¿Cómo pensamos los agentes de la seguridad cubana?
¿Cuáles son nuestras más íntimas motivaciones? ¿Qué precios pagamos?
Al cumplirse mañana un aniversario más de nuestros
Órganos de la Seguridad del Estado, traigo a mis lectores un breve resumen de
mis motivos, vivencias y el sano orgullo de haber cumplido con mi deber
solidario hacia Cuba en la hermosa trinchera del anonimato.
Esa ha sido mi vida. La que no cambiaré, ni renunciaré
a ella. Ese es mi premio y mi sacrificio. Mi orgullo, mi dolor y la llama que
me mantiene la esperanza.
Mañana estaré junto a los míos, celebrado la vida y
apostando por ella.
En Holguín, con mis hermanos de Razones de Cuba y otros combatientes del MINIT |
El locutor leyó,
con evidente emoción, la orden del Comandante en Jefe mediante la cual se
condecoraba a cuatro agentes de la Seguridad con la Orden “Eliseo Reyes”, de
Primer Grado. Entre ellos, estaba yo. Se me colocó en mi pecho la honrosa
distinción. Después, Raúl se acercó a mí y me abrazó. Una oleada de confundidas
emociones me invadió el pecho y sólo atiné a murmurar:
— ¡Cumplí con mi
deber!
26 de marzo de 1999, con Raúl y otros agentes de la seguridad |
A veces, miro mi vida y recuerdo las cosas pasadas. Entonces pienso que he sido realmente afortunado. La vida me colocó no sólo donde quise estar, sino precisamente en el lugar en que he sido más útil. Tal vez sea eso lo más valioso. ¿No es acaso éste un justo premio recibido luego de procesar recuerdos de los que no puedo —ni quiero— deshacerme definitivamente? Recuerdos que siempre me acompañarán, para enorgullecerme desde luego. Porque la fortuna del hombre está en eso: en mirar hacia atrás y confirmar que son menos las cosas de las que tendrá que avergonzarse y mayores, aún mucho mayores, las satisfacciones alcanzadas por lo realizado día tras día en largos años de existencia plena.
Debo agregar algo
muy personal. Cuando conocí la historia de Richard Sorge, el ex agente
soviético, mucho después y a instancias de papá, cuando mi propio padre puso en
mis manos el libro maravilloso que mostraba a ese héroe singular de carne y
hueso, me sentí impelido a imitarlo. No reparé en esa oportunidad en su
obstinada lucha por acallar el dolor de su corazón; en la añoranza hacia los
suyos; en su terca decisión de no vacilar. Fue otra de sus virtudes la que
conmovió mi sensibilidad: su heroísmo desnudo, impresionante y sugerente. Me
importó, pues, sólo una parte del hombre, desechando tal vez la más importante,
aquélla que podía esclarecer por qué una persona es capaz de escribir
maravillosamente la página inolvidable de su propia vida. Después, sin embargo,
lo aprendería. Esa gran verdad, sólo a través del tiempo y las circunstancias,
la aprendería.
(…)
Hay quien supone
que ser un agente de la Seguridad es cosa fácil. Yo pensé lo mismo al
principio, cuando todavía no estaba preparado para serlo. Imaginaba que bastaba
tener una fe ciega en la Revolución y estar dispuesto a darlo todo si llegaba
el momento de la entrega sin alternativa.
Suponía que era
suficiente sostener ideales y asumir motivos. Indudablemente, yo tenía los
míos. Luego, llegué a otra conclusión: me hacían falta muchas otras cosas
esenciales para realizar mi trabajo. No es que no sea básico poseer una gran
solidez de convicciones. Eso, indudablemente, se vuelve fundamental en esta
coyuntura. Pero es insuficiente.
Por supuesto, un
agente con convicciones siempre conoce la razón de su lucha. Puede resultar
suficiente saberse sostenido y comprometido con su carga de principios y
heroísmos nacidos del seno del pueblo al que pertenece.
Esto le ayuda a dar
más de sí ante la adversidad y las situaciones de riesgo. Porque muchas veces
uno se siente solo, aislado de los suyos. Entonces es suficiente la añoranza de
las cosas que ama, por sencillas que sean, es suficiente para sentirse
estimulado con nuevas fuerzas y energías.
La nostalgia es un
reto a vencer. Y nadie mejor que uno mismo para ello. En fin de cuentas, el
agente se desarraiga de cosas amadas para ir a cumplir una misión en un entorno
extraño. Y más que extraño, casi siempre hostil e incomprensible. Además,
carece de la compañía de los suyos. Le faltan los padres, la mujer, los hijos,
todo lo que ama. Son etapas en que las cosas más insignificantes cobran
estatura en su memoria: los ladridos del perro del vecino, la música que antes
no le gustaba, los ruidos característicos de su distante barrio. La verdad:
todo se le hace necesario, importante, incluso imprescindible. O mejor, casi
imprescindible.
Después de haber
vivido como agente pienso que tal vez lo más importante para un hombre que
accede a esta tarea, es la capacidad de desdoblarse y asumir otra personalidad.
Es frecuente en este tipo de trabajo que un agente asuma otra identidad, se
cubra con la piel de un ser imaginario.
No sin tristeza
recuerdo de qué modo, sutil y gradual, fue deteriorándose mi imagen de
revolucionario ante mis conocidos y amigos, provocando que la mayoría de éstos
se fueran apartando de mí. Era necesario que así fuera. Dolorosamente
necesario. De hecho, dejé de ser ante mis compañeros el intransigente líder
sindical, el combativo presidente de su CDR, el soñador revolucionario
latinoamericano. Y me transformé, lenta e inexorablemente, en un deformado y
oportunista individuo. Claro que no asumí el cambio con facilidad.
Al principio no
alcancé a prever que las cosas serían así, de manera tan extraña. No lo
concebía. Pero, a la larga, tuve que esconder el amor a mis convicciones en el
rincón más olvidado y anónimo de mi corazón. Y en un lento, amargo y costoso
deterioro, mi vida dejó de ser mi propia vida y comenzó a crecer una leyenda,
la del otro Percy, la vida del hombre que había cambiado, traicionando la causa
de sus padres y amigos.
Lo más triste es
que tuve la completa certeza de que jamás llegaría a conocerse la verdad de mi
vida y que nunca cambiaría aquella mirada de sostenido reproche que nació en
los ojos de mis padres desde que comencé a defraudarlos. Tal vez para mi madre
nunca existiría ya otra oportunidad de mirarme de forma diferente, orgullosa de
mí, alegrándole en algo la dulce mirada llena de profundo cansancio en sus
últimos años de vida. Mamá, la pobre, murió el 1 de agosto de 1981 sin poder
conocer la verdad. La acompañó, como único vínculo de su hijo con la Seguridad
del Estado, una corona cuya esquela decía escuetamente: “Para Marta, de los
compañeros de su hijo”.
(…)
Lo triste es que
nunca pude decirles a mis padres de frente: “¡Yo soy como ustedes! ¡Pienso y
siento como ustedes!” Esas verdades tuve que demorarlas para el mañana de las
confesiones; para el momento en que pudiera gritarlas, si es que ese momento
llegaba alguna vez.
Para mí, en
aquellos días, era vital el silencio discreto. Debía callar ante mis viejos. No
porque no fuera hermoso lo que pudiera haberles dicho. Pero, aún faltaba mucho
por hacer, y sólo las obras culminadas merecen comentario. Porque pueden
tocarse o medirse.
(…)
Lo anterior fue
apenas una parte de mi vida —tal vez la más sufrida—, pero sin duda esa
experiencia me empujó a colaborar humildemente a construir y preservar este
mundo nuevo logrado en Cuba. Con ese pasado a cuestas viví en La Habana, sin
poder abandonarlo ni renunciar a lo vivido. Comprometido estaba a que me
sirviera de sostén en dondequiera que yo fuera. Ese pasado se quedó muy dentro
de mí, mezclado con mi inseparable nostalgia, sostenido por imborrables
recuerdos habitándome cada sentimiento. Esa vida anterior fue mi bitácora
acompañante desde el primer día en territorio cubano. Fue, a no dudarlo, el
cimiento que debió sustentarme ante los bamboleos de la cotidianidad.
(…)
Cuando regresé,
Frank permanecía en el mismo lugar. Al contemplarlo así, como si soñara con un
mundo prometedor, supe que entre ambos existían muchas diferencias en cuanto
apariencia física. Sin embargo, algo más poderoso nos unía. No importaba que él
fuera un hombre joven y musculoso, curtido en la acción, mientras yo era
pequeño y con una leve tendencia a la obesidad. Más allá de las apariencias físicas
y la edad, algo nos igualaba.
— ¿Y tú, Frank, por
qué te metiste en esto? —le pregunté.
—Por romanticismo
revolucionario —respondió—. Te tengo que aclarar estos términos. Fui educado en
una familia de revolucionarios. Recibí una educación vinculada a esas ideas y
quise marchar a los lugares que me exigían mayores sacrificios. Creo que un
hombre debe estar allí donde el sacrificio es mayor. ¿De qué sirve decir que
uno es un comunista si lo hace desde la comodidad? A veces te envidio
sinceramente. Es una lástima que yo no pueda ocupar tu lugar. Te lo digo con
sana envidia: no es porque uno, simplemente, desea ser un héroe. Yo vivo con
los pies en la tierra; con plena certeza y convicción. Sin embargo, me gusta
soñar con entregas mayores a la causa. Por eso, aunque sé que mi labor es útil,
siento envidia por ustedes los agentes, los que están más cerca de nuestros
enemigos.
—Te entiendo, Frank
—le dije—. Creo que ustedes asumen tareas importantes para la Revolución.
Incluso, sin oficiales capaces no habrá nunca buenos agentes. Y siendo tan
jóvenes, casi niños, ostentan una gran responsabilidad. Pero la certeza de que
nuestra causa es invencible radica en eso: en contar con la juventud. Nuestros
enemigos han envejecido en su intento de derrotarnos. Y hay algo evidente: la
Seguridad cubana se ha nutrido de hombres jóvenes y éstos luchan con la misma
fidelidad y eficacia que sus antecesores.
—Es cierto —afirmó.
—No puedes
imaginarte cuál es la importancia de tu trabajo —continué—. Todo lo que yo
hago, y lo que hacen otros agentes, depende de la dirección de ustedes. Mi
trabajo tiene un halo de misterio y romanticismo; llega a ser, incluso,
hermoso. Pero eso no implica que yo solo lo haga todo. La verdad es otra. Un
agente representa los ojos y los oídos de sus oficiales; sin embargo, ¿de qué
sirve esto sin una dirección, sin una orientación? ¿Te das cuenta? Ustedes, los
oficiales, y nosotros, los agentes, hacemos un trabajo hermoso y útil a la vez.
—Tienes razón
—concedió Frank—. Lo que ocurre es que, a veces, se piensa que la vida es muy
corta. Tan breve, que uno no puede dar todo lo que quisiera...
—No te preocupes
—lo interrumpí—. Vas a vivir mucho tiempo para servir a nuestra gente. Ya
quisiera yo tener tu edad, tu fuerza y tu juventud. Si así fuera, dispusiese de
tiempo para hacer las cosas mejor. A veces me siento cansado y creo que la
causa son los años. Bueno, Frank, creo que ya hemos chachareado bastante. Lo
mejor es irnos a acostar. Para mañana nos queda el resto de la “pincha”.
Los dos nos
retiramos a las habitaciones bien entrada la noche. Ninguno podía imaginar que
realmente sería una de las pocas oportunidades que tendríamos para conversar
sobre temas tan íntimos. No mucho después, en la flor de su vida, Frank murió
en una acción. Nunca dudé que fuera un héroe. Pero un tipo especial de héroe.
Tal vez de los más sobresalientes. Ésos que alcanzan, con sus actos cotidianos,
la dimensión más alta de heroísmo. Fue de los que quedan sembrados, para siempre,
en la memoria y el recuerdo de sus compañeros. No por extraordinarios; quizá,
simplemente, por ser, de manera callada y sin pedir reconocimientos, los
creadores de una hermosa obra. Toda su vida fue una estrella fugaz que pasó por
nosotros, iluminándonos con su luz propia y peculiar.
(…)
No estoy plenamente
convencido de aceptar este final como un epílogo.
Reconozco el fin de
una labor desarrollada durante una trascendente etapa de mi vida. Pero, no es
toda mi vida. Tampoco estas líneas se refieren al final de la misma. Mientras
perduren en mí los recuerdos, la experiencia vivida no tendrá una conclusión
definitiva. Por otro lado, mientras estén presentes las razones que provocaron
mi incorporación a tan peculiar forma de lucha al servicio del pueblo cubano,
no habrá descanso para mí.
Tampoco estoy
seguro, es cierto, de la conclusión de los eventos a los que he hecho
referencia en este testimonio. Muchas cosas han sucedido después de la
narración de los mismos. Otros acontecimientos han tenido y tendrán lugar,
vinculados a los personajes que participaron en ellos. La razón es simple:
todos hemos sido parte de una faceta de la historia de nuestros tiempos, de una
lucha permanente por vivir. Unos colocados en el lugar decoroso de los que
defienden la vida. Otros, ubicados en el contexto indigno de los que tratan de
destruirla.
(…)
No ha sido fácil
para mí, no lo niego, asumir la inserción en esta nueva realidad en la que vivo
actualmente. Me ha tocado guardar los hábitos de Fraile y convertirme en un
hombre cotidiano.
Para no dejar de
ser sincero, reconozco preferir aquella vida anónima en la que me acostumbré a
caminar entre las sombras. A veces me aburre sentirme aparentemente inactivo y
me invade una dolorosa intranquilidad. Son momentos de tristeza íntima que comparto
solamente con algún amigo. Entonces salgo a caminar por las calles, sobre todo
en la noche, y busco encontrarme con la gente sencilla del pueblo. Siempre me
sorprende encontrar en ellos, a la larga, la admiración que muchas veces no
encuentra plenitud en la palabra. Sólo así uno es capaz de soportar el cambio.
Sólo así comprendo que el respeto de la gente puede compensar mi propia
frustración por no sentirme tan útil como antes.
Mi batalla actual
es adaptarme a las condiciones de la nueva realidad en que vivo. Sé, estoy
seguro, que venceré nuevamente.
(…)
Los días siguientes
han sido inenarrables. No he visto sentimiento más hermoso a no ser el
agradecimiento y la admiración del pueblo. En cada calle, en cada esquina; en
fin, en todos los lugares donde paso, lo encuentro. Hombres y mujeres sencillos
me abrazaron. Vi en sus ojos la sana envidia. Confieso no haber sentido más
reto para la modestia que en este tiempo.
He sabido aceptar
ese reconocimiento no sólo para mí y, por tanto, lo comparto con mis oficiales.
Ellos son los verdaderos merecedores de la gloria. Ellos, que todavía siguen
luchando y resistiendo con valentía y desinterés, merecen el respeto ofrecido a
mi persona. También lo acepto como tributo hacia mi pueblo, hacia su amor
sincero por Cuba.
(…)
Días después,
confieso, viví uno de los momentos más hermosos de la vida. El 26 de marzo de
1999 se celebró el 40 Aniversario de los Órganos de la Seguridad del Estado.
Villa Marista se encontraba llena de alegría y optimismo.
El locutor leyó,
con evidente emoción, la orden del Comandante en Jefe mediante la cual se
condecoraba a cuatro agentes de la Seguridad con la Orden “Eliseo Reyes”, de
Primer Grado. Entre ellos, estaba yo. Se me colocó en mi pecho la honrosa
distinción. Después, Raúl se acercó a mí y me abrazó. Una oleada de confundidas
emociones me invadió el pecho y sólo atiné a murmurar:
— ¡Cumplí con mi
deber!
No pude articular
otras palabras. Quisiera haber podido aprovechar esta oportunidad, única en la
vida, para decirle todo lo que sentía en el corazón. Decirle, por ejemplo, cuán
orgulloso estaba de servir a Cuba y a mi pueblo, pero las palabras no salieron.
Tal vez fue porque, al mirar a sus ojos, sentí sobre mí la mirada de mi padre.
Tal vez fue sólo eso.
Al día siguiente,
la mañana del 27 de marzo, visité la tumba de mis padres. En un gesto de sin
par solidaridad, me acompañaron el Coronel, los agentes condecorados y otros
compañeros de combate callado y anónimo. Uno a uno fueron depositando, sobre la
tumba, las flores recibidas en la ceremonia del día anterior. Así me lo habían
prometido.
Ahora sí podía
decirle a mis viejos quién había sido yo en realidad; expresarles cuánto amé su
causa. No importó la ausencia física de mis seres queridos en esos momentos.
Aunque no pudieran abrazarme, nunca antes los percibí más cercanos a mí.
Descubrí que ahora, inobjetablemente, podía mirarlos sin sentir vergüenza.
Después que mis
compañeros se marcharon, deambulé por el cementerio. Caminé, en silencio,
buscando las calles de La Habana. Sabía que en cada una de ellas estaba la
vida, esperándome. La misma vida que yo había defendido durante tanto tiempo y
que me recibía ahora con orgullo.
Percy Francisco Alvarado Godoy
Fragmentos de mi
libro “Confesiones de Fraile: una historia real de terrorismo”, publicado por
la Editorial Capitán San Luis, La Habana, 2002.
Excelente. Felicitaciones a usted y los demás. Mujeres y hombres como ustedes son imprescindibles para garantizar el futuro de la revolución. Mil Gracias.
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