Hoy
más que nunca estoy convencido que todo lo sucedido en la vida tiene un por qué
capaz de explicarlo o darle una respuesta, no importa si para ello es necesario
el transcurrir del tiempo o la sucesión
de acontecimientos aparentemente distanciados entre sí a los que un día logra
entrelazar.
Cuando
amanecía aquel 23 de diciembre del 1963 en la dársena de la Siguanea, ubicada
en la antigua Isla de Pinos, los moradores del lugar no imaginaban que en
breves instantes aquel sería sacudido por dos explosiones, una de menor
intensidad, a la que seguiría otra aún más poderosa. La criminal mano de la
Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos había seleccionado
cuidadosamente su objetivo: una unidad de la Marina de Guerra Revolucionaria de
reciente creación.
Todo
se desarrolló de manera bien pensada y sin que a los asesinos les preocupara el
daño que provocarían. Un equipo de hombres rana de la CIA colocó, de manera
subrepticia, dos mortíferas cargas submarinas debajo de la lancha torpedera LT-85,
la que se encontraba fondeada al lado de otra de su tipo, la LT-94. La primera,
como ya apunté, provocó una pequeña explosión y, cuando decenas de personas se
acercaron al lugar de los hechos, sobrevino la segunda, la que provocaría
realmente el mayor daño. Y así fue. La poderosa onda expansiva lanzó a cuerpos
mutilados y amasijos de hierro hacia todas direcciones. Diecisiete fueron los
heridos y perecieron cuatro personas: los marineros Jesús Mendoza Larosa, Fe de
la Caridad Hernández Jubán y Andrés Gavilla Soto, así como el alférez de
fragata Leonardo Luberta Noy.
El
criminal atentado llenaría de tristeza a los cubanos precisamente cuando hacían
su cercano anuncio las festividades de fin de año. Fue, como justamente señaló
Fidel en aquella ocasión, “un ataque criminal, un ataque cobarde… el regalo de
la CIA al pueblo cubano”.
Poco
después se sabrían los detalles de tan criminal acción. Los saboteadores habían
zarpado desde el buque madre “Rex”, empleado por la CIA para perpetrar acciones
terroristas contra el territorio cubano. Era, sin lugar a dudas, parte de la
estrategia de terror implementada por la CIA para acabar con el proceso
revolucionario cubano.
Se
conocería, por ejemplo, que cada una de estas criminales acciones se
planificaban y organizaban desde el mismo territorio norteamericano, particularmente
desde la estación JM/WAVE, ubicada en Miami, y que era la encargada de dirigir
las actividades de grupos terroristas contra la Isla. Desde este centro de
terror ubicado en terrenos alquilados en las áreas de la Universidad de Miami y
bajo la pantalla pertenecer a una firma nombrada Zenith Internacional, un alto oficial
de la Agencia, Ted Shackley, dirigía a más de 300 oficiales y 4,000 terroristas
de origen cubano, contando con un alto presupuesto superior a los 50 millones de dólares anuales. Todos
en Miami conocían, pues, que ese complejo de edificaciones ubicados en un área
de 1,571 acres, fortificado y con acceso restringido, era sólo la cabeza de
decenas de casas de seguridad dispersas por toda la ciudad, de campos de
entrenamiento, marinas y aeródromos, desde los cuales se gestaban planes
violentos y partían los que ejecutarían las actividades terroristas en
territorio cubano.
Además
de aeronaves y el más sofisticado armamento de la época, JM/WAVE contaba con
una flota de naves encargadas de llevar a cabo agresiones contra objetivos
situados en las costas cubanas, infiltrar terroristas y provocadores, así como
ejecutar el abastecimiento a las bandas de alzados dispersas en distintos
puntos del territorio cubano.
Esta
flotilla a cargo de la CIA contaba con varios buques madres similares al “REX”,
entre los que se encontraban el “Leda”, el “Villaro”, el “Explorer II”, el
“Tejana III”, así como los cargueros “Joanne” y “Santa María”, todos dotados
indistintamente con cañones de 40 y 20 milímetros, ametralladoras calibre 50 y
otros medios. Disponía la CIA, igualmente, de varias naves como el “Dart”, el
“Barb”, el USS “Oxford” y el USS “Piccono”, cuya misión era realizar misiones
de espionaje electrónico, los dos primeros en las aguas del río Miami y los dos
últimos desde aguas internacionales situadas cerca de las costas cubanas.
Estaba
establecido que cada buque madre se acercaba cerca de las 50 millas de las
costas cubanas y de él partían embarcaciones de menor calado y mayor rapidez,
conocidas como V-20. Estas lanchas rápidas de cerca de 20 pies contaban con
potentes motores Graymarine de 100 HP, capaces de alcanzar los 35 nudos de
velocidad. Era común que, tanto el buque madre y las lanchas V-20, estuvieran
disfrazadas como buques pesqueros.
Para
acercarse a la costa, los agentes de la CIA encargados de realizar los ataques,
sabotajes o infiltraciones, empleaban los RB-12, pequeños botes de goma dotados
de motores eléctricos especiales y capaces de no emitir ruido alguno.
El
atroz crimen de Siguanea fue ejecutado por agentes de la CIA conducidos hasta
la Isla por el buque madre “Rex”, una antigua nave patrullera de la Marina
yanqui, de cerca de 174 pies de eslora, de color azul oscuro, y dotado de
motores diesel de 3 600 HP que le permitían alcanzar los 20 nudos de velocidad. Ese navío contaba con
equipos electrónicos sofisticados y era capaz de transportar varias V-20.
Hoy
todo indica, como ya señalé, que fue precisamente este navío quien condujo a
los hombres rana de la CIA cerca de Isla de Pinos. Trasladados luego por una
V-20 y por un B-12, los criminales se acercaron, amparados en la oscuridad,
hasta la dársena de Siguanea y ejecutaron la repudiable acción. Toda esta
operación fue dirigida nada menos que por Alfredo Domingo Otero, capitán del
“Rex” y quien, 30 años después, precisamente en otro diciembre, se vería
vinculado con otros criminales planes contra Cuba.
Alfredo
Domingo Otero, reconocido terrorista de origen cubano y ex oficial de la CIA,
fungía en 1993, exactamente tres décadas después, como Jefe de Operaciones del
Frente Nacional Cubano, el ala secreta y paramilitar de la Fundación Nacional
Cubano Americana. Durante los años que trabajé con él como supuesto terrorista,
pude comprobar la esencia criminal de estos enemigos de la Revolución. Tal vez
rememorando el logro alcanzado en Siguanea aquel 23 de diciembre de 1963, Otero
me encargó la tarea de introducir varios medios explosivos e incendiarios,
propaganda y armas, para ejecutar acciones terroristas en esa misma fecha, pero
treinta años después. Mi misión, y la de la célula que supuestamente yo dirigía,
sería la de atentar contra cuatro instalaciones turísticas de Varadero y Ciudad
de la Habana, así como contra ocho teatros y cines de la Capital. Si el crimen
perpetrado en aquella unidad de la Marina de Guerra fue atroz y repugnante, la
nueva acción criminal dañaría aún más a los cubanos. Por suerte, en este nuevo
diciembre no hubo luto en los hogares humildes de Cuba. Allí estaba yo, el
agente Fraile, junto a mis compañeros de lucha, para impedir tales hechos,
cumpliendo la misma honrosa misión de proteger a Cuba de sus enemigos, tal como
lo hicieron René, Gerardo, Tony, Fernando y Ramón, los Cinco Héroes cubanos
prisioneros injustamente en cárceles norteamericanas.
Años
después, en 1997, Otero se vería involucrado en el plan de atentado a Fidel Castro
durante la celebración de la VII Cumbre Iberoamericana de Isla Margarita.
Tampoco me sorprendió comprobar que un tripulante del buque madre “Explorer”,
operado por la CIA en aquellos tiempos, Francisco Secundino Córdova Corona,
fuera uno de los potenciales ejecutores de esta planificada acción contra el
Comandante en Jefe durante esta Cumbre de Jefes de Estado de Iberoamérica, al
igual que Ángel Moisés Hernández Rojo, antiguo capitán de otro buque madre de
la CIA. Todos ellos, mercenarios al servicio de la Agencia, continuaron, como
se evidencia, sus acciones terroristas contra Cuba.
Es
por ello que pude explicarme el por qué de esta coincidencia.
La
CIA preparó a estos hombres y alentó su odio desmesurado hacia el proceso
revolucionario cubano. Los entrenó para matar y luego, al pasar el tiempo,
mantuvieron su obcecado accionar cuando sus amos trataron, en apariencia, de
distanciarse de sus actos. Esas es la primera verdad.
No
cabe duda, por supuesto, que tales individuos como Alfredo Otero, Secundino
Córdoba, Ángel Moisés Hernández y muchos otros que se pasean libremente por las
calles de Miami, conocidos terroristas y enemigos ideológicos de la Revolución,
tratan de mantener, afanosamente, una larga y peligrosa beligerancia contra Cuba, expresada en el más
abominable terrorismo. Todos ellos, aupados dentro de la FNCA, contaron con la
complicidad de sus antiguos amos y aún cuentan con ella. Esa es otra verdad.
Nadie
en Estados Unidos les ha reclamado una explicación legal por tanto crimen
cometido. Por el contrario, se persigue y aprisiona injustamente a los hombres
que tratan de evitar tales barbaries. También esta es otra verdad.
Tratarán
de repetir actos como el de Siguanea, cuya consecuencia será la de enlutar a
los hogares cubanos y de privar de la vida a valiosos jóvenes en la flor de la
existencia. Para ellos, a qué negarlo, siempre habrá un diciembre que tratarán
de repetir, cargado de muerte y amenazas. Por nuestra parte, nos mantendremos
defendiéndonos.
Pero
la verdad suprema en todo esto es que, luego de cuarenta años de cometido tan
horrendo crimen, el dedo acusador de los cuatro mártires de Siguanea,
continuará señalando hacia el Norte, al lugar de donde vinieron sus asesinos,
reclamando la justicia por la que han esperado durante tanto tiempo.
Como
puede apreciar, amigo lector, todo tiene en la vida una explicación, aún cuando
suceda en diciembre.
Percy Francisco Alvarado Godoy
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