lunes, 23 de septiembre de 2013

El príncipe Carlos, un terrorista: los secretos de Estado ingleses

Margaret Thatcher durante una sesión en el Parlamento de los Lores. (Reuters)
Margaret Thatcher durante una sesión en el Parlamento de los Lores. (Reuters)
 “Estas son las cosas que no quieren que sepas”, asegura el periodista Adam Macqueen en su último libro The Prime Minister's Ironing Board and Other State Secrets: True Stories from the Government Archives (Little, Brown), que saldrá a la venta el próximo 3 de octubre. “Los pensamientos de los primeros ministros, las misivas de palacio que la familia real quería mantener lejos de miradas indiscretas; los asuntos que el gobierno sólo podía discutir a puerta cerrada, estando seguros de que nadie iba a saber de ellas hasta muchos después de que cobraran sus pensiones. Enigmas tan preocupantes para el poder que debían mantenerse en secreto durante décadas”.

Son los papeles de Estado británicos, recientemente desclasificados, que Macqueen ha estudiado en profundidad para sus reportajes en la revista Private Eye, la publicación satírica que lleva décadas siendo “la piedra en el zapato” del establishment británico, tal como se conoce popularmente por su reiterado trabajo en el destape de escándalos. Secretos que, como asegura Macqueen, “en muchos casos es difícil saber por qué” fueron considerados como tales. Y es el que el poder acaba calificando como Top Secret cualquier anécdota que puede volverse en su contra, sea o no relevante o confidencial. Estas son varias de las que se podrán encontrar en el libro de Macqueen, que ha adelantado en un extracto The Guardian. 

El príncipe Carlos, un peligroso terrorista

El primer ministro laborista Harold Wilson recibió en julio de 1969 una alarmante misiva de George Thomas, el secretario de Estado para Gales: “He escrito esta carta porque no quiero que en la oficina sepan nada de esto. Se está desarrollando una peligrosa situación. Estoy preocupado por los discursos que hace el príncipe de Gales… En dos ocasiones ha dado charlas con implicaciones políticas. En Cardiff, en mi presencia, se refirió al despertar cultural y político de Gales. Una afirmación muy útil para los nacionalistas”.

El secretario de Estado para Gales estaba convencido que el príncipe Carlos se había empapado de ideología independentista galesa. El príncipe Carlos acababa de ser investido como príncipe de Gales hace tan sólo tres semanas, en una época en la que el Ejército Libre de Gales y el Movimiento por la Defensa de Gales, dos organizaciones paramilitares nacionalistas, habían cometido varios atentados. El secretario de Estado para Gales estaba convencido que, durante su estancia en el país, Carlos se había empapado de ideología independentista, ya que “su tutor, el venció de al lado, y el director de la universidad [donde había estado estudiando galés] son grandes nacionalistas”.

Para Thomas, era inconcebible que el príncipe continuara dando alas al nacionalismo gales. “Si el príncipe está escribiendo sus propios discursos”, comentaba Thomas en la carta,  “podría estar tentado a llegar más lejos. El entusiasmo juvenil es un estímulo maravilloso, pero puede originar unos discursos que nos causen una dificultad real”. El secretario pidió al premier británico que le pidiera a la reina que tomara cartas en el asunto.

No sabemos por qué la petición de Thomas tuvo éxito, pero desde entonces todos los discursos públicos de la Casa Real británica tienen que ser revisados y aprobados por algún miembro del Gobierno.

El caso Profumo, “un complot para destrozar el sistema establecido”

El 5 de junio de 1963, el entonces ministro de Guerra, John Profumo, presentaba su dimisión al revelarse que había compartido una prostituta, Christine Keeler, con Yevgeny "Eugene" Ivanov, destacado agregado naval de la embajada soviética en Londres. El escándalo fue mayúsculo. El ministro no sólo fue pillado por la prensa británica, que contó la historia con todo lujo de detalles, sino que además mintió al Parlamento (algo imperdonable en la política británica) asegurando que sólo había visto a Keeler en términos amistosos, algo que pronto se vio que era falso.

El primer ministro por aquel entonces, el conservador Harold MacMillan, mantenía una frecuente correspondencia con la reina, a la que agasajaba prácticamente en cada frase. Cuando estalló el caso Profumo no dudó en tratar de convencer a la reina de que todo el asunto formaba parte de una conspiración. “Creo que tengo el deber de pedirle perdón por la indudable injuria cometida por el terrible comportamiento de uno de los secretarios de Estado de Su Majestad, que afecta no sólo al Gobierno sino, quizás más seriamente, a nuestras grandes Fuerzas Armadas. Por supuesto, no tengo ni idea de cómo es el extraño submundo en el que Mr. Profumo y otra gente, por desgracia, se han dejado atrapar. Empiezo a sospechar que todas estas acusaciones sin fundamento en contra de muchas personas, ministros incluidos, forman en verdad parte de un complot para destruir el sistema establecido”.

Las cartas enviadas a la reina no sirvieron de nada. En octubre, sólo cuatro meses después de que estallara el caso, MacMillan se vio obligado a presentar su dimisión.

El sospechoso Comité para Investigaciones sobre Importaciones

En 1950 el Imports Research Committee de Reino Unido (Comité para Investigaciones sobre Importaciones, en español) contaba entre sus miembros con varios altos dirigentes del Ministro de Defensa y el servicio de inteligencia. El nombre parecía inofensivo, pero el comité sólo se dedicaba a un tipo de importación: las bombas atómicas.

En una reunión del organismo, el 28 de septiembre de 1950, sus ocho miembros discutieron sobre la posibilidad de que los rusos pudieran ocultar una bomba completa, lista para detonar, en la estructura de un barco, de manera que los agentes de aduanas británicos no pudieran encontrarla. Los miembros del comité, tras dos meses discutiendo al asunto, llegaron a una conclusión poco esperanzadora: “No hay ninguna medida práctica ni eficaz que pueda tomarse en tiempos de paz para prepararse para este tipo de amenazas”. Así da gusto dar por finalizado un trabajo.

¿Dónde sentamos a Thatcher?

En 1978 la democracia británica celebraba el 50 aniversario del sufragio femenino. La parlamentaria laborista Alma Birk fue la encargada de preparar las celebraciones: una exposición en Westminster y un espectáculo en el London Palladium con todo tipo de artistas femeninas. Durante todo el año un gabinete laborista estuvo preparando las celebraciones, pero a nadie se le ocurrió que en aquel momento la jefa de la oposición era una mujer, Margaret Thatcher y el primer ministro, James Callaghan, no lo era.

Callaghan hizo todo lo que estuvo en su mano para que Thatcher no se sentara en el palco real durante la celebración del 50 aniversario del voto femeninoEn cuanto se dieron cuenta, los laboristas temieron que Thatcher, la política más relevante de Reino Unido, acaparara demasiada atención en las celebraciones, e hicieron lo posible por minimizar los daños sin que se les viera el plumero. En una reunión con el primer ministro Birk mostró su “obvia infelicidad” al anunciarle que Thatcher había aceptado la invitación para dar un discurso en la inauguración de la exposición. Callaghan intento que no diera el discurso, buscando un sustito que pudiera justificar de alguna forma, pero fue imposible, así que dirigió sus esfuerzos a que al menos en el espectáculo no tuviera ningún papel relevante.

En una memorándum de Downing Street se puede ver como Callaghan hizo todo lo que estuvo en su mano para que Thatcher no se sentara en el palco real. En el palco había seis asientos, dos eran para la princesa Margarita y su acompañante, dos para Callaghan y su mujer, y era necesario encontrar a alguien que justificara la ausencia de Thatcher y su marido en los otros dos. Birk invitó al palco a Lord Grade, el creador de los Muppets que había organizado el espectáculo, pero éste declinó la oferta. Viendo la que se le venía encima, Callaghan jugo todos sus cartas: el primer ministro informó a la casa real de que habían invitado a Grade a sentarse junto a la princesa Margarita. A la reina le pareció fantástico y así se lo hizo saber a Lord Grade que, ante la petición de la reina, no pudo decir que no. Thatcher, finalmente, tuvo que conformarse con un asiento en el patio de butacas.

A Callaghan no le sirvieron de mucho sus tretas, sólo un año después la líder conservadora le ganó en las elecciones.  

Por Miguel Ayuso

Tomado de  http://www.elconfidencial.com

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