El jefe del nazifascismo
vivió sus dos últimos meses en un clima irreal, temblando de cólera, esperando
victorias imposibles y emitiendo órdenes absurdas
«La última
vez que Adolfo Hitler vio la luz del día fue el 20 de abril de 1945. En ocasión
de su 56 cumpleaños, se dispuso una ceremonia de condecoraciones en el jardín
de la Cancillería. Estaba enfermo y envejecido; aparentaba 20 años más».
Esto lo
recordó en sus declaraciones en el juicio de Nuremberg, sobre Hitler, uno de
los acusados. «Encorvado —siguió diciendo el criminal de guerra ante el
Tribunal— el Führer tenía la cara abotargada y de un enfermizo color rosáceo.
Su mano izquierda temblaba tan violentamente que comunicaba los espasmos a todo
su cuerpo. En cierto momento intentó llevarse un vaso de agua a los labios,
pero la mano derecha le temblaba de tal manera que tuvo que abandonar el
intento».
El acusado
contó a los jueces que también el jefe alemán sufría espasmos en la pierna
izquierda, y cuando esto sucedía tenía que sentarse. Arrastraba los pies y
jadeaba en cuanto recorría unos metros. En el atentado que le preparó el
coronel Von Stauffenberg, en Rastenburg, en julio de 1944, sufrió importantes
daños en los oídos, por lo que experimentaba mareos y sus andares parecían los
de un borracho.
Soñando,
temblando de cólera, impartiendo órdenes, haciendo grandiosos planes militares
y arquitectónicos pasó sus últimos diez días. En los días finales decidió
casarse con Eva Braun —su amante desde 1930— y dictar testamento, cuyo mayor
énfasis consistía en la defensa de su obra, la justificación de su
antisemitismo y en la designación de un Gobierno que mantuviera las
hostilidades.
Hubo una
despedida formal de todo el personal del búnker. Una enfermera soltó un
histérico discurso, pronosticándole la victoria. Hitler la interrumpió con voz
ronca: «Hay que aceptar el destino como un hombre», y siguió estrechando manos.
Tras el
resumen de la situación, Hitler se quedó a solas con Joseph Goebbels, ministro
de Propaganda, y Martin Bormann, líder del partido nazi, y les comunicó que se
suicidaría aquella tarde. Luego llamó al sturmbannführer-SS (mayor) Günsche, su
ayudante principal. Le ordenó que una hora más tarde, a las tres en punto, se
hallase ante la puerta de su despacho. Él y su esposa se quitarían la vida.
Cuando esto hubiera ocurrido el ayudante se cercioraría de que estaban muertos
y, en caso de duda, les remataría con un disparo de pistola en la cabeza.
Después se
ocuparía de que sus cadáveres fueran conducidos al jardín de la Cancillería,
donde su chofer personal, el sturmbannführer-SS (mayor) Erich Kempka y su
piloto, el brigadenführer-SS (general de brigada) Hans Baur, deberían haber
reunido 200 litros de gasolina, según les encargara la víspera, que servirían
para reducir ambos cuerpos a cenizas.
«Deberá
usted comprobar que los preparativos han sido hechos de manera satisfactoria y
de que todo ocurra según le he ordenado. No quiero que mi cuerpo se exponga en
un circo o en un museo de cera o algo por el estilo. Ordeno también que el
búnker permanezca como está, pues deseo que los rusos sepan que he estado aquí
hasta el último momento».
Luego le
visitó Magda Goebbels, esposa de Goebbels, que mostraba en su rostro las
huellas del sufrimiento, no solo porque su marido y ella habían resuelto
suicidarse, matando previamente a sus seis hijos. Magda, de rodillas, le
imploró que no los abandonara. Hitler le explicó que si él no desaparecía, el
gran almirante Karl Doenitz no podría negociar el armisticio que salvara su
obra y Alemania. Magda se retiró mientras escuchaba el bullicio de sus hijos en
las mismas habitaciones de la primera planta.
Hacia las
14:30, Hitler decidió comer. Eva, pálida y elegante, con su vestido azul de
lunares blancos, medias de color humo, zapatos italianos marrones, un reloj de
platino con brillantes y una pulsera de oro con una piedra verde, le acompañó
hasta el comedor. Él vestía un traje negro, con calcetines y zapatos a juego;
la nota de color la ponía su camisa verde claro. Eva le dejó ante la puerta del
comedor y prefirió volver a sus habitaciones, pues no tenía apetito.
En aquel
almuerzo postrero acompañaron al Führer las dos secretarias que habían
permanecido en el búnker, Frau Traudl Junge y Frau Gerda Christian, y su
cocinera vegetariana, Fräulein Manzialy. Fue un almuerzo muy frugal, muy rápido
y silencioso. Comieron espaguetis con salsa, en unos pocos minutos y ninguna de
las supervivientes recordaba que se hubiera dicho allí una sola palabra.
Terminado
el almuerzo, Hitler regresó a sus dependencias, pero en el pasillo se encontró
una nueva despedida: sus colaboradores más íntimos le dieron entonces el último
adiós. Luego se retiró a sus habitaciones con Eva.
Cuando
todos estaban esperando el estampido de un disparo, oyeron voces ahogadas en el
pasillo. Magda Goebbels realizaba el último intento desesperado de salvar su
mundo —sobre todo a sus hijos— y forcejeaba con el gigantesco Günsche, que
medía casi dos metros, para entrar en el despacho de Hitler. No logró vencer la
oposición del gigante, pero consiguió que transmitiera al Führer un último
recado: «Dígale que hay muchas esperanzas, que es una locura suicidarse y que
me permita entrar para convencerle».
Günsche
penetró en la habitación. Hitler se hallaba de pie, junto a su mesa de
despacho, frente al retrato de Federico II. Günsche no vio a Eva Braun, y
supuso que se hallaría en el cuarto de baño, pues oyó funcionar la cisterna.
Hitler respondió fríamente: «No quiero recibirla». Esas fueron las últimas
palabras que se conservan de Hitler. Diez o 15 minutos más tarde, entre las
15:30 y las 16:00 horas de aquel 30 de abril de 1945, ya estaba muerto.
Se suicidó
de un tiro en la cabeza, mientras rompía con los dientes una cápsula de
cianuro. Eva Braun murió a su lado, tras masticar una ampolla de veneno. Salvo
para un pequeño grupo de funcionarios soviéticos, el suicidio del mayor asesino
de la historia fue apenas una sospecha hasta 1955, cuando por fin se conocieron
públicamente en Occidente los testimonios que lo confirmaron.
El 4 de
mayo de 1945, y tras una búsqueda metódica ordenada por Stalin, una unidad
soviética finalmente descubrió los restos. La identificación fue posible al
encontrarse radiografías de los dientes de Hitler en el gabinete de sus
dentistas, así como la historia médica y una prótesis de oro de repuesto, copia
exacta de la encontrada en la boca del cadáver. Todo esto fue avalado por las
declaraciones de Kathe Heusermann, asistenta técnica del dentista personal de
Hitler, y de Fritz Echtmann, el técnico protesista. El 9 de mayo, Stalin ya
sabía que Hitler estaba ¡bien muerto!
Tras una
serie de traslados para mantener oculto todo cuanto se sabía, Adolfo Hitler fue
enterrado en febrero de 1946 en Magdeburgo, Alemania, en unos cuarteles del
servicio de contrainteligencia soviético durante la Segunda Guerra Mundial. En
abril de 1970, cuando la URSS decidió entregar las instalaciones al Gobierno de
la hoy también extinta República Democrática Alemana (RDA), los restos fueron
exhumados y cremados, machacados hasta ser convertidos en polvo y arrojados al
río Elba. Solo la parte del cráneo de Hitler con el orificio de la bala y la
mandíbula por la que logró ser identificado, se salvaron de ese destino. Se
encuentran en Moscú, en el Archivo Central del Servicio Federal de Seguridad de
Rusia (sucesor del KGB), y fueron expuestos al público en el año 2000.
Desenlace inevitable
La
situación a la que había llegado la guerra no le ofrecía a Hitler más que dos
posibilidades: entregarse al enemigo o acabar convertido en cenizas, como
finalmente hizo.
La
Cancillería, muy dañada, disponía de un refugio contra ataques aéreos. Tenía
dos plantas de unos 20 por 11 metros; en la superior vivían el servicio, los
ayudantes militares y las secretarias de Hitler, y se hallaban la cocina, el
comedor, los aseos y el trastero. Cuando Berlín quedó cercado, el Führer invitó
a Joseph y Magda Goebbels a que se trasladasen a su refugio con sus seis hijos.
En la inferior se hallaba el piso de Hitler. Para comunicarse disponía de una
instalación de radioteléfono de VHF, mediante antenas acopladas a un globo
cautivo.
El búnker
tenía su propio generador eléctrico y reservas de agua, de modo que nunca se
vio afectado por los cortes originados por los bombardeos. Los cuartos de baño,
la ventilación y la calefacción funcionaban bien, aunque la atmósfera siempre
estaba demasiado cargada, la humedad era muy alta y el olor resultaba
desagradable.
Pese a las
medidas de seguridad tomadas, Hitler tuvo inicialmente un terror cerval a
quedar enterrado en aquel subterráneo. Cada vez que sonaba la alarma aérea
bajaba malhumorado y dentro de aquella estructura, que vibraba a cada explosión
de las bombas, palidecía de miedo. Ese peligro, no obstante, era mayor en la
superficie, de modo que a finales de febrero de 1945 comenzó a pasar las noches
en el gran refugio, al que terminó acostumbrándose hasta que se estableció
permanentemente allí. Hasta el 20 de abril, fecha de su último cumpleaños y del
completo cerco de Berlín por los rusos, el búnker era un lugar muy frecuentado.
Hitler se
acostaba muy tarde, a las tres o cuatro de la madrugada, y se levantaba también
muy tarde, entre las 10:00 y las 11:00 horas. En aquella atmósfera enrarecida,
en permanente compañía de sus más fieles colaboradores de última hora —Bormann
y Goebbels— Hitler vivió sus dos últimos meses en un clima irreal, esperando
victorias imposibles y emitiendo órdenes absurdas, que costaron millares de
vidas.
Varios Autores
Tomado de Juventud Rebelde
No hay comentarios:
Publicar un comentario