¿Qué sucesos ocurrieron anoche que dieron lugar a este prolongado análisis? Dos hechos, a mi juicio, de especial trascendencia:
La partida de la primera Brigada Médica Cubana hacia África a luchar contra el Ébola.
El brutal asesinato en Caracas, Venezuela, del joven diputado revolucionario Robert Serra.
Ambos hechos reflejan el espíritu heroico y la capacidad de los
procesos revolucionarios que tienen lugar en la Patria de José Martí y
en la cuna de la libertad de América, la Venezuela heroica de Simón
Bolívar y Hugo Chávez.
¡Cuántas asombrosas lecciones encierran estos acontecimientos! Apenas
las palabras alcanzan para expresar el valor moral de tales hechos,
ocurridos casi simultáneamente.
Mucho hay que decir de estos tiempos difíciles para la humanidad.
Hoy, sin embargo, es un día de especial interés para nosotros y quizá
también para muchas personas.
A lo largo de nuestra breve historia revolucionaria, desde el golpe
artero del 10 de marzo de 1952 promovido por el imperio contra nuestro
pequeño país, no pocas veces nos vimos en la necesidad de tomar
importantes decisiones.
Cuando ya no quedaba alternativa alguna, otros jóvenes, de cualquier
otra nación en nuestra compleja situación, hacían o se proponían hacer
lo mismo que nosotros, aunque en el caso particular de Cuba el azar,
como tantas veces en la historia, jugó un papel decisivo.
A partir del drama creado en nuestro país por Estados Unidos en
aquella fecha, sin otro objetivo que frenar el riesgo de limitados
avances sociales que pudieran alentar futuros de cambios radicales en la
propiedad yanki en que había sido convertida Cuba, se engendró nuestra
Revolución Socialista.
La Segunda Guerra Mundial,
finalizada en 1945, consolidó el poder de Estados Unidos como principal
potencia económica y militar, y convirtió ese país —cuyo territorio
estaba distante de los campos de batalla— en el más poderoso del
planeta.
La aplastante victoria de 1959, podemos afirmarlo sin sombra de
chovinismo, se convirtió en ejemplo de lo que una pequeña nación,
luchando por sí misma, puede hacer también por los demás.
Los países latinoamericanos, con un mínimo de honrosas excepciones,
se lanzaron tras las migajas ofrecidas por Estados Unidos; por ejemplo,
la cuota azucarera de Cuba, que durante casi un siglo y medio abasteció a
ese país en sus años críticos, fue repartida entre productores ansiosos
de mercados en el mundo.
El ilustre general norteamericano que presidía entonces ese país,
Dwight D. Eisenhower, había dirigido las tropas coaligadas en la guerra
en que liberaron, a pesar de contar con poderosos medios, solo una
pequeña parte de la Europa ocupada por los nazis. El sustituto del
presidente Roosevelt, Harry S. Truman, resultó ser el conservador
tradicional que en Estados Unidos suele asumir tales responsabilidades
políticas en los años difíciles.
La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas —que constituyó hasta
fines del pasado siglo XX, la más grandiosa nación de la historia en la
lucha contra la explotación despiadada de los seres humanos— fue
disuelta y sustituida por una Federación que redujo la superficie de
aquel gran Estado multinacional en no menos de cinco millones 500 mil
kilómetros cuadrados.
Algo, sin embargo, no pudo ser disuelto: el espíritu heroico del
pueblo ruso, que unido a sus hermanos del resto de la URSS ha sido capaz
de preservar una fuerza tan poderosa que junto a la República Popular
China y países como Brasil, India y Sudáfrica, constituyen un grupo con
el poder necesario para frenar el intento de recolonizar el planeta.
Dos ejemplos ilustrativos de estas realidades los vivimos en la
República Popular de Angola. Cuba, como otros muchos países socialistas
y movimientos de liberación, colaboró con ella y con otros que luchaban
contra el dominio portugués en África. Este se ejercía de forma
administrativa directa con el apoyo de sus aliados.
La solidaridad con Angola era uno de los puntos esenciales del
Movimiento de Países No Alineados y del Campo Socialista. La
independencia de ese país se hizo inevitable y era aceptada por la
comunidad mundial.
El Estado racista de Sudáfrica y el Gobierno corrupto del antiguo
Congo Belga, con el apoyo de aliados europeos, se preparaban
esmeradamente para la conquista y el reparto de Angola. Cuba, que desde
hacía años cooperaba con la lucha de ese pueblo, recibió la solicitud de
Agostinho Neto para el entrenamiento de sus fuerzas armadas que,
instaladas en Luanda, la capital del país, debían estar listas para su
toma de posesión oficialmente establecida para el 11 de noviembre de
1975. Los soviéticos, fieles a sus compromisos, les habían suministrado
equipos militares y esperaban solo el día de la independencia para
enviar a los instructores. Cuba, por su parte, acordó el envío de los
instructores solicitados por Neto.
El régimen racista de Sudáfrica, condenado y despreciado por la
opinión mundial, decide adelantar sus planes y envía fuerzas motorizadas
en vehículos blindados, dotados de potente artillería que, tras un
avance de cientos de kilómetros a partir de su frontera, atacó el primer
campamento de instrucción, donde varios instructores cubanos murieron
en heroica resistencia. Tras varios días de combates sostenidos por
aquellos valerosos instructores junto a los angolanos, lograron detener
el avance de los sudafricanos hacia Luanda, la capital de Angola, adonde
había sido enviado por aire un batallón de Tropas Especiales del
Ministerio del Interior, transportado desde La Habana en los viejos
aviones Britannia de nuestra línea aérea.
Así comenzó aquella épica lucha en aquel país de África negra,
tiranizado por los racistas blancos, en la que batallones de infantería
motorizada y brigadas de tanques, artillería blindada y medios adecuados
de lucha, rechazaron a las fuerzas racistas de Sudáfrica y las
obligaron a retroceder hasta la misma frontera de donde habían partido.
No fue únicamente ese año 1975 la etapa más peligrosa de aquella
contienda. Esta tuvo lugar, aproximadamente 12 años más tarde, en el sur
de Angola.
Así lo que parecía el fin de la aventura racista en el sur de Angola
era solo el comienzo, pero al menos habían podido comprender que
aquellas fuerzas revolucionarias de cubanos blancos, mulatos y negros,
junto a los soldados angolanos, eran capaces de hacer tragar el polvo de
la derrota a los supuestamente invencibles racistas. Tal vez confiaron
entonces en su tecnología, sus riquezas y el apoyo del imperio
dominante.
Aunque no fuese nunca nuestra intención, la actitud soberana de
nuestro país no dejaba de tener contradicciones con la propia URSS, que
tanto hizo por nosotros en días realmente difíciles, cuando el corte de
los suministros de combustible a Cuba desde Estados Unidos nos habría
llevado a un prolongado y costoso conflicto con la poderosa potencia del
Norte. Desaparecido ese peligro o no, el dilema era decidirse a ser
libres o resignarse a ser esclavos del poderoso imperio vecino.
En situación tan complicada como el acceso de Angola a la
independencia, en lucha frontal contra el neocolonialismo, era imposible
que no surgieran diferencias en algunos aspectos de los que podían
derivarse consecuencias graves para los objetivos trazados, que en el
caso de Cuba, como parte en esa lucha, tenía el derecho y el deber de
conducirla al éxito. Siempre que a nuestro juicio cualquier aspecto de
nuestra política internacional podía chocar con la política estratégica
de la URSS, hacíamos lo posible por evitarlo. Los objetivos comunes
exigían de cada cual el respeto a los méritos y experiencias de cada uno
de ellos. La modestia no está reñida con el análisis serio de la
complejidad e importancia de cada situación, aunque en nuestra política
siempre fuimos muy estrictos con todo lo que se refería a la solidaridad
con la Unión Soviética.
En momentos decisivos de la lucha en Angola contra el imperialismo y
el racismo se produjo una de esas contradicciones, que se derivó de
nuestra participación directa en aquella contienda y del hecho de que
nuestras fuerzas no solo luchaban, sino que también instruían cada año a
miles de combatientes angolanos, a los cuales apoyábamos en su lucha
contra las fuerzas pro yankis y pro racistas de Sudáfrica. Un militar
soviético era el asesor del gobierno y planificaba el empleo de las
fuerzas angolanas. Discrepábamos, sin embargo, en un punto y por cierto
importante: la reiterada frecuencia con que se defendía el criterio
erróneo de emplear en aquel país las tropas angolanas mejor entrenadas a
casi mil quinientos kilómetros de distancia de Luanda, la capital, por
la concepción propia de otro tipo de guerra, nada parecida a la de
carácter subversivo y guerrillera de los contrarrevolucionarios
angolanos. En realidad no existía una capital de la UNITA, ni Savimbi
tenía un punto donde resistir, se trataba de un señuelo de la Sudáfrica
racista que servía solo para atraer hacia allí las mejores y más
suministradas tropas angolanas para golpearlas a su antojo. Nos
oponíamos por tanto a tal concepto que más de una vez se aplicó, hasta
la última en la que se demandó golpear al enemigo con nuestras propias
fuerzas lo que dio lugar a la batalla de Cuito Cuanavale. Diré que aquel
prolongado enfrentamiento militar contra el ejército sudafricano se
produjo a raíz de la última ofensiva contra la supuesta “capital de
Savimbi” —en un lejano rincón de la frontera de Angola, Sudáfrica y la
Namibia ocupada—, hacia donde las valientes fuerzas angolanas, partiendo
de Cuito Cuanavale, antigua base militar desactivada de la OTAN, aunque
bien equipadas con los más nuevos carros blindados, tanques y otros
medios de combate, iniciaban su marcha de cientos de kilómetros hacia la
supuesta capital contrarrevolucionaria. Nuestros audaces pilotos de
combate los apoyaban con los Mig-23 cuando estaban todavía dentro de su
radio de acción.
Cuando rebasaban aquellos límites, el enemigo golpeaba fuertemente a
los valerosos soldados de las FAPLA con sus aviones de combate, su
artillería pesada y sus bien equipadas fuerzas terrestres, ocasionando
cuantiosas bajas en muertos y heridos. Pero esta vez se dirigían, en su
persecución de las golpeadas brigadas angolanas, hacia la antigua base
militar de la OTAN.
Las unidades angolanas retrocedían en un frente de varios kilómetros
de ancho con brechas de kilómetros de separación entre ellas. Dada la
gravedad de las pérdidas y el peligro que podía derivarse de ellas, con
seguridad se produciría la solicitud habitual del asesoramiento al
Presidente de Angola para que apelara al apoyo cubano, y así ocurrió. La
respuesta firme esta vez fue que tal solicitud se aceptaría solo si
todas las fuerzas y medios de combate angolanos en el Frente Sur se
subordinaban al mando militar cubano. El resultado inmediato fue que se
aceptaba aquella condición.
Con rapidez se movilizaron las fuerzas en función de la batalla de
Cuito Cuanavale, donde los invasores sudafricanos y sus armas
sofisticadas se estrellaron contra las unidades blindadas, la artillería
convencional y los Mig-23 tripulados por los audaces pilotos de nuestra
aviación. La artillería, tanques y otros medios angolanos ubicados en
aquel punto que carecían de personal fueron puestos en disposición
combativa por personal cubano. Los tanques angolanos que en su retirada
no podían vencer el obstáculo del caudaloso río Queve, al Este de la
antigua base de la OTAN —cuyo puente había sido destruido semanas antes
por un avión sudafricano sin piloto, cargado de explosivos— fueron
enterrados y rodeados de minas antipersonal y antitanques. Las tropas
sudafricanas que avanzaban se toparon a poca distancia con una barrera
infranqueable contra la cual se estrellaron. De esa forma con un mínimo
de bajas y ventajosas condiciones, las fuerzas sudafricanas fueron
contundentemente derrotadas en aquel territorio angolano.
Pero la lucha no había concluido, el imperialismo con la complicidad
de Israel había convertido a Sudáfrica en un país nuclear. A nuestro
ejército le tocaba por segunda vez el riesgo de convertirse en un blanco
de tal arma. Pero ese punto, con todos los elementos de juicio
pertinentes, está por elaborarse y tal vez se pueda escribir en los
meses venideros.
¿Qué sucesos ocurrieron anoche que dieron lugar a este prolongado análisis? Dos hechos, a mi juicio, de especial trascendencia:
La partida de la primera Brigada Médica Cubana hacia África a luchar contra el Ébola.
El brutal asesinato en Caracas, Venezuela, del joven diputado revolucionario Robert Serra.
Ambos hechos reflejan el espíritu heroico y la capacidad de los
procesos revolucionarios que tienen lugar en la Patria de José Martí y
en la cuna de la libertad de América, la Venezuela heroica de Simón
Bolívar y Hugo Chávez.
¡Cuántas asombrosas lecciones encierran estos acontecimientos! Apenas
las palabras alcanzan para expresar el valor moral de tales hechos,
ocurridos casi simultáneamente.
No podría jamás creer que el crimen del joven diputado venezolano sea
obra de la casualidad. Sería tan increíble, y de tal modo ajustado a
la práctica de los peores organismos yankis de inteligencia, que la
verdadera casualidad fuera que el repugnante hecho no hubiera sido
realizado intencionalmente, más aún cuando se ajusta absolutamente a lo
previsto y anunciado por los enemigos de la Revolución Venezolana.
De todas formas me parece absolutamente correcta la posición de las
autoridades venezolanas de plantear la necesidad de investigar
cuidadosamente el carácter del crimen. El pueblo, sin embargo, expresa
conmovido su profunda convicción sobre la naturaleza del brutal hecho de
sangre.
El envío de la primera Brigada Médica a Sierra Leona, señalado como
uno de los puntos de mayor presencia de la cruel epidemia de Ébola,
es un ejemplo del cual un país puede enorgullecerse, pues no es posible
alcanzar en este instante un sitial de mayor honor y gloria. Si nadie
tuvo la menor duda de que los cientos de miles de combatientes que
fueron a Angola y a otros países de África o América, prestaron a la
humanidad un ejemplo que no podrá borrarse nunca de la historia humana;
menos dudaría que la acción heroica del ejército de batas blancas
ocupará un altísimo lugar de honor en esa historia.
No serán los fabricantes de armas letales los que alcancen merecido
honor. Ojalá el ejemplo de los cubanos que marchan al África prenda
también en la mente y el corazón de otros médicos en el mundo,
especialmente de aquellos que poseen más recursos, practiquen una
religión u otra, o la convicción más profunda del deber de la
solidaridad humana.
Es dura la tarea de los que marchan al combate contra el Ébola y por
la supervivencia de otros seres humanos, aun al riesgo de su propia
vida. No por ello debemos dejar de hacer lo imposible por garantizarle, a
los que tales deberes cumplan, el máximo de seguridad en las tareas
que desempeñen y en las medidas a tomar para protegerlos a ellos y a
nuestro propio pueblo, de esta u otras enfermedades y epidemias.
El personal que marcha al África nos está protegiendo también a los
que aquí quedamos, porque lo peor que puede ocurrir es que tal epidemia u
otras peores se extiendan por nuestro continente, o en el seno del
pueblo de cualquier país del mundo, donde un niño, una madre o un ser
humano pueda morir. Hay suficientes médicos en el planeta para que nadie
tenga que morir por falta de asistencia. Es lo que deseo expresar.
¡Honor y gloria para nuestros valerosos combatientes por la salud y la vida!
¡Honor y gloria para el joven revolucionario venezolano Robert Serra junto a la compañera María Herrera!
Estas ideas las escribí el dos de octubre cuando supe ambas noticias,
pero preferí esperar un día más para que la opinión internacional se
informara bien y pedirle a Granma que lo publicara el sábado.
Fidel Castro Ruz
Octubre 2 de 2014
8 y 47 p.m.
Tomado de Cubadebate
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