarse por delante el proyecto europeo”.
La desigualdad es uno de los aspectos más controvertidos y va y
viene, una y otra vez. En el siglo XIX, Karl Marx y David Ricardo
alertaron de las incógnitas que suponían altos niveles de desigualdad
para el conjunto del sistema. Tras el crack de 1929 llegaron décadas de
esplendor y el debate se soterró cuando los niveles de desigualdad
bajaron drásticamente. En algunos lugares, algunos indicadores de
desigualdad vuelven a niveles próximos a los años previos a la Gran
Depresión: Estados Unidos ha tomado nota y su presidente, Barack Obama,
señala la lucha contra la desigualdad como “uno de los grandes desafíos
de nuestro tiempo”; Nueva York ha elegido a un alcalde, Bill DeBlasio,
que llevaba la desigualdad como el mascarón de proa de su campaña; los
mejores economistas se enzarzan en agrias polémicas al respecto.
En Europa, cuna de Marx y Ricardo, el nivel del debate es muy
inferior. Pero empieza a estar ahí. ¿Qué dicen los marxistas al
respecto? Costas Lapavitsas, profesor de la Universidad de Londres, es
tajante: “Las políticas de rescate han agravado la desigualdad en todos
los aspectos: salarios, pensiones, desempleo, laminación del Estado del
Bienestar. Queda claro que la UE no tiene ya un programa keynesiano, que
proyecte poder blando a través del crecimiento y el nivel de vida: se
ha convertido en un proyecto neoliberal puro, elitista, socialmente
insensible, que promueve una nueva estratificación social. Dadas las
pobres perspectivas de Europa, las cosas solo pueden empeorar: política y
socialmente, más desigualdad sería un serio peligro para Europa a la
vista de los extremismos que vienen”.
Desde la ortodoxia, un economista muy diferente a Lapavitsas, Daren
Acemoglu, apunta en la misma dirección: “Lo más peligroso de la
desigualdad es cuando llega a tocar la política: la democracia corre
riesgos cuando hay gente con mucho dinero que puede llegar a tener un
enorme poder”. El sociólogo español José María Maravall huye de
tenebrismos y explica que la tendencia hacia la mayor desigualdad es
inequívoca, pero en el pasado “ya pudo controlarse a través del gasto
social y de las orientaciones políticas de los Gobiernos europeos en
determinadas épocas, la más reciente durante los años noventa”. ¿Hay
políticos en Europa dispuestos a dar un golpe de timón con políticas
redistributivas, y electorados dispuestos a apoyarles?
Tomado de http://www.totalnews.com.ar/
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