Algunos de mis amigos se burlan porque La
Habana fue elegida una de las 7 ciudades maravilla. Escriben sobre
montañas de basura en las calles, la estática milagrosa de los edificios
en ruinas, las cataratas de salideros de agua y los baches-trincheras
en las calles.
Lo que dicen es cierto, es la pura verdad y a pesar de todo sigo creyendo que La Habana
es una ciudad mágica. Luce el encanto de una bella mujer madura, a la
que las arrugas y sus redondeces no le restan ni un ápice de sensualidad
y atractivo.
En La Habana nadie
derrumba edificios, se caen solos o se restauran tal y como eran
originalmente. La ciudad muestra una variedad de épocas y estilos que a
veces conviven en una misma cuadra sin que a nadie le sorprenda ese
mosaico.
Semejante paisaje se ve condimentado por automóviles que marcan la
historia cubana del siglo XX. Miles de carros estadounidenses de los
años 40 y 50 circulan por las calles haciéndonos pensar que los
mecánicos han descubierto la fuente de la eterna juventud.
En La Habana nadie derrumba edificios, se caen solos o se restauran tal y como eran originalmente.
Los Ladas, Moscovich y “Polaquitos” nos recuerdan que hubo una era en
la que La Habana se nutrió de “la ayuda desinteresada de la Unión
Soviética” con duras máquinas, capaces de sobrevivir por décadas, hasta
que los rusos decidieron regresar.
Hoy se suman vehículos alemanes, franceses, españoles, japoneses y
coreanos pero a pesar de esta mezcolanza aún se puede circular por la
capital sin atascos. Y todo indica que esto no cambiará, en Cuba un
automóvil cuesta 10 veces más que en Europa.
Pero lo más importante de una ciudad no es la arquitectura ni el
tráfico sino su gente y ahí sí que La Habana le saca ventaja a muchas
otras ciudades del mundo. El habanero y la habanera son pícaros,
apasionados, pacíficos, bromistas, simpáticos y de fácil trato.
Los piropos de los hombres no tienen la carga de grosería de otros
lares y para entender las señales de las mujeres no hace falta ser muy
perspicaz. La gente en esta ciudad es transparente aunque les guste
repetir que “los habaneros se le escaparon al diablo”.
En La Habana se puede percibir la pobreza pero no se ve la miseria de
otras capitales del mundo, no hay niños de la calle ni desnutridos.
Cuando llegas a una casa siempre te brindarán café y mucha conversación
porque los habaneros nunca se quedan callados.
Hay que andar con cuidado cuando se les pregunta por una dirección,
la frase “yo no sé” desapareció de su vocabulario. Nunca vacilan,
siempre dan alguna coordenada aunque no tengan la menor idea de donde
está la calle que buscas y se quedan satisfechos de haberte ayudado.
Medio siglo sin mantenimiento inmobiliario ni nuevas construcciones provocó cientos de derrumbes.
La Habana es una ciudad donde todos andan revueltos. Ricos, pobres y
clase media comparten barrios, parques y escuelas. Uno de mis hijos fue
al mismo preuniversitario que el primogénito del vicepresidente de la
República y se sentaba junto a la hija de un albañil.
Los niveles de violencia son ínfimos, se vive sin miedo, con la
puerta de la casa abierta. Los niños juegan solos en los parques, puedes
subirte a un taxi sin temor a que te secuestren y duermes tranquilo
cuando tu hijo o hija adolecente sale por la noche.
La Habana se mueve sin prisa, se camina despacio, como si nadie
tuviera apuro en llegar. El calor tropical, las largas colas que han
tenido que hacer durante años y los enredados trámites de la burocracia
quizás contribuyen a que la vida transcurra “al suave”.
Es una cadencia que extraño cuando paso fuera algún tiempo. Al
regreso siento que llegué a casa e inmediatamente salgo a caminarla,
para comprobar que todo está en su lugar y que la ciudad sigue teniendo
la misma magia de siempre.
Vivo saltando charcos, esquivando baches, conteniendo la respiración
al pasar por los desbordados tanques de basura, evito los edificios
apuntalados, sufro la música de mis vecinos y padezco la tortuga de
internet pero aun así la sigo amando.
Uno no puede elegir donde nace pero a veces puede decidir dónde vive y
yo elegí. Hace 25 años detuve aquí mi vida nómada, construí una
familia, vi crecer a mis hijos, encontré buenos amigos y hoy sigo
pensando que no me equivoqué.
FERNANDO RAVSBERG – Contrainjerencia
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