El ciclo de revoluciones modernizadoras
A lo largo de su
gestación y desarrollo, las revoluciones producen siempre conjuntos de
intelectuales orgánicos que le otorgan un sentido estratégico al cambio
social mediante el debate constante (y a menudo violento) acerca de las
vías y los procedimientos económicos, políticos y culturales que deben
romper con el viejo orden de cosas. El ciclo de revoluciones
modernizadoras que se desarrolló en América Latina a lo largo del siglo
XX no es la excepción a esta norma, la
cual es fácilmente comprobable en las revoluciones mexicana,
guatemalteca, cubana, chilena y nicaragüense. En todas ellas,
parafraseando a Gramsci, un bloque histórico de intelectuales orgánicos
intentó definir un interés nacional que hiciera posible el arranque y
la continuidad del cambio revolucionario en la sociedad civil y en la
sociedad política.
Como se sabe, el objetivo de las revoluciones latinoamericanas del siglo XX
fue el de la modernización de la economía y la política, lo cual
implicaba sustituir relaciones de producción feudales por capitalistas,
y Estados dictatoriales por democracias representativas. En el caso de
Cuba, la guerra fría definió la vía de la modernización de la Isla en
sentido socialista, pero esto no ocurrió sino hasta 1962, tres años
después del triunfo de Fidel Castro y sus guerrillas, quienes se
alinearon con la Unión Soviética ante la presión estadunidense para que
Cuba formara parte de sus designios en calidad de “patio trasero”. De
hecho, la guerra fría fue el referente causal de la derrota de la
revolución guatemalteca, de la chilena y de la nicaragüense. La
mexicana –a pesar de que ya en los años veinte fue cooptada por su ala
criolla, la cual neutralizó a su contraparte popular y así oficializó
su corrupción y su dictadura de partido– sobrevivió a la locura
anticomunista hasta que el neoliberalismo la alcanzó para saquearla a
manos de Salinas de Gortari y sus adláteres. A pesar de eso, esta
revolución es la única cuya existencia tiene como prueba un país en el
que el ideario de la modernidad liberal sobrevive de muchas maneras,
aunque terriblemente maltrecho. En los casos de Guatemala, Chile y
Nicaragua (guardando las distancias), los rastros de sus revoluciones
se han perdido engullidos por el capital corporativo transnacional y
las oligarquías locales, productoras incesantes (en Chile) de
conflictividad social y, además (en Guatemala y Nicaragua), de
exportación perenne de mano de obra descalificada (como también ocurre
con México). Por su parte, Cuba persiste como puntal de un nuevo ciclo
de cambios revolucionarios, ahora por la vía de las elecciones, en
Venezuela, Brasil, Argentina, Uruguay y Ecuador, los cuales persiguen
lo mismo: la modernidad, ahora adornada por el prefijo “post”, que
remite a la necesidad de construir una alternativa al proyecto global
del capitalismo corporativo transnacional, también llamado
neoliberalismo.
El hombre y su trayectoria
Manuel Galich (Guatemala, 1913-La Habana, 1984)
integró el bloque de intelectuales orgánicos de la Revolución
guatemalteca (1944-1954), el cual contó con juristas (como Alfonso
Bauer Paiz), filósofos (como Juan José Arévalo), educadores (como
Carlos González Orellana), literatos (como Enrique Juárez Toledo, Otto
Raúl González, Carlos Illescas y Mario Monteforte Toledo), artistas
(como Juan Antonio Franco y Rina Lazo) y políticos (como Jacobo
Arbenz). Algunos de ellos –tal el caso de Luis Cardoza y Aragón y de
Miguel Ángel Asturias– alcanzaron reconocimiento continental y mundial
como cultores comprometidos con los intereses de su pueblo y de un
esfuerzo político que pretendió echar a andar un proyecto económico
modernizador que involucrara a las mayorías en el empleo, el salario y
el consumo, sobre la base de la pequeña propiedad agrícola como soporte
económico de un régimen capitalista competitivo y de un Estado
plenamente democrático.
Galich –cuyo
centenario se celebra a lo largo de este año en Cuba y en Guatemala–
fue un intelectual ilustrado: educador, dramaturgo, ensayista,
dirigente político, historiador e ideólogo latinoamericanista. Su vasta
obra así lo confirma. Producto de la educación pública durante las
dictaduras “liberales” que asolaron Guatemala y el resto de
Centroamérica, empezó siendo un orador estudiantil para luego pasar a
escribir y representar obras de teatro en su Instituto Central para
Varones y convertirse en profesor de pedagogía, literatura, gramática e
historia en la escuela Normal Central de Varones y en el Instituto de
Señoritas Belén (en los años treinta), y en dirigente universitario en
la Facultad de Derecho de la Universidad de San Carlos de Guatemala,
contra la dictadura de Jorge Ubico (en los años cuarenta). En 1948 se
graduó de abogado, y en 1950 fue candidato a la Presidencia de la
República cuando resultó electo Jacobo Arbenz, con cuyo gobierno
colaboró como ministro de Relaciones Exteriores. Antes, durante el
gobierno de Juan José Arévalo, había sido presidente del Congreso de la
República y ministro de Educación. En 1954 fue nombrado embajador en
Argentina, país en donde lo sorprendió el derrocamiento de Arbenz por
parte de la cia, la oligarquía guatemalteca y un sector derechista del
ejército nacional, y en aquel país permaneció asilado hasta 1962,
cuando fue llamado a La Habana por Haydee Santamaría para que trabajara
con ella en la Casa de las Américas, de la cual fue subdirector y donde
fundó y dirigió el Departamento de Teatro y su revista Conjunto.
Galich fue asimismo catedrático de Historia de América Latina en la
Universidad de La Habana, ciudad en la que murió el 31 de agosto de
1984. El próximo 30 de noviembre de 2013 se cumplirán cien años de su
nacimiento en la entonces apacible y antañona ciudad de Guatemala.
El autor y su legado
La bibliografía de Galich es, como apunté, vasta. En
ella destacan algunos libros que han marcado el quehacer intelectual
guatemalteco y latinoamericano por su lúcido enfoque crítico y estético
del momento histórico que atravesaba entonces su país y el continente,
y que por eso merecen especial mención puntual. Tal es el caso de su
intensa crónica de la Revolución guatemalteca, Del pánico al ataque (1949); de sus ya clásicas piezas teatrales antiimperialista El tren amarillo (1950) y El pescado indigesto (1953); de su estudio sobre la situación política continental, Mapa hablado de América Latina (1973) y de su pionera historia de la América precolombina, Nuestros primeros padres
(1979). Estos textos son lúcido ejemplo de un vibrante
latinoamericanismo crítico que se profundizó en nuestro autor a medida
que se identificaba con la Revolución cubana, con la agenda cultural de
la Casa de las Américas y con el compromiso académico de la Universidad
de La Habana, a las que dedicó sus mejores esfuerzos intelectuales.
Reconocido
por algunos como dramaturgo, por otros como historiador y por otros
como político, Galich fue un modelo de intelectual orgánico porque
nunca desligó su actividad académica de los intereses populares, ni su
esfuerzo estético de la función didáctica que la obra de arte escénico
y ensayístico puede cumplir en coyunturas en las que se convierte en
elemento movilizador de multitudes. En tal sentido, su legado escrito y
su ejemplo personal constituyen un acervo invaluable para las
juventudes que no han sido del todo seducidas por el relativismo
a-moral, la fragmentariedad esquizoide y el descoyuntamiento
estructural de las ideologías de la postmodernidad consumista en clave
neoliberal. Hace falta, claro, que esas juventudes lo descubran. Y,
para el efecto, hace falta que nosotros lo demos a conocer.
El legado y el ejemplo
En 1978, con ocasión del XI
Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, pude entrevistar en
la Casa de las Américas a tres exministros de Arbenz: Alfonso Bauer
Paiz, Guillermo Toriello y Manuel Galich. A los tres les hice una sola
pregunta: ¿Por qué cayó Arbenz? Recuerdo que ante la severa autocrítica
de Bauer Paiz, Galich reaccionó diciendo que de nada valía rasgarse las
vestiduras por no haber estado a la altura de las circunstancias, y
sugirió que la Revolución cubana era un resultado de los errores
cometidos en Guatemala, con lo que adhería al criterio que al respecto
había externado el Che Guevara, y también a su visión
continental de la revolución popular como un proceso concatenado, cuya
unidad estaba dada por la historia compartida de nuestros países.
Cuando
le pregunté por qué no regresaba a Guatemala, me respondió que, de
regresar, debía hacerlo como guerrillero y que para eso ya no tenía las
facultades físicas requeridas, que sentía que podía servir mejor a la
causa guatemalteca desde Cuba y que en ese sentido él seguía
comprometido con la misma lucha popular que se había visto truncada en
su país por la derecha local y el interés capitalista internacional.
Por
su postura política y por su labor intelectual, Galich es reverenciado
en Cuba. Tanto en la Casa de las Américas –en donde una sala lleva su
nombre– como en la Universidad de La Habana –en la que existe una
cátedra que también se llama como él. He sido testigo pleno de esto.
Sobre todo cuando visité Cuba en enero de 2011 como jurado del Premio
casa. Y al constatar cómo sus antiguos alumnos y los pupilos de éstos
lo evocan con tantísimo afecto y agradecimiento, no pude dejar de
lamentarme de que en Guatemala sólo les sea familiar a los
sobrevivientes revolucionarios, a quienes se dedican al teatro y a los
que asisten a las representaciones de sus obras, cuando debería ser
ampliamente leído por estudiantes de secundaria, de ciencias sociales y
de literatura, por políticos y activistas, y honrado como se merece en
su calidad de intelectual orgánico de una revolución cuya agenda
económica y política constituye todavía una asignatura pendiente en ese
país.
El legado de Galich se concentra, pues,
en su ejemplo: un ejemplo escritural que es político, y un ejemplo
político que es moral. De aquí que sea un hecho afortunado el que su
centenario coincida con el de Jacobo Arbenz, el presidente cuyo
derrocamiento truncó la revolución modernizadora de Guatemala, retuvo a
Galich en Argentina y después lo lanzó a Cuba, en donde desarrolló su
vocación intelectual, artística y política de la mejor manera posible
–dadas las circunstancias– y en donde su memoria es dignamente honrada,
como tiene que llegar a serlo en su propio país.
Mario Roberto Morales
La Jornada en Línea
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